LA ORACION CONTEMPLATIVA

 

Este tipo de oración es imaginar que estás con Dios, tratar de sintonizarte con El haciendo un silencio interior para entrar al mundo espiritual.

 

Disfruta todo lo concerniente a lo que es La Oración Contemplativa.

 

 

  La oración contemplativa

 

 

 

 

 

La oración contemplativa

 

INTRODUCCIÓN

Este libro se ha escrito a partir de una inspiración sacada de la lectura de La Nube del No-Saber. Se trata de un método, aparentemente sencillo, con el que se puede llegar a la oración contemplativa. Es decir, a una oración de quietud, que el autor anónimo del libro -probablemente un monje inglés que vivió en la Edad Media- describe con todo detalle como un procedimiento a seguir para aprender a contemplar.

Después de un agitado período de activismo pastoral bastante generalizado por no haberse entendido bien el estímulo renovador del concilio Vaticano II, surge ahora en la Iglesia un movimiento renovador de vida de oración.

Es verdaderamente alentador ver cómo actualmente existe una búsqueda muy extendida de mayor intimidad con el Señor. La sorda oposición a ese movimiento no viene de la Iglesia. Los religiosos y los cristianos en general que se sienten llamados a esa vocación personal, procuran responder personalmente a la llamada interior del Espíritu. De las acusaciones de ideas torcidas de quietismo o de subjetivismo de algunos, tal vez excesivamente empeñados en obras materiales, no se sigue que se pueda detener ese ímpetu de renovación espiritual.

Todo indica más bien que vivimos un segundo pentecostés.

El método que se describe en La Nube del No-Saber consiste esencialmente en penetrar en lo más íntimo de uno mismo, donde Dios mora, para encontrarnos con él en ese punto recóndito del misterio humano.

Cristo nos aseguró más de una vez que "el reino de Dios está dentro de nosotros". Dijo también que, "si estamos en él, él está en nosotros". Otros pasajes, en fin, de la Sagrada Escritura nos aseguran de diversas maneras que Dios mora en nosotros. El método procede, pues, de fuera hacia adentro, de la periferia hacia el centro.

Éste es también el método o la técnica usada por otras prácticas de "interiorización que no siempre tienen que ver con la religión cristiana.

Aquí, como por medio de cualquier otra metodología, no es siempre fácil descubrir el camino que lleva a Dios. La oración no puede enseñarse. Se pueden proponer algunos ejercicios que ayuden al esfuerzo que requiere un descubrimiento.

De cada dos personas que hacen el mismo ejercicio para aprender a rezar contemplativamente, una descubre la oración; la otra, no. Lo que los libros publican al respecto sirve de apoyo a los que quieren descubrir la contemplación. Mas el descubrimiento de la misma es siempre una proeza absolutamente personal. Nadie puede enseñar una experiencia de Dios. Esta es siempre fruto que surge, a veces inesperadamente, de un ejercicio adecuado o bien ejecutado. La experiencia no depende únicamente del ejercicio en sí, sino que es el resultado de conjugar acertadamente al menos dos variantes o componentes: el ejercicio como tal y las condiciones subjetivas de fe, de amor, de confianza, de deseo... de quien lo realiza.

Este libro trata de animar y orientar a cuantas personas se sientan interesadas en descubrir una oración más profunda, más íntima y, por tanto, más satisfactoria para la práctica de la vida espiritual. El texto es fruto de una prolongada meditación reflexiva de La Nube del No Saber.

De esta manera, el texto original del desconocido monje inglés, escrito, como ya dijimos al comienzo de estas páginas, en plena Edad Media, ha sido replanteado hoy desde los más modernos conocimientos de las ciencias humanas.

Se presenta, por tanto, con un ropaje nuevo, moderno, al alcance del hombre medio de la civilización en que vivimos. Como es de suponer, he tenido la preocupación ética de dejar intacta la sustancia doctrinal de la obra original.

Tal vez alguien se pregunte a este respecto el porqué de ese cuidado. La respuesta es simple. La doctrina sobre Dios y sobre la espiritualidad cristiana tiene un valor perenne, fundamentalmente inalterable. Ella alimenta la espiritualidad desde los orígenes del cristianismo. Naturalmente, ha evolucionado y progresado a través de los tiempos, pero no ha cambiado ni cambiará sustancialmente. Lo que era verdad cristiana en época de los apóstoles, continuará eternamente siendo verdad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pedro Finkler

La oración contemplativa

 

LA OTRA REALIDAD

Las antiguas culturas orientales han conservado, a lo largo de los siglos, notables tradiciones ascéticas y contemplativas. En el documento Ad gentes 18, el Vaticano II anima a los estudiosos de la espiritualidad cristiana a que incorporen, con prudencia evangélica, algunas de esas simientes en las prácticas religiosas de oración de acuerdo con la tradición cristiana de Occidente.

Cristo dijo que venía a anunciar la buena nueva a los pobres. Cualquier libro escolar de geografía nos indica cómo en las diversas regiones climáticas de la tierra se produce una vegetación de características diferentes.

Aquellos que se ocupan de la agricultura en el Brasil, por ejemplo, dividirán el país en muchas regiones, cada una de las cuales se presta mejor a determinados cultivos. Así, es prácticamente inútil querer producir maíz en el nordeste o algodón en Río Grande do Sul.

Es interesante notar cómo las grandes religiones tuvieron siempre su origen en ambientes de pobreza. Cristo hace frecuentes referencias a este aspecto como condición de prosperidad de la doctrina que vino a enseñar: "¡Qué difícil es que un rico entre en el reino de los cielos...!" "¡Ay de vosotros, ricos...!" Lo mismo en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro... "Bienaventurados los pobres...", etc. O también esta otra parábola: "El reino de los cielos es como un tesoro..., dice, el que lo encuentra..."

Para una inteligente comprensión, dos hechos: Todos sabemos que la pobreza para aquellas personas apegadas a los bienes materiales es su infelicidad, su desgracia; para el que nada tiene a qué apegarse, la pobreza constituye su libertad. Los primeros en descubrir el "tesoro" descrito por Cristo fueron los pobres. En la opulenta Roma fueron los esclavos.

Actualmente, nuestro viejo mundo rebosa de pobres por doquier. Existen en gran número en todos los países sin excepción. Viven en chozas, en cabañas, en casas de mala muerte, en palacios, en lujosas zonas de apartamentos...

En cierto modo, el hombre occidental de nuestros días se siente paradójicamente más pobre que muchos orientales, africanos y latinoamericanos. La posesión de la riqueza material o cultural no compensa la pobreza de existir. Únicamente la riqueza de existir, de vida, puede dar un sentido a la existencia.

Si la vida no tiene un sentido, un significado de valor trascendental, la existencia se torna en sufrimiento inútil y rechazable.

Los inquietos hombres de negocios, los esforzados artistas, los drogadictos, los ladrones de guante blanco o los "chorizos", los señoritos de corbata de colorines o los descamisados, los deportistas, los científicos... son, todos ellos, personas insatisfechas que corren tras aquello que pueda mejorar su suerte. También aquellos que pasan de una religión a otra. Todos somos buscadores de tesoros. La esperanza es la última que se pierde en ese correr desenfrenado tras las cosas perecederas de acá abajo, que hasta a los religiosos contagia.

¡Cuántas ilusiones!... ¡Cuántas vidas frustradas y destruidas!...

¡Feliz aquel que descubre el "tesoro" escondido en el campo del reino de Dios!

La condición para hallarlo es que lo busquemos en el reino de Dios y no en otros lugares, en otros reinos. Y lo encontrarán porque lo buscarán en el único campo en que se halla escondido: Agustín de Hipona, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Marcelino Champagnat, Carlos de Foucauld, Gandhi, Francisco de Asís... y tantos otros que se despojaron de todo cuanto tenían para adquirirlo.

Cada día vemos aumentar el número de aquellos que ya no creen en la posibilidad de vivir en paz, en la felicidad del progreso material, en el mundo de la co-municación de masas, ni siquiera en el ambiente engañoso de la droga...

Desde lo más profundo del ser humano resuena una voz, casi siempre reprimida y sofocada, que nos reclama algo capaz de dar un sentido permanente a nuestra vida. Pero, por fortuna, ahí tenemos a las iglesias, a los templos recoletos de nuestras ciudades, que están puestos precisamente en ese lugar para ayudarnos a escuchar esa llamada interior, cada vez más imperiosa, y orientarnos en la búsqueda de esa misteriosa piedra filosofal capaz de resolver todos nuestros problemas.

En tanto no encuentra el remedio para su profunda insatisfacción vital, el hombre vive inquieto, cuando no desesperado.

Todos los hombres tienen la facultad de percibir a Dios, presente en el mundo y en la historia. Pero pocos son suficientemente capaces de atender la llamada interior para tener una auténtica experiencia personal de Dios. Porque muchos cristianos, e incluso religiosos, no se dan cuenta de la realidad palpable de cómo alguien "nos sondea y nos conoce..., de lejos penetra nuestros pensamientos..., todas nuestras sendas le son familiares..., nos estrecha detrás y delante..., nos cubre con su palma..." (Sal 138).

La oración más profunda o la relación de mayor intimidad con Dios es la contemplación. Al contrario de lo que muchos piensan, todos los hombres son potencialmente contemplativos. Algunos privilegiados de Dios recibirán el don de la contemplación infusa. Pero la inmensa mayoría, para hacer oración contemplativa, deben aprender este arte, el más sublime de todos.

Sin embargo, no hay quien no haya recibido el don de predisposición para ese aprendizaje a través de la suficiente información teórica y del perseverante ejercicio, como sucede en el aprendizaje de cualquier otro arte. La auténtica oración, a cualquier nivel, corresponde siempre a un descubrimiento que se hace por medio de la experiencia.

Es decir, todo lo que sabemos, lo que constituye nuestro bagaje de conocimientos, es fruto únicamente de nuestras experiencias personales.

Podemos vivir auténticamente en presencia de Dios y percibir a Dios presente con los ojos de la fe. Tener fe y creer como si se viese con los ojos corporales o lo hubiésemos visto como pudieron verlo los apóstoles y los amigos más íntimos de Jesús.

Los símbolos religiosos pueden ser importantes, incluso necesarios para algunos. Templos, imágenes, fórmulas, objetos piadosos... ayudan a la fe; pero, a fin de cuentas, ocultan la realidad sobrenatural. Contemplar es, en esencia, ver; es relacionarse directamente con el Señor sin la mediación de objetos o de personas. El, y sólo él, es templo, es imagen, es todo.

Desgraciadamente, en nuestra cultura prima el desarrollo de la razón. La razón nos permite ver las cosas materiales y las relaciones complejas que entre ellas existen. Nuestra razón funciona en base a los sentidos externos. Por este motivo, la razón es ciega con relación a las cosas del espíritu.

La cultura moderna procura alimentar lo más in-tensamente posible nuestros cinco sentidos. Por eso no sobra espacio para ver esa otra cara de la realidad total: la cara del espíritu, la cual solamente puede percibirse con los sentidos internos. La oración no es fruto de la razón, como tampoco lo es el amor. "Si no os hiciereis como niños..., no podréis entrar en el reino de los cielos". El reino de los cielos es privilegio de los pequeños, de los sencillos, de aquellos que son capaces de maravillarse delante de las cosas grandes, nuevas, bellas...

Lo fundamental de la religiosidad es la experiencia interior. El gran misterio de Dios, que de modo tan maravilloso nos envuelve, es tal que no puede ser entendido por unas simples criaturas ni por unos formales ejercicios de religiosidad externa.

El gran problema de la Iglesia no es cómo demostrar intelectualmente la existencia de Dios. La situación verdaderamente trágica del cristianismo es, hasta cierto punto, de vida religiosa; es la ceguera del hombre, que se mueve por una civilización materialista.

Cristianos, sacerdotes y religiosos, inmersos en la materialidad de la era tecnológica, simplemente no saben ni conocen lo que podrían ver. Es por esto que la oración, la catequesis y el apostolado educativo resultan totalmente inútiles si no consiguen curar el corazón ciego y empedernido.

No se puede despertar el corazón del hombre para las cosas de Dios con métodos científicos, con técnicas y estrategias pedagógicas y psicológicas, de las cuales se sirven los teólogos y pedagogos en su arte de demostrar realidades al intelecto humano.

Educación y formación religiosas obedecen a otros criterios. Tratan de sensibilizar a los corazones para que se abran a lo bueno, a lo bello, a lo maravilloso delante de una persona excepcionalmente grande, bella, buena y maravillosa en todos los sentidos.

Este objetivo no se consigue con mera palabrería, con discursos y disertaciones encaminados a formar convicciones. La visión interna de la fe es un don a disposición de todos. Para conseguirlo es necesario tomarlo con humildad, renunciar a fórmulas intelectuales y dejarse vencer por ella. Nosotros no podemos entrar en el maravilloso mundo de la espiritualidad, sino que hemos de dejar que ella entre en nosotros. Todo esto es posible si somos lo suficientemente abiertos y receptivos. "El reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc 17,21). Está y no lo vemos. Somos ciegos. ¿Quién nos abrirá los ojos si no lo hacemos nosotros mismos?

El descubrimiento del maravilloso mundo del reino de Dios en nosotros es posible mediante la inmersión voluntaria en el interior más íntimo de nosotros mismos. Allá donde nos encontremos absolutamente solos, delante de aquel que nos espera con los brazos abiertos para la mayor aventura humana: la inmersión de una vida en la más íntima unión de amor con Dios.

¿Cómo se hace esa inmersión en lo más íntimo de nuestro ser? Los más insignes maestros de la vida espiritual aconsejan algunas veces prácticas y técnicas psicológicas concretas. Hablan de esconderse en el propio interior y permanecer absolutamente inactivo, en espera de los acontecimientos. Que debemos apagar completamente los sentidos externos, de modo que ya no perciban nada del mundo exterior. Una actitud de nada ver, de nada oír, de nada sentir, de nada saber. Olvidarse, en fin, de sí mismo. Permanecer, así, en actitud de atenta espera de que él se revele, se manifieste al alma.

Dios permanece inaccesible a la razón humana. El se manifiesta y se revela al corazón abierto, acogedor. No hay ciencia que pueda alcanzar a Dios. Es inútil buscarlo con métodos científicos. Él se encuentra en un lugar completamente oscuro, absolutamente impenetrable a la luz de la razón humana. Solamente le podemos percibir por una luz especial, que no nace del cerebro: la luz del amor.

El descubrimiento de Dios no es el resultado de la deducción lógica de premisas científicas. Dios se revela directamente a aquellos que le buscan con recto corazón.

Buscad a Dios concretamente en la meditación, en la oración, en la experiencia y no en el estudio.

El esfuerzo no ha de ser de la inteligencia, que necesita comprender, sino del corazón, que busca únicamente ver, admirar, contemplar, maravillarse...

 

 

 

 

 

 

 

 

DIOS ESCONDIDO EN NUESTRA INTIMIDAD

¿Qué tipo de personas consigue hacer una auténtica experiencia de Dios? La respuesta a esta pregunta es: Todas las personas normales, independientemente de su carácter, de su grado de cultura, de su condición social y de su credo religioso, tienen capacidad natural para hacer esta experiencia.

Mediante un pequeño esfuerzo, todos podemos sumergirnos en nuestra propia intimidad, puesto que se trata de una meditación hecha no sobre un objeto exterior ya visto, ni tampoco se trata de recordar hechos o experiencias pasadas. Es la experiencia actual de un acontecimiento totalmente interior que se desarrolla a nivel del conocimiento relativo que tenemos de nosotros mismos, de lo que somos delante de Dios y de lo que Dios es para nosotros. Dios se manifiesta directamente al alma en esa intimidad. Como sabemos, él mora ahí y está a nuestra espera. Si no lo percibimos, es porque somos ciegos; si no lo oímos, es porque somos sordos; si no lo encontramos, es porque andamos lejos de ese santuario interior. Cabalgamos a lomos de nuestra propia imaginación; con nuestra fantasía y nuestra atención recorremos el mundo en busca de él.

Vamos de una iglesia a otra, peregrinamos a santua-rios famosos, visitamos los lugares de célebres apariciones, viajamos a Tierra Santa..., y él nos espera en un rincón recóndito de nuestra propia casa...

La palabra meditación no es apropiada para describir ese proceso de sumergirse y adentrarse en el propio interior. "Meditar" significa reflexionar sobre el significado de uno u otro texto del evangelio.

También puede consistir en ponderar alguna verdad revelada. Mas reflexionar, ponderar, raciocinar, recordar, comparar, deducir, concluir, etc., son todas actividades del intelecto. Se trata siempre de un empeño personal, de un trabajo.

Nada de eso acontece en la contemplación. El esfuerzo que aquí se realiza es únicamente para permanecer en una inactividad total: no pensar activamente, no comparar, no deducir, no concluir... Mas el cerebro produce espontáneamente imágenes, fantasías, recuerdos, pensamientos..., actividad mental de la que apenas podemos tener un conocimiento pasivo.

Es posible tener involuntariamente conocimiento más o menos superficial de cosas que acontecen en nuestra cabeza, en nuestro corazón, en nuestra con-ciencia, sin participar activamente de esos fenómenos.

La única actividad posible en el acto contemplativo es la atención. Pero fijar la atención únicamente en aquello que se ve, que se oye, que acogemos con alguno de nuestros cinco sentidos, ¿puede considerarse actividad? El esfuerzo que exige es, únicamente, de no actuar ni física ni mentalmente. Permanecer únicamente en actitud interna y externa de escucha, de espera..., actitud de apertura a lo que pueda venir.

Algunas condiciones externas pueden favorecer la organización de ese estado interior, como, por ejemplo, el ayuno o la elección de un lugar aislado y silencioso.

El proceso de adentrarse en la intimidad más profunda de uno mismo tiene lugar por etapas. La primera de ellas consiste en un esfuerzo de recogimiento.

Recogerse es retirarse del mundo exterior, el cual percibimos con nuestros cinco sentidos.

Jesucristo describe esta etapa cuando dice: "Cuando orares, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto; y tu Padre, que ve en lo más oculto, te recompensará" (Mt 6,6). La habitación [o cámara] es lugar para reunirse con otras personas, pero también puede ser lugar solitario. "Cierra la puerta", es decir, cierra los sentidos externos para que no entre nadie: ni personas, ni animales, ni cosas, ni ruidos... Es preciso crear un clima de secreto, esto es, de silencio, de misterio, de confidencia. Se ha de tomar una postura lo suficientemente cómoda que permita permanecer lo más inmóvil posible, al menos unos diez o quince minutos.

El que consigue sumergirse en la oración profunda, tiende a permanecer espontáneamente inmóvil durante todo el tiempo en que se encuentra en ese estado. Con cuanta más atención se detenga fijamente en un punto de gran interés, tanto más el cuerpo entra en un estado como de adormecimiento. No ocurre así cuando nos movemos internamente a nivel de la imaginación o de la fantasía activas, voluntariamente dirigidas a cualquier objetivo consciente. En este caso siempre sabemos que nuestro yo está en plena actividad. En el momento en que dejamos de producir y de controlar interiormente lo que queremos que sea, pasamos a un estado de observación pasiva, mucho más atenta a lo que acontece. En ese momento comienza el proceso de inmersión en nuestro interior más íntimo.

El grado de intimidad del encuentro con el Padre depende directamente de ese clima. Cuanto más íntima es la relación entre los protagonistas del encuentro, tanto más profundas, entrañables e insondables son las cosas que uno y otro se comunican. Aquí el discurso verbal y las fórmulas empleadas pierden su sentido. Constituyen más bien un estorbo y un impedimento para la realización de los hechos. Es como si todo el acontecimiento se redujese a un puro acto de conocimiento, vivido con asombro, con enorme estima, con indescriptibles sentimientos de sorpresa, de admiración y de maravilla.

Maravillosa es la llama de la vela que emerge de la oscuridad. Sorprendente, el acorde melodioso que rompe el silencio de la noche, el canto armonioso de las aves que saludan jubilosas el despuntar del nuevo día. Todo esto es algo prodigioso e inesperado dentro de una situación de aborrecimiento y de tedio.

El progresivo vaciarse del conocimiento de uno mismo no quiere decir que no se tenga consciencia de nada. En realidad, ser consciente significa siempre tener consciencia de algo. Una de las cuestiones que aquí se tratan se refiere a ese. algo, que debe interpretarse como contenido de consciencia, que puede presentarse fundamentalmente bajo dos formas distintas: 1) forma activa, creada libremente por el sujeto en plena actividad, ya sea creadora, ya sea defensiva; 2) forma pasiva, que se origina espontáneamente a partir de sensaciones, de recuerdos y de imaginaciones involuntarias.

Los contenidos de consciencia de la segunda forma siempre pueden ser sustituidos voluntariamente por el sujeto por otro contenido voluntario cualquiera, atendiendo siempre a un determinado interés personal. Se les puede también dar vida de una manera pasiva, sin participación activa del sujeto, a la manera de un actor de cine, sin prestar una atención consciente al hecho mismo que en ese momento interpreta.

Vaciar la mente consiste precisamente: 1) en no prestar atención voluntaria alguna, en permanecer pasivo, en no dejarse envolver de modo alguno en los contenidos involuntarios del conocimiento (imágenes, fantasías, recuerdos...); 2) en fijar la atención voluntariamente en ese vacío, en esa ausencia, en espera de que él venga, de que se manifieste.

En ese momento el alma se transforma en un inmenso deseo: "Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua" (Sal 62,2).

Pero no se puede alcanzar la luz de la oración contemplativa sin atravesar ese túnel oscuro de vacío total. Éste cobra vida con un estado de pobreza absoluta, de dolorosa solidaridad, de penuria interior, de ansiosa búsqueda.

Se trata de un ejercicio de ascesis amargo y penoso que exige perseverancia, valor y entrega personal. La fuerza y el aliento para aguantar y perseverar en el esfuerzo de búsqueda proviene únicamente de la fe y de la esperanza de hallar el "tesoro escondido".

La fe nos da la certeza de que el "tesoro" que buscamos existe realmente en el campo que nos disponemos a excavar. La idea de que, en un momento dado, podamos dar con él nos comunica una energía y un vigor que nos anima a arrostrar cualquier dificultad. La confianza inquebrantable de un próximo encuentro impide que nos desalentemos en el camino.

El descubrimiento del Señor en lo profundo, en lo más íntimo de sí mismo, da al sujeto una sensación de ser uno, fundamentalmente indivisible con él.

Esta experiencia puede evolucionar después y darnos la sensación de unidad con el todo cósmico: la plenitud de estar en Dios. La experiencia de sentirse envuelto por algo inmenso, infinito, de que formamos parte.

Cuando se piensa en las palabras de Cristo "el reino de Dios está dentro de vosotros..." (en medio de vosotros, en el centro de vosotros...), esta experiencia de unión profunda parece el camino natural para una verdadera experiencia de Dios.

No se trata sólo de una teoría, sino de una verdadera experiencia realizada en carne y hueso. Aquellos que consiguen realizar esa experiencia, comienzan a vivir la palabra de Dios, a "vivenciar" con emoción los misterios de la liturgia.

Muchos místicos alimentan su espiritualidad en la fuente de esa experiencia. El gran san Juan de la Cruz, por ejemplo, puede ser plenamente comprendido solamente por aquellos místicos que pasaron, como este santo, por una auténtica experiencia de Dios a ese nivel de profundidad.

La contemplación propiamente dicha se hace en un estado especial de consciencia. Consta, por lo general, de tres distintos estados de consciencia:

  • cuando estamos despiertos y conscientemente atentos a cualquier cosa que sea: CONSCIENTE;
  • cuando dormimos y no tenemos consciencia de lo que acontece en nuestro mundo exterior: INCONSCIENTE;
  • cuando soñamos y tenemos consciencia bastante clara del desarrollo de acontecimientos imaginarios o fantásticos, generalmente relacionados con recuerdos de nuestra vida pasada: SUBCONSCIENTE.

En la contemplación se da un cuarto estado de consciencia que supera en claridad y agudeza intelectiva a los otros tres estados. En este que ahora nos ocupa, la persona contemplativa aparece externamente como dormida: su cuerpo se encuentra realmente en una situación aparentemente igual a la de una persona durmiente.

Sin embargo, a nivel fisiológico, hay diferencias, sobre todo en cuanto a la manera de respirar, metabolismo basal, pulso cardíaco, variación de la temperatura del cuerpo, etc. Se trata de un estado de concentración máxima y tranquila de la persona total, reducida casi completamente a su dimensión espiritual.

La atención descansa total y tranquilamente, absorta en la estupenda realidad puramente interior, percibida únicamente por los sentidos interiores: fe, intuición, iluminación, visión interna... De los sentidos internos participan igualmente la imaginación, la fantasía, la impresión, el sentimiento, el deseo...

Testimonios tomados de personas que se encuentran en este estado, como en la "Meditación trascendental", nos muestran que aquí la persona se encuentra en un reposo más profundo que cuando duerme.

La contemplación espiritual es, de hecho, menos trabajosa que cualquier otra actividad, como, por ejemplo, cantar, rezar, leer, soñar, imaginar, fantasear... En realidad, no es actividad. Es reposo en Dios. No requiere prácticamente esfuerzo alguno. Si algún esfuerzo hay que hacer es el de obligarse a no hacer nada. Se trata de permanecer en un estado absolutamente pasivo, aunque de vigilante espera y calurosa acogida a aquel que nos ama infinitamente más de lo que nosotros pudiéramos amarlo.

No conviene salir repentinamente del estado de oración contemplativa. Es mejor salir lentamente de ese mundo interior para readaptarse, poco a poco, al mundo exterior, en el que pasamos ordinariamente la mayor parte del día.

La mejor manera de llevar a cabo, sin atropellos, esa delicada transición de un estado de consciencia a otro consiste en rezar lentamente, por ejemplo, el padrenuestro. Recitarlo pausadamente, de modo que nos vayamos dando cuenta del sentido de las palabras. Es la oración perfecta que el propio Señor nos enseñó.

Éste es también un modo excelente de ligar íntimamente nuestra vida interior con la jornada ordinaria de trabajo y ocupaciones que a cada uno nos aguarda.

 

DIOS NOS LLAMA

El cristiano en general y el religioso en particular no están obligados a cultivar la oración contemplativa. No se trata de una obligación. Pero es una cuestión de amor. Por tanto, de coherencia.

La gran ley del cristianismo es el amor. Orar y amar. Y amar implica responsabilidades. No se habla de amor de Dios para bromear. El Señor nos toma siempre en serio. Si en estos textos se habla de amor de Dios es porque el hombre puede realmente amarlo, relacionarse con Él de manera semejante a aquella con la que él se relaciona con sus semejantes. Y la relación interpersonal con Dios es oración.

¿Amar a Dios? No son raros los que se preguntan al respecto de este problema qué hacer para convertirlo en una realidad concreta. La decisión personal de abandonarlo todo para seguir a Cristo que nos llama, ciertamente es señal inequívoca de cierto grado de auténtico amor de Dios. Semejante gesto es la premisa indispensable para alcanzar la oración de intimidad más profunda, o de contemplación.

Oración contemplativa es la experiencia que se adquiere en la intimidad del alma o del conocimiento interior. La experiencia interior presupone una previa experiencia exterior. La vida de oración se profundiza de fuera hacia adentro. Es inútil buscar esa profundidad en la oración si antes no tenemos una auténtica experiencia de oración externa. Esta se hace de palabra.

Aquélla, cuando ya se ha conseguido el don de saber rezar externamente, y tiende a profundizar espontáneamente en la vida de oración (contemplación).

Una de las condiciones básicas para que alguien tenga éxito en su esfuerzo por descubrir la oración profunda, es la de disponer del tiempo preciso para ello.

La mayoría de los cristianos y también muchos religiosos y sacerdotes tienen tantas cosas que hacer que, para poder rezar de verdad, tienen que hacer grandes esfuerzos para no comprometer los compromisos ya adquiridos. Y esto es trágico y, a la vez, ridículo. Ridículamente contradictorio y mezquino. Es terrible la calamitosa situación de una vida fundada en una actividad vana y que mueve a la mofa y a la crítica de los que debían ser sus admiradores en la piedad y en el cumplimiento de sus obligaciones.

Afirmar que ni siquiera se tiene tiempo para rezar un poco, es algo tan falso como decir que no se tiene tiempo para respirar.

La vida de oración contemplativa realmente no está hecha para personas superocupadas y siempre llenas de negocios. Tampoco se recomienda, por inútil, a personas livianas, escrupulosas, entrometidas, indiferentes. Tales espíritus difícilmente podrían entender la grandiosa sencillez de las cosas espirituales.

Ni se puede esperar mucho provecho de aquellos que leen muchos libros sobre la oración únicamente por curiosidad y con espíritu crítico.

En cambio, aquellos que son sensibles a las inspiraciones del Espíritu que llama al amor, podrán obtener buenos y abundantes frutos.

Hay realmente personas que tienen consciencia de falta de oración en sus vidas y sufren por ello. A éstas les falta muy poco para que se conviertan y entreguen a la oración. El encuentro inesperado con una buena lectura, un retiro espiritual, una reflexión más profunda, puede marcar el inicio de un completo cambio en su vida espiritual. Basta con que soplen con cuidado en el pequeño fuego para que, poco a poco, la hoguera del amor aumente, prospere y se agigante.

Lo más importante en la búsqueda de una vida de oración más auténtica es la actitud permanente de escucha de los impulsos del Espíritu Santo. Él alienta en todos nosotros y suspira ininterrumpidamente en deseos de nacer en nuestras almas.

Por otro lado, la vida del espíritu solamente es posible en un clima de oración. Pero el Espíritu Santo no puede nacer en el alma de aquel que se le resiste, de aquellos que no lo reciben. Este es, siempre, un problema personal de cada uno de nosotros, problema del que sólo nosotros somos responsables.

Dios llama a todos a una vida de amor y de unión con Él. Y no sólo llama de manera general, por medio de su Palabra escrita en la Biblia, sino que, personal y concretamente, se dirige a todos y cada uno de nosotros, llamándonos por nuestro propio nombre, de tal modo que no nos quede la menor duda de su llamamiento. Todo el que oye su voz no puede por menos de reconocer: "¡Está conmigo!... No hay engaño: Él es quien me llama..."

¿Cómo podría yo reconocer concretamente esta llamada personal? Es relativamente sencillo. Basta con recogerme en lo más profundo de mi intimidad, de mí mismo, y examinar mis deseos. Estos pueden ser bastante numerosos. Examinar si entre ellos no existe aquel que se relacione con el sentimiento y el anhelo de una relación más íntima y más familiar con Dios.

Estoy seguro de que alguna vez en tu vida experimentaste el fenómeno emocional de un cierto enamoramiento por alguna persona particularmente atrayente. Y si ello fue así, ese sentimiento creció y creció... Es posible que, en este caso, no haya ocurrido nada concreto entre ti y esa persona en el sentido de un encuentro personal. Con todo, es probable que la experiencia te haya dejado aparcado para el resto de tu vida.

La atracción emocional y afectiva hacia una persona determinada puede describirse como un deseo de aproximación, de unión, de comunión con ella. Y ese deseo no tiene su origen en el sujeto, es decir, en el que lo experimenta, sino que, por el contrario, nace en el objeto considerado en nuestro caso -en la persona que nos atrae-.

En la fenomenología del amor humano podemos afirmar con razón que esa persona que nos atrae llama. Y llamar de esta manera significa hacerse presente para darse a conocer, despertar en nosotros interés y aceptación, hacerse desear.

Dios nos llama mostrándosenos como el grande, inmenso y único valor capaz de satisfacer nuestras ansias de unión, de intimidad y de comunicación.

Todos los amores humanos a personas y cosas acaban por decepcionar la profunda exigencia del corazón del hombre, tal como dice san Agustín por propia experiencia: "El corazón del hombre está inquieto, y no descansará hasta que descanse en Dios".

El amor que Dios nos tiene es tan grande, que literalmente él nos ata a sí. El comportamiento de Dios para con nosotros es semejante a aquel con el que la madre ata a su hijo consigo misma con los lazos de su innato amor materno. En definitiva, que nadie puede resistirse a un amor tan atractivo y seductor.

Si realmente prestamos atención a nosotros mismos, es imposible no escuchar la voz misteriosa, delicada, seductora y, al mismo tiempo, poderosa y muy tenaz que nos llama al encuentro. El Señor nos hizo para él. Por eso jamás se desinteresará de nuestro destino. Constantemente nos persigue con amabilísima y seductora importunidad. Ni de día ni de noche nos deja de su mano. Siempre nos sigue la pista. Siempre nos sigue de cerca. Nunca nos pierde de vista. ¡Oh, si supiésemos ver y escuchar!...

¡Estimado lector! Si lees estas páginas con interés, supongo que eres uno de esos privilegiados -cristiano, seglar, sacerdote o religioso- que Dios llama para estar más cerca de él.

¿Por qué esta distinción y regalía? Éste es un misterio de su amantísimo corazón. Como nosotros, los hombres, él tiene sus preferencias. Y podemos suponer que su predilección es por aquellos que son internamente más sensibles a sus gestos, a sus palabras. A la menor señal de correspondencia por nuestra parte, él, por así decir, moviliza toda su generosidad y benevolencia para conquistarnos definitivamente. Y no se deja vencer en generosidad. Nos gana, sencillamente, por la grandeza de su munificencia, por la riqueza de sus dones.

Sería extremadamente difícil, si no imposible, amar a Dios si no supiéramos que él nos ama por encima de cualquier medida imaginable. No contento con amarnos de esta manera tan maravillosa y tan incomprensible, él quiso incluso hacernos experimentar ese su inconmensurable cariño que nos tiene. ¡Cuánta gentileza por su parte!

La mejor respuesta que podemos darle será, ciertamente, el aprovecharnos totalmente de ese empuje, de ese vivo deseo que él pone en nosotros para que le acompañemos en el camino de la perfección.

Vivir con él, caminar con él, lo facilita todo. ¿No sería precisamente esto lo que Jesús nos quiso dar a entender cuando dijo: "Venid a mí todos los que estáis cansados y yo os aliviaré"? (Mt 11,28).

 

 

 

 

 

 

 

ESCUCHAR Y RESPONDER

La reflexión más profunda sobre el insondable amor de Dios por nosotros nos deja francamente perplejos. Si nos detuviéramos a considerar nuestra realidad humana personal, no podríamos entender fácilmente el porqué de ese privilegio. ¿Mérito personal? ¡Decididamente, no! ¿Quién soy yo? Nada más que un simple hombre, una simple mujer, como millones de hombres y mujeres. ¿Por qué esa elección a dedo de unos pocos? "Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos" (Mt 22,14).

En realidad, todos somos llamados. Parece que todos somos candidatos. ¿Pero los seleccionados?... ¿Quiénes son los llamados? De acuerdo con la palabra de Dios, con el evangelio de Cristo, todos aquellos que responden de algún modo a la invitación de trabajar en la viña del Señor reciben la recompensa según sus obras, según el trabajo que realizan. Habrá sin duda una diferencia en la manera de ser tratados por el dueño de la viña. Al final habrá sorpresas en la manera de ser juzgados por Dios, que conoce todos los secretos del corazón humano. Sucederá que algunos -los humildes, los sencillos, los desinteresados...-, tenidos por últimos, serán preferidos a los que el mundo juzga por primeros, más dignos, más importantes.

Aquellos que descubren la oración y la belleza espiritual de la intimidad contemplativa con el Señor están muchas veces expuestos a una peligrosa tentación: o de orgullo o de autocomplacencia. Pueden sentirse llevados a creer que tienen algún mérito en las cosas maravillosas que el Señor comienza a obrar en ellos. Mas eso es puro engaño. Se trata de una mentira como cualquier otra y, como dice el refrán, "antes se coge a un mentiroso que a un cojo". Ese tal no irá muy lejos.

Todo lo que de bueno acontece en el hombre que se entrega a Dios es fruto de la gracia únicamente. Esta es fuerza, energía, capaz de hacer crecer en la vida espiritual.

Tiene su origen en Dios mismo. Basta con que el Señor suprima ese auxilio para que el hombre vuelva a su miseria anterior. "Sin mí, nada podéis hacer". Suprímase la luz o el calor del sol y la humanidad entera, y la planta más robusta acaba por perecer o morir miserablemente.

¡Ay de la flor que se envaneciese, atribuyéndose a sí misma el brillante colorido de sus pétalos, su exquisito perfume, la robustez del tallo en que se yergue altanera!

La marca de autenticidad de vida de oración es la humildad. El sincero reconocimiento de que todo lo que de bueno acontece en torno a nosotros es obra del Señor.

Es preciso reconocer también lo mucho que el Señor hace por nosotros de manera totalmente gratuita, y ¿quiénes somos nosotros para que él se digne inclinar-se ante nosotros? ¡Jamás podremos comprender por qué Dios nos ama tanto!

Pensar que Dios me ama más que a mis hermanos por el motivo de ser capaz de rezar mejor que ellos es una puerilidad. Puede ser señal de estar en un doble error: primero, porque pensar que rezo mejor que los demás es una mera suposición egocéntrica; segundo, porque seria inequívocamente un pensamiento de orgullo, capaz por sí solo de infeccionar de falso y negativo cualquier grado de vida de oración.

La santidad no es fruto espontáneo de la llamada o invitación del Señor. Judas Iscariote también fue llamado, y sin embargo... Tampoco un cierto progreso en la vida de oración es garantía de salvación. "Sólo quien persevere hasta el fin, será salvo". Poner la mano en el arado y mirar atrás implica un grave riesgo de echarlo todo a perder. Sólo la gracia de Dios puede ayudarnos a perseverar en el esfuerzo de "orar siempre, y orar sin desfallecer".

Esta aventura divina no depende exclusivamente de la voluntad del hombre. Un mínimo de colaboración humana para asegurar el éxito en esa aventura es la sincera disposición de querer caminar y de ser dócil para dejarnos llevar de la mano de Dios, que nos ayuda y nos sustenta.

Ningún niño aprende a caminar si no tiene deseo de hacerlo por si mismo o lanzándose a la aventura ante las manos cariñosas y acogedoras de la madre, que le estimula y regocija con sus pequeños pasitos.

Se trata, por tanto, de no desalentarnos jamás, de confiar alegre y humildemente en la poderosa mano paternal de Dios. Ninguno más interesado que él en el éxito de nuestra amorosa iniciativa de corresponder en su plan de amor.

Lo más importante que él nos pide para alcanzar el objetivo de unión, de comunicación de amor mutuo, es que nos dejemos amar por él. El resto -él lo sabe muy bien- vendrá por sí mismo, porque "amor con amor se paga". La reacción más espontánea del amado es la de corresponder a ese irresistible estímulo. Es difícil, por no decir imposible, no amar a quien nos ama.

Por otra parte, es necesario, en este asunto, tener siempre presente la advertencia que Jesús nos hace en su evangelio: "Sin mí nada podéis hacer". Y es verdad. Por eso, en la vida espiritual la iniciativa siempre es de él. Nos corresponde a nosotros abrirle nuestro corazón, acoger y permanecer atentos a todo lo que ocurra en el diálogo extraordinariamente constructivo de nuestra completa realización humana.

Si sabemos corresponder a la maravillosa invitación del Señor, es seguro que nos veremos envueltos en acontecimientos también maravillosos y extraordinarios. El es sencillamente insuperable en generosidad, en magnanimidad. No existe una madre que se le pueda comparar en cuanto al amor que nos tiene. En la parábola del buen pastor, Jesús se esfuerza por darnos a entender algo de esa su disponibilidad, de su amorosa preocupación por nosotros. Basta con leer con atención a los profetas en los pasajes en que él mismo se nos presenta como pastor enteramente consagrado a nosotros, como al rebaño cuyo pastoreo le fue confiado por el Padre. Él nos alimenta con su amor y emprende cualquier iniciativa salvadora con todos aquellos de nosotros que andan extraviados, expuestos a ser devo-rados por el lobo.

En el ejercicio de la búsqueda de intimidad con Cristo es mejor no preocuparse mucho por el pasado histórico de la propia vida. Recordemos aquí que "agua pasada no mueve molino". Que el pasado es cosa muerta. Es innegable que muchos aspectos de nuestra actualidad personal tienen su origen en nuestro pasado. Mas preocuparnos excesivamente del pasado para mejor comprender nuestro presente, nuestra manera de ser en algunos aspectos &endash;psicoanálisis-, no es precisamente lo mejor para modificar nuestra situación actual.

La mayoría de las personas deseosas de cambiar la vida obtienen mejores resultados cuando dejan de preocuparse de su pasado histórico para confiar más en la misericordia de Dios. Por mucho que lloremos a los muertos, no lograremos traerlos nuevamente a la vida. Por el contrario, puede morir un poco el que los llora. Es mejor mirar adelante y hacia arriba. Ver lo que podemos alcanzar. Descubrir nuevas posibilidades. Elaborar un proyecto generoso y poner manos a la obra. Tomar ánimos y llegar a una decisión. Después, experimentar sencillamente. Y si es necesario, recurrir a algún experimentado amigo que nos pueda ayudar, que sepa apoyar y estimular.

Lo primero que hay que hacer, si queremos comenzar una vida de oración o profundizar en ella, si ya existe, es alimentar el deseo de una mayor intimidad con Dios, con Jesucristo, con la santísima Virgen. El deseo de éxito personal en esta empresa es condición previa para el triunfo. El deseo de alcanzar el objetivo, visto como un valor por el cual vale la pena luchar, es el motor capaz de mover la máquina.

Las sucesivas etapas recorridas con éxito constituyen un motivo poderoso para continuar adelante. La sensación grata de contabilizar resultados positivos es como una inyección de energía que nos permite arremeter y superar cualesquiera dificultades.

De este modo, el proceso de crecimiento, el avance y la progresiva aproximación al objetivo propuesto se suceden ininterrumpidamente.

La alegría de vivir no está ligada al hecho de ser adulto. Nace de la consciencia de que vamos creciendo día a día. En la vida espiritual nadie llega a la plena madurez. Siempre tiene un margen para avanzar un poco más en el sentido de la santidad y de la perfección de Dios. Por eso no hay ni habrá nunca un "¡basta ya! Ya alcancé la meta"... La oración es vida, y ésta tiende a no acabar. Muerte, en el sentido común de esta palabra, es transformación: el aspecto material de la vida cesa y el aspecto espiritual de la misma se intensifica y eterniza.

En la vida espiritual el hombre vive en la verdad en cuanto progresa en ella. La vida espiritual es análoga a la vida biológica. Tiene su origen en Dios, pero su conservación y progreso dependen de la colaboración del hombre. Compete al hombre alimentarla. Dios quiere ser amado por encima de todas las cosas. En realidad quiere todo nuestro amor.

La disposición personal de no negarle nada, de no resistírsele, de vivir sólo para él, es el tipo de cooperación que él espera de aquellos a quienes él concede el privilegio de sus dones divinos.

La gran pregunta que nos hacemos es: ¿Qué haremos y cómo viviremos, en la práctica, para mantenernos y para crecer continuamente en la vida espiritual?

En el capítulo siguiente nos ocuparemos de esta cuestión.

 

 

 

BUSCAR A DIOS

¿Cómo hacer oración contemplativa? Hay un camino a seguir si no queremos fallar el objetivo. Todos hemos aprendido en el catecismo de la doctrina cristiana que "orar es levantar el corazón a Dios".

Pues bien, la palabra corazón asume aquí un concepto bien preciso. Incluye las ideas de pensamiento, de imaginación, de sentimiento, de deseo... "Levantar el corazón" es, por tanto: actuar voluntariamente sobre el pensamiento, la imaginación, la fantasía, el sentimiento y el deseo para hacerlos converger en un único objetivo: DIOS.

Sí, hemos de dirigirlos todos ellos a Dios al modo como, durante la noche, dirigimos el haz de luz de la linterna sobre un determinado objeto para poderlo conocer mejor. La intensidad de amor a alguien o a una cosa está siempre subordinada al grado de conocimiento de ese objeto.

Hemos de conocer mejor a Dios para amarlo inevitablemente más, porque él es la síntesis de todo aquello que fascina y seduce al hombre: el bien, la verdad y la belleza.

Contemplar es sentirse encantado y deslumbrado con la visión de la realidad de Dios en un suave movimiento de amor. Y el amor viene siempre acompañado del deseo de aproximación y de unión con el ser amado.

Dios provoca ese movimiento de amor irresistiblemente en aquel que lo descubre y observa cómo es. Bastará que el sujeto concentre toda su atención y todo su deseo en él, y que mientras medita no alimente ninguna otra preocupación. La preocupación por otros afanes impide el fruto de ese esfuerzo por no hacer nada y de permanecer totalmente disponible, abierto y receptivo.

Tratemos ahora del método a seguir para aprender a contemplar.

La contemplación es la oración más perfecta, la que más agrada a Dios. En realidad, existen dos tipos de contemplación: contemplación infusa y contemplación aprendida. Existe la oración de aquellos que, cuando rezan, pasan rápida y espontáneamente a la contemplación sin que para ello hayan tenido que valerse de estudios o de experiencias previas.

Éste es un don que Dios concede a algunas almas, para edificación de los hombres, en la Iglesia. Pero todos los hombres de buena voluntad pueden aprender a orar. La contemplación no es tan difícil como pudiera pensarse.

El ideal de la vida de oración es la oración contemplativa. Esta enriquece de manera extraordinaria a la Iglesia y a la humanidad entera. El hombre contemplativo no se da cuenta del maravilloso efecto de gracia y de misericordia de Dios para con la humanidad pecadora, debido precisamente a esa intimidad amorosa de sus amigos más fieles.

La gracia actúa siempre de manera misteriosa, aun cuando nosotros no podamos percibirlo con claridad.

Uno de los efectos inmediatos, más palpables, de la oración contemplativa es el que experimenta el propio orante: se siente más purificado de sus culpas y fortalecido para resistir sin desfallecer la tentación de relajo y de infidelidad a Dios.

Contemplar no es difícil. Al contrario. Quien descubre y experimenta la vía de la oración contemplativa, luego cae en la cuenta del precioso valor espiritual que acaba de descubrir. Se aferra a ese tesoro con ambas manos y comienza una nueva vida, de acuerdo con su descubrimiento.

Es fácil de entender que ello no es tan difícil. Al contrario. Todo aquel que llega a experimentar lo bueno que es el Señor, cuán suave y sublime, cuán amante y maravilloso es, en su relación íntima con él, no es capaz ya de vivir sin acudir a esa intimidad con el amado. Quien se expone al amor del Señor y se deja conquistar por él, nunca más puede dar marcha atrás, porque es sencillamente incontrovertible.

Es difícil que Dios se nos manifieste directamente de modo espontáneo. Él quiere que le busquemos, que le deseemos. En fin de cuentas, a nadie le gusta hacer visitas a quien manifiestamente se muestra hostil o indiferente con el visitante. Sin embargo, el Señor está siempre esperándonos. Permanentemente nos invita a que acudamos a la cita. Él sabe esperar con infinita paciencia. "Mirad que estoy a la puerta y llamo: Si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos" (Ap 3,20).

Si oyésemos su voz y si atendiésemos su vehemente llamada al encuentro, Jesús no sería solamente un huésped, sino que fijaría su morada definitiva en nosotros. Pues ¿acaso él no es Dios?... ¿El no es el amor?... ¿No es él quien nos persigue, nos busca incesantemente porque nos quiere a toda costa?... Bástenos recordar que él murió por nosotros, para poseernos eternamente.

Transformarse en persona contemplativa es empresa que produce resultados verdaderamente duraderos sólo a largo plazo. Se trata de un trabajo personal que requiere un gran esfuerzo y gran insistencia. Perseverancia.

Al comienzo parece más difícil. Se puede tener la impresión de no sentir nada más que un vago impulso hacia Dios, apenas perceptible, en las profundidades de nuestro ser. Se puede sacar la impresión de que "esto no es para mí". Pero esa dificultad es sólo un muro entre Dios y el alma que le busca.

Ante esta dificultad, el alma contemplativa puede sentirse como abrumada: sencillamente, asustada. Por eso es muy importante no desanimarse nunca. Hay que seguir buscando. Creer en la posibilidad de superar el obstáculo estimula la perseverancia en el esfuerzo. Si realmente insistimos en él, el éxito será seguro.

Una de las condiciones para no descorazonarse nunca ante las dificultades, en el camino de la oración, es alimentar constante y suavemente el deseo de dejarse atrapar por Dios, que nos llama. Este deseo existe, al menos en potencia, en el corazón de todo hombre. Se trata de un don de Dios, de una semilla que germina y se desarrolla, convirtiéndose en planta frondosa cuando se la cultiva convenientemente.

Es preciso aprender a ser paciente y esperar en la oscuridad de la noche hasta que venga la luz del día Pero es muy importante saber que esa luz esperada es el mismo Dios.

Vivimos ordinariamente en la oscuridad. ¿Y qué hacemos mientras la luz no aparezca? Hay quien se resigna a vivir como los topos, acomodándose a la oscuridad más absoluta. Hay también quienes velan y se preparan diligentemente para la gran fiesta de la luz del día que se aproxima. Saben que es inútil maldecir las tinieblas. Suspiran, en cambio, llenos de esperanza y otean el horizonte oriental, por donde deberá aparecer la aurora. Tienen la certidumbre de que el nuevo día vendrá y se disponen atentos para acoger la luz, cuya presencia significará un gran cambio: tendrá lugar el encuentro amoroso largamente esperado.

Es, por tanto, necesario aprender a vivir en la esperanza, sin desalentarnos jamás. Esperar significa aguardar pacientemente, pero con vivo interés y con la certeza de que Dios no nos fallará. "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Porque el que pide recibe, el que busca halla y al que llama se le abrirá" (Lc 11,9-10).

Los impacientes, infantilmente impulsivos, no saben esperar. Por eso alcanzan poco. Ignoran que en el reino de Dios de este mundo las cosas se acomodan a la naturaleza de aquel que camina sin prisas. El reino de Dios en nosotros "es como el grano de mostaza, que cuando se siembra es la menor de todas las semillas, pero luego de sembrado crece, se hace mayor que todas las hortalizas y extiende de tal modo sus ramas que las aves del cielo pueden cobijarse bajo su sombra"... (Mc 4,31-32). En el esfuerzo por aprender a contemplar hay también un tiempo para sembrar, otro para germinar y todavía un tiempo más largo para desarrollarse, para crecer.

Y en tanto no sepa VER a mi Señor, en tanto no aprenda a distinguir su voz característica de pastor, de padre, de hermano, de amigo, en medio de la barahúnda del mundo, debo continuar buscando. Debo buscar y, sobre todo, ESCUCHAR. Escuchar con mucha atención, porque la voz del Señor es delicada, muy dulce y apacible. Es sutil y misteriosa.

Para VER a Dios en esta vida, para oírlo hablar aquí, en la tierra, es necesario permanecer en la oscuridad de la fe, con los ojos hechos a las realidades materiales del mundo. Es necesario recogerse en silencio y en la paz de la oración, de la consciencia, lejos del mundo de los ruidos y de los sonidos, que inundan los espacios y hieren nuestros oídos externos. Abrir de par en par las puertas del corazón a la llamada del Señor y esforzarse por alimentar de continuo el deseo de que Jesús venga, que se manifieste, que se revele, que nos hable.

Pero ¿cómo podremos verle si no miramos? ¿Cómo podrá entrar en nosotros si nos mantenemos encerrados? ¿Cómo podrá manifestársenos si no somos atentos con él? ¿Cómo se nos va a revelar si estamos ocupados con cosas que nada tienen que ver con él? ¿Cómo nos hablará si no le escuchamos?

 

 

 

 

 

AMAR

La auténtica experiencia de Dios es una vivencia espiritual al alcance de todos. Raras veces es totalmente gratuita. Corresponde más bien al fruto natural de un esfuerzo personal hecho de deseos, de intereses, de busca, de iniciativa, de esfuerzo perseverante...

La actitud personal de esa búsqueda y de ese esfuerzo ha de ser la brújula que apunte siempre al norte.

Los deseos, los intereses, las búsquedas y los esfuerzos personales orientados hacia otros objetivos obstaculizan la ejecución de un proyecto formal de mejorar la vida de oración. La orientación real en sentido de Dios y la coherencia de las actitudes internas y externas y del comportamiento comprueban la sinceridad de nuestro propósito.

El hombre ha sido creado para amar y ser amado. Por eso nadie escapa de la necesidad de optar entre amar y ser amado, por un lado, y ser neurótico y humanamente destruido, por otro.

El amor humano es hermoso es importante, pero al mismo tiempo, es muy precario e insuficiente para satisfacer toda la necesidad afectiva del hombre. Sólo Dios puede satisfacerle plenamente. Nuestra inteligencia es demasiado pequeña para comprender a Dios en su inmensa grandeza. Sólo el amor puede conocerle con mayor profundidad.

Los dones más finos que Dios nos concede son los de la capacidad de conocer y de amar. Pero, a pesar de nuestra probada capacidad de inventar, de crear, de analizar y de sintetizar, jamás llegaremos a entender totalmente a Dios con nuestra inteligencia limitada. Todos, sin embargo, podemos sentirle y percibirle a través del amor.

Por el amor nos fijamos en el objeto amado, le acariciamos, le abrazamos, hacemos que entre dentro de nosotros. La unión hecha de amor transforma a los amantes en una sustancia nueva; nos unifica en un nuevo ser: el hombre-Dios o el Dios encarnado.

El amor y el odio transforman siempre sustancialmente a las personas. Pero, a través del amor de Dios, nos injertamos con él en el universo de las cosas existentes. Trascendemos, por tanto, la simple condición carnal de hombres. La comunión con Dios es, en cierta manera, eterna como el mismo Dios. Experimentar el amor de Dios en la intimidad de comunión con él es como pregustar la felicidad eterna.

Rezar, contemplar y vivenciar íntimamente la presencia de Dios en nuestra vida es, siempre, gozar por anticipado la bienaventuranza del cielo en la tierra.

Si estuviésemos libres de pecado, rezaríamos y contemplaríamos espontáneamente, sin dificultad. El odio es consecuencia del pecado. Por eso, a pesar de no poder vivir equilibradamente sin amar y sin ser amados, no siempre es fácil satisfacer adecuadamente esa necesidad psicológica fundamental. Si tenemos dificultad natural en amar verdaderamente a nuestros hermanos -los hombres-, a quienes percibimos y tocamos en sus formas concretas y materiales, tanto más difícil resultará amar a Dios invisible, al que no podemos oír, tocar ni percibir con los sentidos externos.

Para el pecador -y todos somos pecadores- se hace más difícil aprender a meditar y contemplar. Mas el amor contemplativo cura las heridas del pecado y capacita al hombre para poder amar nuevamente. El más sincero y eficaz amor de Dios puede nacer precisamente en el abismo del pecado. Son innumerables los santos y los convertidos de todos los tiempos que recuperaron la visión de Dios justamente cuando se encontraban en el fondo del pozo de miseria espiritual.

Cito solamente unos pocos ejemplos: san Pedro, santa María Magdalena, san Pablo, san Agustín, el hijo pródigo de la parábola puesta por Cristo, la oveja perdida que nos relata en otra célebre parábola, etc.

En muchos casos, la experiencia del pecado parece ser, incluso, condición para un verdadero y gran amor al Señor. Pero esto no es para asombrarnos de ello después de la categórica afirmación que él nos hace: "No he venido para los justos, sino para salvar lo que estaba perdido..., para curar a los enfermos..., para salvar a los pecadores..."

Cristo afirma también de manera elocuente: "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve que no necesitan conversión...

El que nunca pecó difícilmente puede valorar la misericordia infinita de Dios. Sólo la santísima virgen María es una prodigiosa excepción de esta regla. La Virgen inmaculada, más que cualquier pecador, reconoce la inmensa misericordia y el inimaginable hecho de la encarnación del Verbo. Pero el inusitado acontecimiento, que nadie comprende mejor que ella, hace también que sólo ella pueda exclamar humildemente: "Engrandece mi alma al Señor y se llena de gozo, porque ha mirado la humildad de su esclava y ha hecho en mí cosas grandes el todopoderoso..." Y llena de júbilo, termina su canto diciendo: "La misericordia del Señor se extiende para siempre sobre todos los que le temen...

En el esfuerzo del descubrimiento y del aprendizaje en el arte de la meditación contemplativa, la cuestión del tiempo y la manera de emplearlo es muy importante.

Para cada persona, el tiempo tiene un significado particular. Hay personas muy activas que se quejan de falta de tiempo para hacer todo lo que quisieran hacer. Otras personas, sin embargo, se interesan mucho más por las diversiones que por iniciativas creadoras, y viven generalmente aburridas por no saber cómo pasar el tiempo.

Aquellos que aman la vida y se interesan por realizarse en ella, mediante el empleo de sus cualidades humanas, consideran el tiempo como algo muy precioso. Saben que de un momento de ese tiempo de que ahora disponemos pueden depender decisiones de valor inestimable para su existencia. De la más mínima parcela de ese tiempo de que disponemos pueden depender la felicidad o la infelicidad eternas.

A excepción de un planteamiento y cálculo acerca de una actividad que debamos desarrollar o de una obra que vayamos a realizar, la preocupación por el futuro es siempre tiempo perdido. Dios no da el futuro. Da únicamente el tiempo presente. Cada uno es responsable únicamente de lo que hace en el tiempo presente que le es concedido. El presente es uno de los dones más ricos que Dios nos da. El lo pone enteramente a nuestra disposición como una oportunidad para realizarnos de acuerdo con el destino para el que fuimos creados.

Es más fácil vivir el presente que calcular nuestro porvenir con un futuro siempre inseguro. Preocuparse excesivamente del pasado tampoco es ser inteligente.

El psicoanálisis, con sus interminables exámenes del pasado de una vida, tiene sus límites, a partir de los cuales resulta ya perfectamente inútil. Lo que realmente importa en psicoterapia no es el análisis del pasado. Antes está el examen y el descubrimiento de lo que, a partir de ahora, esa persona podrá hacer con la mayor parte de las consecuencias sacadas de los acontecimientos del pasado.

El pasado ya está muerto y el futuro es incierto. Únicamente podemos aprovecharnos del presente para equilibrar de la mejor manera posible la parcela de vida que el Creador nos concede sobre la tierra.

El futuro no se construye con el pasado. El valor o calidad de nuestra existencia depende únicamente de lo que escojamos, decidamos y realicemos en el aquí y ahora de cada nuevo día que nos es dado vivir.

La responsabilidad personal por el uso del tesoro del tiempo que a cada uno de nosotros se nos concede puede angustiamos. Lejos de Jesús ese sentimiento puede incluso perturbar profundamente una personalidad recta y leal. ¡Pero cerca de Jesús ese temor no tiene sentido, puesto que, para sus amigos, él es la providencia que satisface todas sus necesidades!

Él lo sana siempre todo y a todos nos tranquiliza. Aquel a quien Jesús ama recibe de él más aún de lo que necesita para volver a recobrar la paz interior.

Cristo nos enseña, con su ejemplo, la manera de hacer un uso consciente y correcto del tiempo. íntimamente unidos a él por el amor, entramos a participar con él del tesoro infinito de su misericordia y de su bondad. Él espera y anhela esa unión de intimidad amorosa y se siente feliz en nuestra compañía.

En la medida en que vamos creciendo en esa divina unión, participaremos también del parentesco con su gran familia de santos.

El que ama nunca pierde el tiempo, ya que el tiempo mejor empleado es aquel que pasamos en la intimidad amorosa de Dios. "Marta, Marta, andas muy inquieta y te afanas por muchas cosas. Pero una sola es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada" (Lc 10,41-42).

La formación para el verdadero amor a Dios y a la Virgen requiere tiempo, esfuerzo y perseverancia. El amor de Dios es un don. Nadie lo recibe sin el esfuerzo personal para conquistarlo. En la medida en que crecemos en el amor de Dios, ese mismo amor nos fortalece y nos anima a perseverar en nuestro esfuerzo y en nuestra generosidad.

 

 

 

DESCUBRIR

Meditar es una de las cosas más hermosas que el hombre es capaz de hacer. Practicar la oración contemplativa es la experiencia más sublime, una de las que más deleitan el espíritu humano. Los efectos humanos y espirituales que produce son estupendos. San Pablo, que fue uno de los mayores contemplativos del cristianismo, dice de esos efectos: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente humana lo que Dios ha preparado para los que le aman" (1 Cor 2,9). Uno de los efectos más palpables de una oración contemplativa auténtica, fácilmente apreciada por el que la practica, es un vivo e irresistible deseo de estar siempre con el Señor. Ese deseo se agranda y se impregna de diferentes aspectos de vida práctica. El contemplativo ya no consigue disfrazarlo en su pensamiento, en su sentir, en su orar. El amor apasionado por el Señor que le anima se trasluce en su mirada, en su cara, en sus actitudes, en sus gestos y en su comportamiento en general.

En la apariencia de conjunto que refleja su personalidad se observa inmediatamente un profundo recogimiento.

Los directores espirituales, generalmente profundos conocedores de los caminos de Dios por propia experiencia, acostumbran a poner en guardia al novel contemplativo para que no llegue a ser presa de posibles falsificaciones por parte del común enemigo.

Apuntan como un error de apreciación estados de somnolencia, de fantasía y de sutiles razonamientos propios de personas curiosas o románticas. La oración es verdadera cuando nace de un corazón puro (no desordenadamente apegado a otras personas), sencillo, humilde y sincero. Ejercicios psicológicos propuestos para habituarse a actitudes favorables a la oración contemplativa deben ser superados. Si el aprendiz se acostumbra a tales prácticas y a no seguir el hilo de la experiencia interior, puramente humana, andará seguramente perdido, descaminado.

El hallazgo de la oración contemplativa no es resultado de hercúleos esfuerzos de una fe singular y casi ingenua por un corazón sencillo, generoso y amante que busca afanosamente... Busca trabajosamente a aquel que le llama para el encuentro interior más íntimo de su ser.

En ese trabajo de investigación no hay que forzar la mente ni la imaginación. Basta fijar tranquilamente la atención en aquel de quien se tiene una idea suficientemente clara a través del estudio constante de la Sagrada Escritura y procurar ver en ella las cosas más codiciadas por el entendimiento humano: el bien, la verdad, la belleza y la vida. De hecho, la esencia de todo lo que el corazón humano desea se resume en estas cuatro preciosas palabras. ¡Feliz el que halla ese tesoro!

Pero nadie lo encuentra por una mera casualidad, por un golpe de suerte. Podrán encontrarlo únicamente aquellos que descubran el terreno donde aquél se encuentra escondido.

Para alcanzarlo, es necesario cavar, cavar profundo, muy profundo… Con fe y perseverancia, cualquier persona de buena voluntad puede hallar ese tesoro. El esfuerzo vale la pena. El valor de esa riqueza supera al del oro, al de los diamantes, al de las piedras preciosas del mundo y al de todas las obras de arte creadas por el ingenio humano.

¡Si lo dudas, pregúntaselo, amable lector, a quienes encontraron ese tesoro inestimable de la oración contemplativa!

La labor de búsqueda que lleva al descubrimiento de la oración no se realiza a la clara luz de la inteligencia con que se elabora una investigación científica, sino que es una labor ejecutada en la oscuridad de la fe con el conocimiento de la propia ignorancia y la convicción humilde de no poder entender jamás los arcanos del misterio divino con nuestra limitada inteligencia humana.

Aquí la ciencia humana nada vislumbra. Es sencillamente ciega. Condición previa para buscar con posibilidad de éxito en este terreno que nos ocupa es la humilde convicción de que "si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los que la construyen"... (Sal 126). El camino seguido para esta búsqueda se hace en una total oscuridad. La única fuente de luz es la fe. Si ésta fuere demasiado débil, o quizá no existiese, será totalmente inútil proseguir en el intento.

Pero es necesario recordar aquí que la fe no es un acto de bondad. La fe es una luz interior que nace únicamente en un corazón muy humilde y sencillo, desinteresado, limpio y confiado, como el alma de un niño inocente.

La fe nace por el contacto frecuente e íntimo con el Señor. Puede surgir también por la experiencia de la oración.

¿Y si fueras pecador? Y está claro que lo eres, ya que todos pecamos... Debes saber, sin embargo, que, por el arrepentimiento sincero, el alma negra del mayor pecador, bañada en la sangre redentora de Jesucristo, se vuelve blanca como la nieve. Por eso todos podemos convertirnos en criaturas inocentes delante del Señor.

Aquellos que tienen el valor de convertirse a Dios todos los días son firmes candidatos al premio, siempre que tengan fe y perseveren en la búsqueda del gran tesoro... El Señor os guiará y conducirá de la mano a través de la estrecha senda que conduce al escondrijo de ese tesoro.

Entre Dios y nosotros hay una densa oscuridad. En este terreno, con la inteligencia humana, no es posible ver nada a un palmo de nuestra nariz. Esta es otra realidad, en nada semejante a la del mundo en que vivimos: el mundo material.

Por muy aguda que sea nuestra vista fisiológica, ésta no alcanza más allá de la materia que nos rodea. Aquí no existen microscopios electrónicos ni poderosos telescopios como el de Palomar, ni radar u otros instrumentos que nos permitan vislumbrar la menor señal de esa otra realidad.

Sin embargo, existe, nos rodea y nos toca directamente como el aire que respiramos. Y, entre tanto, los sentidos externos nada perciben. Los maravillosos instrumentos fisiológicos -ojos, oídos, tacto, gusto y olfato- no nos pueden ayudar en la localización y en el conocimiento de Dios. Pero sabemos muy bien, sin embargo, que él está muy cerca. Que está dentro de nosotros. Mejor aún: nosotros estamos sumergidos en él. Él nos envuelve completamente, como la luz y las tinieblas, entre las cuales nos movemos de día y de noche. Todo esto lo sabemos; pero no sabemos cómo sabemos la existencia de esa realidad.

No obstante, el misterio de Dios no nos es totalmente ajeno. Todos sabemos que él oculta el mayor tesoro del mundo creado. Todos intuimos también que él está al alcance de nuestras manos. Todos lo deseamos. Sin embargo, la mayoría no hace nada en concreto para conquistarlo. En esto, todo se queda apenas en la forma de un vago sueño. En un deseo ineficaz.

Muchos, seducidos por las señales evidentes de poder localizar y de alargar la mano hacia esa maravilla que no puede compararse con nada de este mundo, se toman el trabajo de alcanzarla sin descanso. Tanto creen en la posibilidad de tener éxito en su búsqueda, que no dudan en abandonar por ella cualquier otra preocupación. Intuyen que con la conquista de ese bien supremo nada les faltará. Confían. Y tienen motivos para creer en la validez de su proyecto. Con mucha humildad y con un granito de fe auténtica allá se va, con la certeza de no volver con las manos vacías.

Para descubrir qué es la oración contemplativa es preciso penetrar en la densa oscuridad en que se oculta Dios y tener el necesario valor de permanecer en esa soledad hasta que se haga luz. Pero la luz no puede aparecer mientras nos hallemos sumergidos en la materialidad de este mundo, en que ordinariamente moramos y nos movemos. No es fácil desligarnos por completo de la materia de que estamos hechos y en la que nos movemos. No es fácil romper las cadenas que nos atan al mundo de las cosas y de los acontecimientos en que estamos inmersos desde que nacimos.

Todo ello constituye una barrera que se interpone entre nosotros, pobres criaturas, y Dios creador, que nos llama, nos atrae y nos seduce por la maravilla que él es. Lo que de él sabemos, por intuición natural, enriquecido por la estupenda revelación que él hace de sí mismo a través de la historia, no deja dudas. Vale la pena sacrificar cualquier cosa para entrar en contacto personal más íntimo con él. Este es un objetivo perfectamente viable, conforme a la experiencia que tenemos de innumerables cristianos de todos los tiempos.

La mayor dificultad en esa búsqueda estriba en saber penetrar a fondo, sin miedo, en esa oscuridad total y descubrir ahí una pequeñísima luz. En la medida en que nos aproximamos a ese casi imperceptible centelleo, aumenta progresivamente en intensidad. Poco a poco nos va revelando todo el contenido sorprendente del que es apenas un insignificante anuncio.

Para tener éxito en esta empresa de descubrimientos es necesario que nos desliguemos de todo lo demás. Este todo lo demás incluye también los acontecimientos que tienen lugar en nuestro interior: pensamiento activo, raciocinio, imaginación, fantasía, emociones, expectativas...

El problema reside en la dificultad de controlar la atención. La actitud interna de quien desea encontrar al Señor debe ser la de la atención dirigida directamente sobre él, sin desviaría hacia otros motivos. Causa de muchas distracciones de ese único motivo necesario son los recuerdos de experiencias anteriores. Los recuerdos son, en sí, prácticamente inevitables.

Existen fundamentalmente dos tipos de recuerdos: los que se refieren a cosas que nada tienen que ver con el Señor, y los que están directamente relacionados con él.

Los primeros nos afectan en el objetivo que buscamos. Los últimos pueden facilitar nuestro trabajo de búsqueda. Pero no siempre podemos elegir libremente nuestros recuerdos del pasado ni siempre resulta posible controlar adecuadamente nuestras preocupaciones. Por eso es prácticamente imposible mantener por largo tiempo la atención concentrada exclusivamente en el Señor.

Las distracciones son inevitables. Pero esto no es motivo para abandonar el esfuerzo por ver el rostro del Señor. Lo importante es que no nos detengamos voluntariamente en la consideración de cosas que nada tienen que ver con nuestro objetivo intencional: el Señor.

Cualquier actividad mental, por muy santa que sea, constituye un obstáculo para la oración contemplativa.

Pensar en Dios o en Nuestra Señora, meditar sobre los atributos de Dios, constituye una actividad mental incompatible con la oración contemplativa.

Contemplar es función pasiva, receptiva, en la que el sujeto permanece fijo, tranquilamente, en el conocimiento del objeto de su amor y reacciona interiormente con sentimientos de admiración, de alabanza, de exaltación... La reacción interna no es provocada por el sujeto. Éste permanece como activo observador, atento únicamente a las revelaciones que le hace el objeto observado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CONOCER AFECTIVAMENTE

No se puede abarcar a Dios directamente con el pensamiento. El escapa a nuestra comprensión intelectual. Quien intenta estudiar a Dios de modo que pueda comprenderlo intelectualmente pierde el tiempo. Dios es un misterio impenetrable. Y un misterio no se discute. Simplemente se acepta. Se admira. Se contempla...

En su inmensa misericordia, Dios tuvo la generosidad de revelarnos algunas cosas de sí mismo, ya sea por sí mismo (AT), ya sea por medio de Jesucristo, el Dios humanado (NT). Por el estudio de esas revelaciones y por el examen detenido de las obras de Dios podemos inferir y profundizar en su conocimiento. Pero ese conocimiento, puramente especulativo de Dios, tiende a permanecer en la superficie de la comprensión intelectiva de Dios.

El saber puramente intelectual no es virtud que mejora la calidad del ser. Los cambios en la persona, en sus actos y en sus comportamientos tienen su proceso en aquello que siente, en lo que el sujeto experimenta a nivel de sus sentimientos y de sus emociones.

Alegría, paz, odio, envidia, amor, celos, tristeza... son sentimientos que cualifican las actitudes internas y externas, el comportamiento y la conducta. El comportamiento y la relación de una persona que ama a sus semejantes son muy diferentes de aquellos de las personas que odian a sus prójimos. El individuo deprimido comunica algo de su tristeza y de su pesimismo a las personas y a las cosas con las que se relaciona.

La conclusión de todo cuanto arriba llevamos dicho es que lo importante en nuestra relación con Dios no es comprender todo aquello que se refiere a dichas cualidades, sino más bien centrar todo nuestro interés en amar a Dios con todo nuestro corazón.

Pero no se puede amar lo que no se conoce. Dos personas que se aman no se aman porque lo saben todo la una de la otra. Mi madre ama, ciertamente, el fruto de sus entrañas, pero está muy lejos de saber todo aquello que se refiere al hijo que engendró.

De semejante manera, para poder amar a Dios es necesario un mínimo conocimiento suyo: que él es nuestro Padre; que él nos ama más que nuestra propia madre; que él nos perdona siempre, si estamos arrepentidos de las ofensas que le hacemos; que él hace cuanto está en su mano para vernos eternamente felices...

Contemplar es amar. Para amar no es necesario conocer exhaustivamente. En base a lo que todos sabemos respecto de Dios, podemos llegar muy lejos del simple saber. Podemos, ciertamente, penetrar en la oscuridad del misterio, pero no para comprenderlo, sino únicamente para maravillarnos, para satisfacer el inmenso deseo de amarle, de amarle por encima de todas las cosas.

Es imposible mantener la mente en blanco: sin imágenes, sin pensamientos, sin recuerdos, sin reacciones a nuestra natural curiosidad de saber.

Las distracciones son un estorbo para la oración y para la contemplación. Tienden a desviarnos de nuestro objetivo: Dios. Para evitar que nos estorben en la oración, es preciso no pactar con ellas. Es necesario estar atento a esa interferencia que puede desviar nuestra atención. Esta debe ser reconducida constantemente al objeto que intencionadamente buscamos. Lo ideal sería que no tuviésemos que luchar constantemente para mantener nuestra mirada interior en Dios.

¡Qué fácil sería orar y contemplar a Dios directa y palpablemente como a un objeto extremadamente seductor para nuestros sentidos externos!

Sin embargo, la realidad espiritual -Dios- no es menos real de lo que la más seductora obra de arte es capaz de ser percibida por nuestros sentidos externos.

Si supiésemos emplear mejor nuestros sentidos internos de la fe, de la imaginación, de la fantasía, de la intuición, de la impresión, del amor..., la diferencia entre la consideración espontánea de un objeto material extremadamente atrayente y la consideración de un objeto espiritual cautivador está en la dificultad de sobrepasar nuestra habitual actitud de sentirnos en un mundo material.

La fuerza de relacionarnos ordinariamente con cosas y con hechos que podemos conocer directamente por los sentidos externos, acaba por embotar nuestros sentidos internos.

Orar y contemplar es, al mismo tiempo, un don y un arte. Si se hace en las condiciones debidas, el diario ejercicio de la oración contemplativa acaba por revitalizar los sentidos internos. Sin su funcionamiento adecuado es inútil el esfuerzo por penetrar en los secretos y en los portentos espirituales de la contemplación.

Por eso el ejercicio diario de la oración en las mejores condiciones subjetivas posibles es un camino natural para descubrir la oración contemplativa. Y esto es más fácil de lo que pudiera parecer.

Son relativamente numerosas las personas seglares que profesan conscientemente un cristianismo de alto nivel. Entre ellas están las que, por el esfuerzo constante e insistente en la oración, llegan a alcanzar un elevado grado de oración auténticamente contemplativa. Este fenómeno tiene lugar incluso en aquellas personas que no han podido nunca disfrutar de una buena instrucción religiosa o de contar con un buen director espiritual.

Por ahí se ve que el Espíritu Santo sopla realmente donde quiere y como quiere. Allí donde existe un corazón sediento de amor, dispuesto a escuchar y a corresponder, allí está él con sus siete dones. Inspira y sopla sobre la débil llama que parpadea, para revigorizaría hasta convertirla en un gran fuego de amor de Dios.

Pero ¿quién es ese Dios al que todos tan ambiciosamente buscan? Es aquel a quien debemos nuestra existencia. Aquel que nos salvó, aquel que es la causa de que ahora mismo tengas este libro en tus manos y lo leas con especial interés.

Dios no puede ser captado ni puede ser comprendido de la manera que captamos y comprendemos una realidad material, científica. Él es directamente intuido y deseado por todos los corazones humanos. Para encontrarlo basta dejarse arrastrar por el secreto deseo amoroso que él mismo pone en nuestro corazón de hombre mortal.

Dios no se esconde por detrás de nuestros pensamientos, por más santos que sean. Pero los santos pensamientos pueden tener, y tienen de hecho, su utilidad. Pueden incluso ayudar a rezar mejor. Pensar en los maravillosos atributos de Dios y en las ricas cualidades humanas de Jesucristo es algo muy bueno. Es bueno recordar la manera suave y amiga con que Jesús se relacionaba con las personas. Es bueno apreciar sus manifestaciones de amor y de compasión por los que sufren, contemplar su graciosa apariencia física.

Es maravilloso también ocupar nuestra fantasía con las extraordinarias virtudes de la santísima Virgen.

Pensar en esas cosas bonitas y reales puede llevarnos incluso a reflexionar sobre la pasión de Cristo, sus causas y sus efectos. Es extremadamente útil tomar conciencia clara de que somos realmente pecadores.

El aspecto negativo de esos piadosos pensamientos es que generalmente no producen efectos de mudanza profunda en la vida de la persona. Pasan y desaparecen sin dejar rastro de conversión en la conducta de la persona. Con todo, no se puede afirmar que los pensamientos, la reflexión y la meditación de la pasión de Cristo y de la condición personal de pecador sean inútiles.

Al contrario, el camino natural en busca de la oración contemplativa pasa necesariamente por tales reflexiones y meditaciones. La reflexión y la meditación sobre la vida y la obra de Jesucristo es el primer paso para iniciarnos en la vida espiritual. Mas para progresar en ese camino de santificación es indispensable superar esta etapa.

Al cabo de algún tiempo, más o menos largo, de fidelidad a esos ejercicios de piedad, que ordinariamente se mide por años, el cristiano y el religioso sienten espontáneamente la necesidad de algo más profundo. Buscan estrechar progresivamente los lazos del amor que ya los atan fuertemente al Señor.

El estudio, la reflexión y la meditación ayudan a conocer mejor a Jesucristo, a la virgen Maria, a los santos... Pero el conocimiento intelectual produce una unión intelectiva. El amor de la inteligencia se mueve a nivel de conocimiento.

"Dios es amor", afirma san Juan. Si el hombre es un ser que, por naturaleza, trata de establecer lazos afectivos con sus semejantes, ciertamente Dios también quiere ser amado del mismo modo que nos amamos unos a otros. De ahí el deseo natural de cualquier persona acostumbrada a la oración, de profundizar cada vez más en el amor que ya la une a Dios.

El medio adecuado para llevar a la práctica ese deseo es el de profundizar en su vida de oración por el método contemplativo. Este método sigue un camino distinto del que se toma en la investigación científica, donde el estudio es de pura reflexión sobre datos de conocimiento intelectual. Por eso, para tener éxito en el conocimiento y descubrimiento de la oración contemplativa, es preciso abandonar un poco los datos que nos ofrece la teología científica y tratar de abordar a Dios de otro modo.

La oración contemplativa se va descubriendo poco a poco, al modo como un niño va conociendo a su propia madre como la persona más importante y maravillosa del mundo. Se trata de la persona en que él confía plenamente, porque se sabe extremadamente amado por esa mujer que él llama mamá, madre. La madre lo es todo para el hijo y éste no puede imaginarse nada sin la presencia de aquella mujer que le asegura la propia existencia.

La relación entre madre e hijo sólo se entiende por los lazos afectivos entre ambos. Por eso, el que busca una relación más íntima con Dios comienza por desarrollar sutiles sentimientos de amor para con él. Pero éste es un proceso que brota únicamente en un corazón limpio, capaz de asumir una actitud interna de gran sencillez. El amor más puro es siempre el más simple, sin complicaciones de raciocinio. Es directo y procede siempre con suavidad. No tiene nada de agresivo. El que ama no tiene miedo; simplemente confía.

El pensamiento racional y científico es enemigo de la contemplación. No se puede a un mismo tiempo meditar o amar, por un lado, y raciocinar y desarrollar pensamientos lógicos, por otro.

El pensamiento lógico y el raciocinio son necesarios para realizar cosas útiles, como construir una casa, organizar una industria, desarrollar un proyecto agrícola, fabricar un motor, un automóvil, construir carreteras... Todo aquello que se refiere a la tecnología o a la realización de obras humanas precisa de la inteligencia y de la capacidad de raciocinio del hombre.

Existe, sin embargo, otra categoría de valores; son esas otras cosas inútiles, es decir, aquellas de las cuales el hombre no necesita para vivir, tales como el arte, la música, la pintura, la escultura, el amor, la oración, la poesía, la literatura, el canto... Cosas éstas totalmente innecesarias para vivir. Inútiles, por tanto. Mas, comparadas con esas otras cosas consideradas útiles y necesarias, la última categoría de las cosas inútiles son, con todo, las más sublimes.

Lo que eleva la vida del hombre muy por encima de un simple animal racional y la aproxima a la vida del mismo Dios son precisamente esas cosas sublimes consideradas inútiles. Ellas no precisan tanto de la inteligencia, sino que brotan más bien del corazón humano. Constituyen, eso sí, lo que eleva la dignidad del hombre. Le ayudan a levantarse por encima de la existencia puramente material.

Para profundizar en el amor a Dios, ciertos autores espirituales aconsejan concentrar todo el deseo de amor en una sencilla palabra, fácil de recordar.

Palabras y expresiones que reúnen estas condiciones son, entre otras: Dios, amor, mi bien, etc. Es importante que la palabra o la expresión elegida tenga un significado especial para quien la elige. Para que ayude a profundizar en la oración es necesario que se trate de un vocablo internalizado. Internalizar esa palabra o frase a que nos venimos refiriendo quiere decir que, poco a poco, debe formar parte de la personalidad global del sujeto, ser parte de su propia identidad. Mi identidad personal es aquella que me hace inconfundible con los demás. Todas las personas son semejantes, pero no hay dos que sean absolutamente iguales. Cada persona es un ejemplar original e irrepetible de la especie humana.

Para obtener ese efecto dinámico de la palabra o frase adoptada es necesario fijarla firmemente en la propia mente. Pasar frecuentemente períodos de tiempo, más o menos largos, con la mente o el intelecto fijos en ella, limitándonos a observar lo que acontece. La mente, ocupada únicamente con la idea que simboliza esa palabra, con el tiempo acaba por absorberla hasta incorporarla a si, como si fuese una parte más de su propia personalidad.

Pero se llega más rápidamente a este resultado cuando la palabra o frase en cuestión se repite, aunque sólo sea con el pensamiento, no digo ya cientos, sino millares de veces durante el día y durante la noche.

Se trata del modo oriental para imbuirse de una idea determinada. En esto consiste el método de El peregrino ruso para aprender a rezar y a contemplar.

Con ese ejercicio, fielmente observado durante algún tiempo, la idea contenida en el lema elegido comienza a resonar continuamente en la conciencia del sujeto en cuestión. Ello equivale a una permanente vivencia de la presencia de Dios.

¿Y qué otra cosa seria la oración profunda y continua de lo que es constante vivencia, consciente o subconsciente, la presencia viva de Dios en nuestra existencia? Para que esto acontezca es necesario evitar a todo trance intelectualizar las connotaciones racionales que el lema escogido pueda sugerir. Es preciso practicarse con sencillez infantil y la frase misma acabará por despertar sentimientos de amorosa relación con Dios. No olvidemos que la oración profunda y contemplativa es semejante a la amorosa relación que se establece entre un niño y su madre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TRABAJO, MEDITACIÓN Y CONTEMPLACIÓN

La curiosidad natural del hombre es prueba de su inteligencia. Esta capacidad nos lleva a observar los fenómenos y a tratar de desentrañar sus causas, su dinámica y sus efectos. Es precisamente desde este conjunto de funciones mentales desde el que nace toda actividad humana y creativa, base de toda organización y de toda civilización.

Las ideas actúan poderosamente sobre las disposiciones, las actitudes y los comportamientos humanos. Las ideas son moralmente neutras. Asumen contornos de bondad o de maldad de acuerdo con el objetivo con que se miren. Ideas y pensamientos positivos evocan sentimientos buenos. Estos pueden ayudar a orar y a crecer en devoción. Pueden llevarnos a exultar de alegría cuando meditamos los misterios gozosos del rosario y pueden hacer llorar de emoción al leer con devoción el relato de la pasión de Cristo... Y pueden hacer estremecer de miedo cuando consideramos nuestras propias infidelidades.

A pesar de ser buena y útil, la piadosa reflexión sobre temas evangélicos, la meditación, como actividad intelectual, no es compatible con la contemplación propiamente dicha.

Contemplar no es pensar. Tampoco es reflexionar o raciocinar, no obstante la utilidad de tales actividades en la vida espiritual. Ciertamente, es muy bueno estudiar y procurar entender la Palabra de Dios. Las ideas claras pueden favorecer la oración contemplativa. Ayudan a penetrar en el conocimiento racional de Dios. Pero ellas, de suyo, no son oración contemplativa. Conocer, comprender y saber son siempre excelentes frutos de la inteligencia que Dios nos dio justamente para eso. La reflexión intelectual sobre la realidad de Dios y sobre la realidad humana puede ayudar a comprender las maravillas de la grandeza, del poder, del amor y de la misericordia de Dios y la miseria humana. De esta manera, la meditación ayuda a la devoción.

La actividad intelectual de reflexión es fundamentalmente ambivalente. Puede construir y puede también corromper; y puede incluso causar grandes estragos en la vida de una persona. Puede llevar al orgullo, a la vanidad, a la envidia, a los celos, a la agresividad, al odio y a la destrucción.

Quien quiera aprender a contemplar tendrá que vigilar rigurosamente la actividad de su inteligencia para no dejarse arrastrar por sentimientos de orgullo. Debe controlar también con mucho cuidado la natural curiosidad, que busca informaciones sobre las cosas mundanas. La satisfacción de la curiosidad y el deseo inmoderado de saberlo todo despiertan fácilmente egoísmos y ambiciones absolutamente incompatibles con la vida espiritual.

Con relación a la manera de vivir la espiritualidad, se dan básicamente dos diferentes estilos de vida en la Iglesia: la vida activa y la vida contemplativa. Tomando como base la palabra de Cristo, la vida contemplativa es superior a la vida activa. Y esto se deduce inmediatamente de la respuesta de Jesús a Marta, que criticaba a su hermana Maria por permanecer sentada e inactiva a los pies del maestro para escuchar y contemplar su palabra: "Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas; pero una sola cosa es necesaria; María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada" (Lc 10,41-42).

Ambos estilos de vida -vida activa y vida contemplativa- se pueden vivir con diferentes grados de profundidad. El grado más elevado de espiritualidad de la vida activa toca y en cierto modo penetra en el grado menos elevado de espiritualidad contemplativa. De tal modo que, en la práctica, existe una amplia franja de espiritualidad en que la vida activa y la vida contemplativa se confunden.

El autor de este libro trabajó en el campo asistencial con numerosos miembros, tanto de congregaciones de vida religiosa llamada activa como con miembros de vida religiosa llamada contemplativa. Y se encontró también con un buen número de religiosos de órdenes contemplativas que, en realidad, poco o nada tenían de vida contemplativa. Esto nos lleva a pensar que la división de las congregaciones y de las órdenes religiosas, tanto de vida contemplativa como de vida activa, en diferentes categorías es más arbitraria y teórica que real.

De hecho, la espiritualidad cristiana es una sola. Todos los cristianos, seglares, religiosos consagrados de congregaciones activas y religiosos consagrados contemplativos, son llamados a profundizar lo más posible en su vida de oración. Y el grado más elevado de ésta es sin duda la oración contemplativa, cuya cima se llama propiamente contemplación.

La contemplación puede ser infusa o adquirida. La primera forma se concede a algunas almas privilegiadas como un don totalmente gratuito de Dios. La contemplación adquirida es el resultado de un esfuerzo personal bendecido por Dios para crecer continuamente en el amor divino a través del ejercicio de la oración y de la conversión personal.

La vida en la que predomina más la actividad apostólica que la oración propiamente dicha es menos perfecta. Si María, con su actitud contemplativa, "escogió la mejor parte", como declaró Cristo Jesús, es que la otra parte -la de la actividad propiamente dicha- es de calidad inferior.

Cierto que María no podría permanecer durante días sentada a los pies del Señor para contemplarlo. Cristo sabía que el trabajo de Marta para servirle a él y a sus amigos era algo muy valioso y meritorio. El servicio a los hermanos o el trabajo apostólico propiamente dicho es un deber impuesto por Jesús a los que le siguen: "id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado, se salvará; pero el que no crea será condenado" (Mc 16,15-16).

Éste es el trabajo apostólico que Cristo pide concretamente a los que le siguen: predicar el evangelio. Pero la predicación de una doctrina y de un ideal no se hace exclusivamente con la palabra hablada o escrita. Esta continúa también en el modo privilegiado de comunicar el mensaje. Y este mensaje evangélico se transmite asimismo por medio de todo aquello que se puede percibir a través del mensajero.

Todos aquellos que entran en contacto con él, su manera de pensar, de raciocinar, de sentir, de juzgar, de actuar, de relacionarse con los demás, de comportarse en las diferentes situaciones y circunstancias en que el mensajero se encuentre, son a la vez mensaje.

El auténtico discípulo de Cristo presenta algo de misterioso y característico en su manera de ser, típicamente diferente de aquellos que no son discípulos de Cristo. El genuino discípulo de Cristo contagia siempre, por así decir, su propia manera de ser y de manifestarse en todo cuanto dice y hace. Y lo que hace, esa manera tan original de comportarse el discípulo de Cristo, es precisamente por convivir íntimamente con el maestro. "Dime con quién andas y te diré quién eres".

Contemplar es gozar de la constante intimidad afectiva de Cristo. La convivencia amorosa en la oración contemplativa no puede dejar de producir profundas transformaciones, internas y externas, en el contemplativo.

Poco a poco, éste se identifica con el maestro de modo semejante a como, por la convivencia más o menos prolongada del hijo con la madre, aquél acaba identificándose con ella. El hijo adquiere las mismas cualidades de la madre. La identificación es a veces tan marcada que, por la simple observación de la persona desconocida, es posible adivinar su procedencia familiar. Así, el auténtico contemplativo es apostólicamente más eficaz por lo que es que por lo que dice y hace.

El testimonio que todo cristiano y todo religioso consagrado está llamado a dar a los hombres es, sobre todo, el de representar a Cristo reencarnado en el mundo. Y esto es posible únicamente si el cristiano es una persona totalmente distinta de los demás hombres. El verdadero discípulo de Cristo no se distingue de los demás hombres por lo que hace, sino por la manera distinta de hacer lo que prácticamente todos hacen cuando trabajan.

El trabajo es obligación de todos los hombres. Pero orar y contemplar no es trabajar. Es algo mucho más sublime. Es lo que el hombre comienza aquí en la tierra y que continuará realizando eternamente en la otra vida. Es, en efecto, un pálido ensayo de vida eterna en este mundo. Es darle la preferencia debida a la vida contemplativa, ya que en este mundo privilegiamos la actividad apostólica en detrimento de la oración.

Vemos, por desgracia, cómo hay algunos operarios de la viña del Señor que a veces se sienten desbordados por el trabajo y por las actividades cotidianas, hasta el punto de no tener espacio para la oración, con lo cual entran en una senda peligrosa: el error del activismo. Y, ciertamente, el que no reza deja de hacer apostolado. Quien no es amigo íntimo de Jesús, quien ya no tiene tiempo para encontrarse frecuentemente con él para tener un coloquio de intimidad afectiva, no es amigo de Cristo. Por eso esa persona no es apóstol, por más sublimes que sean las obras que realiza. Tal agente apostólico puede ser una bella persona, un profesional competente, pero su obra nada tiene que ver con el apostolado, sencillamente porque aquí ya no hay nada de Cristo.

De todo esto se deduce que la vida cristiana de oración y de contemplación es nítidamente superior a una vida de trabajo supuestamente apostólica, pero a la que le falta el alma de la oración. Y esto vale lo mismo para todos los cristianos laicos en general, así como para todos los miembros religiosos pertenecientes a órdenes y congregaciones llamadas de vida contemplativa o de vida activa. Unos y otros serán apostólicamente eficaces en la medida en que imitaren a Jesucristo y se identifiquen con él en la vida de oración: "¡Vigilad! ¡Sed firmes en la fe! ¡Sed hombres! ¡Sed fuertes! Todo lo que hagáis, hacedlo en la caridad" (1 Cor 16,13).

Advertimos, sin embargo, que cuanto acabamos de exponer no encierra desprecio alguno de las actividades apostólicas en si mismas. Sabido es que, sin las obras de caridad y de apostolado, nuestra fe estaría muerta, como dice san Pablo. El apóstol que trabaja por amor a Cristo deja siempre olor a Cristo en todo aquello que toca. El que permanece constantemente en Dios es siempre apóstol, y todo cuanto hace es realmente apostolado.

El contemplativo en acción es persona que funciona externa e internamente con toda su potencialidad. Piensa y razona con la cabeza, trabaja con los músculos y ama con el corazón. Ser verdaderamente humano es funcionar en todas las dimensiones del propio ser.

Tanto aquel que sólo piensa en trabajar como aquel que únicamente se dedica a la contemplación frustran una importante dimensión de la personalidad humana. En la parte más elevada de la vida contemplativa el hombre trasciende el aspecto animal de su naturaleza para penetrar en las fronteras que separan la naturaleza humana de la naturaleza divina. Y es precisamente entonces cuando el hombre llega a participar de la propia naturaleza divina en comunión de amor con Dios.

En la escena evangélica antes citada, Cristo no desprecia el importante trabajo de Marta al servir a los hermanos. Advierte, eso sí, de la necesidad de saber interrumpir de vez en cuando la obra que nos ocupa en un momento dado para ocuparnos de lleno en lo únicamente necesario: orar y contemplar.

Orar y contemplar significa siempre no hacer nada más que eso durante el espacio destinado a la oración. Ocuparse durante el tiempo de oración en pensar en no sé qué cosas, o preocuparse en qué haré después, hace infructuosa la oración. Cuando se trata de buscar a Dios, el único objeto de meditación y de deseo ha de ser él y nadie más que él.

Rezar y contemplar es estar con Dios y con ningún otro. Y lo mismo se diga de los pensamientos piadosos y santos, que no deben ocupar lugar ni en la cabeza ni en el corazón del hombre en contemplación.

Dios ocupa totalmente todos los espacios disponibles de nuestra persona. Por eso, cuando queremos contemplar, es necesario concentrar tranquilamente toda la atención únicamente en Dios mismo, sin admitir otro pensamiento por más santo que sea. Pero esto no se puede alcanzar por el mero conocimiento. Las realidades espirituales no pueden ser entendidas por nuestra inteligencia humana como entendemos las realidades materiales.

Nuestros razonamientos nunca son pensamiento puro como es, por ejemplo, el pensamiento de los ángeles. La pretensión de querer abarcar a Dios con nuestro pobre pensamiento humano nos llevaría fatalmente al error. Por eso es preferible buscarle con el corazón, como aquel que nos ama, sin que sepamos exactamente cómo es ni conozcamos su insondable y misterioso ser.

 

 

CONTEMPLAR NO ES RACIOCINAR

Pensamientos intelectivos y conceptos exegéticos son prácticamente inevitables durante el esfuerzo de la contemplación. Pero es muy importante no dejarnos enrollar por ellos, ya que, de lo contrario, acabarían fatalmente por transformar lo que debería ser oración contemplativa en simple reflexión o piadosa meditación.

Esta tiende a producir únicamente una adhesión intelectiva a Dios, lo que, en principio, no es oración profunda, capaz de convertir el corazón. La unión afectiva con el Señor lleva a querer estar sólo con él, sin consideración alguna de conocimiento intelectual.

Todo lo que siendo inferior a Dios mismo ocupa nuestra mente constituye, en cierto modo, un obstáculo entre Dios y nosotros. Por eso es necesario estar siempre en guardia, para que, al ocuparnos mentalmente de los atributos de Dios, no perdamos de vista al propio Dios.

Las ideas claras y piadosas con respecto a Dios no Ayudan a captarlo en persona. Únicamente el corazón puede abrazarlo. Un amoroso deseo ciego, dirigido a Dios mismo, es más valioso que cualquier otra cosa que pudiéramos hacer por él.

La experiencia interior de deseo de encontrar y de amar a Dios vale más que cualquier pensamiento piadoso, por más santo que sea.

Hay quienes dudan de que los hechos sucedan de este modo. Sin embargo, otros experimentados maestros de la vida espiritual afirman categóricamente que realmente es así. Esta certeza se basa probablemente en la experiencia personal de esos autores... La certeza del propio saber nace siempre realmente del descubrimiento personal, a través de una experiencia.

La piadosa consideración de los atributos de Dios es, sin duda, cosa muy buena. Meditar sobre la bondad de Dios, sobre su grandeza y su dignidad, sobre su inconmensurable misericordia, es algo sublime.

Pensar en la santísima Virgen, entretener la mente con los ángeles, los santos, las maravillas del cielo, es acto de piedad ciertamente muy meritorio. Pero todo eso no puede alimentar la contemplación.

Para aquel que ha entrado en el reino de la oración contemplativa, esas piadosas consideraciones ya no bastan. Se pierden en la misteriosa vorágine de la contemplación propiamente dicha. Con todo, alabar a Dios por sus admirables atributos y por el gran amor que nos tiene es oración muy digna de elogio. Pero no cabe duda de que reposar en el simple acto de consciencia que tenemos de Dios, amarle y alabarle por lo que él es en sí mismo, es oración de calidad muy superior.

Contemplar no es pensar o raciocinar respecto de Dios. Podemos pensar y raciocinar sobre cosas conocidas, sobre personas, sobre un acontecimiento determinado, sobre informaciones respecto de cosas desconocidas...

Cuando nos paramos delante de una obra de arte para admirarla, para contemplarla, no pensamos ni raciocinamos de una manera activa. El tiempo que pasamos delante de ese objeto se divide espontáneamente en dos tiempos: tiempo de búsqueda activa para descubrir la belleza y valor de ese objeto, y tiempo de pasividad absoluta para admirar y contemplar de vista esa obra de arte que nos ocupa. La visión contemplativa propiamente dicha de un objeto de arte o de Dios es difícil de describir. Pero más difícil aún es definirla.

El acto contemplativo no es acto de conocimiento. Es más bien un acto de gozo o de pura admiración y de asombro ante el objeto en sí.

Podemos conocer muchas cosas. Pero no podemos, sin embargo, conocer al Creador de todas ellas tal como él es. Conocemos algunos de sus atributos porque él mismo los reveló directa o indirectamente.

Podemos, sí, intuir algo de la esencia de Dios. Contemplar es maravillarnos, por intuición, de lo que Dios es en sí mismo, sin que, por otra parte, seamos capaces de llegar a comprender totalmente esa maravilla.

El contemplativo prefiere amar la maravilla que descubre en vez de tratar de comprenderla. Aquí es posible amar lo que no se conoce todavía. El amor puede, realmente, alcanzar y abrazar lo que la mente todavía no conoce.

Así es el amor de la madre para con el hijo que todavía no ha nacido. Si ese hijo que va a nacer, e incluso ya nacido, tuviese alguna noción del gran amor de la madre hacia él, no cabe duda de que éste correspondería también a la madre, que le dio la vida y le sustenta con tanto cariño y dedicación.

Lo que pasa entre Dios y el hombre es algo parecido a lo que sucede entre la madre y el hijo, pero con una diferencia: al comienzo de su existencia, el hijo que va a nacer nada sabe del amor privilegiado de aquella madre respecto al fruto de sus entrañas.

El hijo comienza a amar a la madre poco a poco, en la medida de que es capaz de tomar conciencia del gran amor que ella le tiene. La condición para que él pueda desarrollar ese amor hacia la madre es saber que la madre le ama. Cuanto más la madre ame a su hijo, tanto más éste podrá amarla.

Pero el hombre adulto, al contrario de ese niño recién nacido, sabe que Dios es su creador. Sabe también que el mismo Padre del cielo le ama desde el comienzo de su existencia en el seno materno. "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno... Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mis acciones, se escribían todas en tu libro, calculados estaban mis días antes que llegase el primero" (Sal 138,13-16).

El Creador ama a su criatura mucho más de lo que la madre puede amar a su hijo. Para tener éxito en la oración contemplativa, la condición personal del hombre es saber que Dios lo ama personalmente más de lo que la propia madre podría amarlo. Al tomar conciencia de ese inmenso amor de su Creador por él desde el comienzo de su existencia en el seno materno, el hombre no puede por menos de sentirse inundado por un gran amor a Dios. Y sabido es que "amor con amor se paga

Reflexionar de vez en cuando sobre los maravillosos atributos de Dios -su majestad, su misericordia, su fidelidad, etc.- es incentivo importante para crecer en el amor de Dios. Mas la contemplación va más allá de esas piadosas consideraciones intelectuales. Para lograrlo es necesario dejarse arrastrar del amoroso deseo de alcanzar a Dios mismo, ya que él se esconde en un misterio impenetrable a la inteligencia humana. Pero lo que es imposible para la mente humana, lo puede comprender un corazón amante y apasionado, que vive para Dios.

¿Y qué hacer con los pensamientos que nos distraen cuando queremos rezar o simplemente contemplar a Dios?

Antes de nada, es preciso saber que nadie es capaz de controlar y de gobernar totalmente sus propios pensamientos. Estos son producto de nuestro cerebro rebelde e inquieto. No nos es posible evitarlos.

En estado normal, con ayuda de la voluntad, conseguimos encaminarlos, hasta cierto punto, en la dirección deseada. Mas esta posibilidad está limitada por la propia falta de libertad del hombre.

Esos pensamientos de distracción procuran desviar nuestra atención de la única cosa que en ese momento debería interesarnos. La fuerza de la costumbre hace que tendamos a relacionarnos con las cosas del mundo material a través de nuestros sentidos externos para conocerlas. Mas las cosas del espíritu no pueden conocerse científicamente. Únicamente se pueden alcanzar por la fe, por el amor, por la esperanza... El amor verdadero nace siempre del descubrimiento de los valores que en si encierra el objeto que se propone a nuestra consideración. El amor a la cosas materiales nace con los valores descubiertos por los sentidos externos controlados por la razón crítica. La realidad espiritual, en cambio, escapa por completo a toda consideración que tenga que ver con nuestros sentidos externos. Únicamente puede captarse por la percepción crítica de los sentidos internos: la fe, el amor, la esperanza, el deseo, la intuición, la imaginación, la fantasía, etc.

Hay una curiosidad natural que tenemos para saber quién es Dios y cómo es Dios. Ya sabemos que él es aquel que nos creó a nosotros y a todas las cosas que fuera de él existen; que él nos salvó para la eternidad y que, solicito, nos acompaña a lo largo de nuestra vida. Esto, y algunas cosas más, es lo poco que de Dios sabemos. Por eso es mejor abandonar de una vez para siempre el intento de captar a Dios por la ciencia, porque esto es tiempo perdido.

Aparte de lo dicho, la piadosa reflexión sobre los admirables atributos de Dios puede resultar una desacertada búsqueda de placenteras sensaciones espirituales. Esto es bueno, pero no alcanza a Dios en su esencia. Vale más entregarse completamente a Jesucristo con un intenso deseo amoroso de estar con él.

La meditación de la pasión del Señor, la piadosa reflexión sobre la misericordia, la bondad, la fidelidad de Jesucristo, e incluso sobre nuestra condición de pecadores, son necesarias. Nadie puede progresar en la vida espiritual sin el recurso a esos importantes medios de oración.

La meditación es generalmente muy importante, sobre todo al comienzo de un camino serio de oración. Mas al cabo de algunos años meditando sobre los atributos de Dios y sobre las virtudes de Nuestra Señora y de los santos, el alma siente deseos de avanzar en el camino real de la perfección. Quiere avanzar más. Para eso es necesario aprender a no pensar activamente, a no decir nada y a asumir una actitud de espera pasiva ante las posibles manifestaciones del Señor. Él se revela al alma que encuentra en silenciosa y atenta contemplación.

Para contemplar basta elevar el corazón a Dios con el simple y amoroso deseo de estar con él y esperar. Esperar con atención los sutiles movimientos amorosos de nuestra alma. Controlar la mente y la imaginación -esa loca de la casa- para desear sólo a Dios, que nos ama y nos atrae misteriosamente.

No es fácil entender esto si antes no lo has experimentado personalmente.

Aquel que se entrega con paciencia y perseverancia a este ejercicio, difícilmente deja de descubrir, con gratísima sorpresa, la oración puramente contemplativa. La gran dificultad de muchos para realizar este descubrimiento es la falta de paciencia. Son relativamente raras las personas, en Occidente, que no estén de algún modo contaminadas por los vicios de una agitada mentalidad pragmática y utilitarista. ¡Nos sentimos tan llevados a hacer, a actuar siempre..., siempre!

Trabajar y reposar. Reposar significa únicamente, para la mayoría de los occidentales de hoy, sentarse o tumbarse y, al mismo tiempo, ver la televisión, oír la radio, conversar, leer o dormir... Se aborrece la soledad y el silencio, porque las personas se sienten vacías.

Contemplar exige una actitud de quietud externa y gran atención interna al Señor, en cuya misteriosa presencia nos hallamos. Al mismo tiempo, debemos estar siempre atentos a posibles o probables manifestaciones del Señor en nuestro interior más íntimo.

Ciertamente, es imposible ver y poseer plenamente a Dios en esta vida. Mas experimentar y probar algo de lo que él es en sí mismo, no es sólo hipótesis probable. Los contemplativos de todos los tiempos afirman que esto es una realidad maravillosa e indescriptible. Quienes hicieron la experiencia concreta de esta realidad espiritual para llegar a descubrir a Dios por la contemplación coinciden unánimemente en un punto. Afirman que es condición fundamental para este descubrimiento el ánimo de lanzarse a esa búsqueda completamente libre de cualquier otra preocupación.

Los pensamientos y las ideas con respecto a Dios no nos relacionan precisamente con Dios por necesidad. Incluso el ateo puede cultivarlos por simple curiosidad o mera afición intelectual. Sólo el amor puede aproximar a Dios. El pensar activamente obstaculiza más que ayuda al amor. Esto es también verdad cuando se trata de pensamientos inequívocamente santos y edificantes. Todo aquel que busca a Dios nunca podrá contentarse únicamente con pensar en él o en sus admirables atributos, o en otras cosas, por muy santas que sean.

El fenómeno de la percepción constituye el acontecimiento fundamental de toda la dinámica mental del hombre. A partir de ese primer acto de naturaleza psicológica, se desencadena toda una serie sucesiva de fenómenos de vida mental, que culminan con el comportamiento y la conducta.

Los actos psíquicos se suceden espontáneamente por el siguiente orden: percepción, pensamiento, sentimiento y emoción, actitud interna, actitud externa, comportamiento y, finalmente, conducta. Es a nivel de pensamiento como se manifiesta con mayor claridad la naturaleza racional del hombre.

El pensamiento espontáneo hecho de imaginación, fantasía, intuición, impresión... es más o menos caótico. La inteligencia y la voluntad constituyen la capacidad que tiene el hombre de poner orden en ese caos. Ellas intervienen para seleccionar imágenes y organizar conjuntos lógicos e intelegibles, y encaminarlos, acto seguido, en la apreciación del yo con el fin de realizar valores más o menos libremente idealizados y concretados a través de unos determinados comportamientos

La permanente valoración subjetiva de ese dinamismo y de sus respectivos resultados concretos permite al hombre hacerse sujeto de su propia historia. El éxito o el fracaso en ese intento favorecen u obstaculizan el proceso de maduración a que está condicionado el grado de responsabilidad personal del hombre por sus actos y por su vida.

Por tanto, el punto crítico en que el hombre decide el sentido de su propia vida se sitúa claramente en el momento en que se decide a hacer uso de su capacidad de pensar, de imaginar, de intuir, de fantasear, de formular una intención. Y es precisamente en ese punto donde se sitúa la libertad del hombre. En consecuencia, él puede ser también responsable de sus actos consecuentes, aun a pesar suyo.

Por eso, al contrario de lo que ocurre con la percepción y el entendimiento, el pensamiento puede ser controlado y, más o menos libremente, orientado hacia objetivos preestablecidos. Ello nos lleva a la conclusión de que el hombre normal puede escoger y realizar libremente -al menos a nivel de intención- la calidad moral de su propia vida.

El pensamiento involuntario respecto de aquello que se quiere que sea no es pecado. Otra cosa seria si aceptásemos un mal pensamiento y voluntariamente nos deleitásemos en él. Tal actitud seria subjetivamente, cuando menos, una peligrosa ocasión próxima de pecar incluso en el acto que no fuese plenamente voluntario. Porque "quien ama la ocasión debe atenerse a las consecuencias". El tener una idea exagerada de la propia fuerza lleva a hacer experiencias imprudentes, que fácilmente conducen a fracasos no imprevistos.

Por eso es mejor considerar que cualquier pensamiento contrario a la ley de Dios constituye virtualmente ocasión próxima de pecado. El sincero deseo de organizar y de vivir una auténtica espiritualidad exige de nosotros que decididamente los orientemos hacia Dios. Pero, a pesar de esa clara actitud subjetiva, se produce siempre una férrea lucha a muerte contra la natural inclinación del hombre hacia las exigencias de la carne.

La vida es lucha. Y no luchar es dejarse arrastrar río abajo y correr el riesgo de estrellarnos de improviso contra algún peñasco o precipitarnos por la cascada, con inminente peligro de muerte. La prudencia humana y evangélica es la compañera imprescindible e inseparable de aquellos que desean ir por el camino de la auténtica espiritualidad.

La decisión de buscar la vida de oración contemplativa supone tomar una radical opción por Dios. Y esa opción no se cancela, afortunadamente, por eventuales caídas-sorpresa debidas a la natural flaqueza humana. Pero la voluntaria falta de vigilancia de un agitado revuelo de pensamientos espontáneos puede dar el desagradable susto de lamentables fracasos morales. Cualquier pensamiento o imaginación que incite seriamente al corazón a uno de los siete pecados capitales -ira, envidia, pereza, orgullo, ambición, gula, lujuria. . . - constituye siempre una peligrosa ocasión próxima de pecado.

\Si queremos realmente progresar en la vida espiritual, no basta con el esfuerzo por eliminar todo pecado grave de nuestra vida. Es necesario preocuparnos también por eliminar hasta la sombra misma de cualquier acto más o menos voluntario contrario a la voluntad de Dios.

A pesar de que esto es un objetivo utópico en la práctica, la intención y el esfuerzo sincero de evitar la más mínima ofensa voluntaria a Dios es condición indispensable para una auténtica vida de oración.

Afirmar que estamos decididos a buscar a Dios y caminar al mismo tiempo, más o menos voluntariamente, en sentido contrario es, cuando menos, una repugnante contradicción interna. Aceptar con conciencia tranquila pequeños desvíos voluntarios del camino que nos lleva a Dios abre camino para caídas mayores, quizá fatales para la vida espiritual. El amor o es total e irrevocable o no es amor.

La contemplación destruye el pecado. La oración verdadera sana las raíces más profundas del pecado, sin que ello quiera decir, con todo, que elimine por completo nuestra fragilidad y la permanente posibilidad real de ofender a Dios. No olvidemos que nuestro cuerpo es fundamentalmente caprichoso, como criatura humana que es.

Para imponerle una cierta disciplina es conveniente vigilar, ayunar, entrenarse en la renuncia voluntaria de cosas buenas y agradables, pero que en si mismas son innecesarias. Ayunos y mortificación de los sentidos son medios eficaces para fortalecer el espíritu contra los ataques de la sensualidad y del sibaritismo, que tanto entorpecen la fuerza del alma. Nuestro esfuerzo de conversión ha de ser permanente. Así creceremos constantemente en gracia. Aunque excelentes las prácticas ascéticas de Marta, la amorosa actitud contemplativa de María es mejor en la práctica de la espiritualidad.

La contemplación es la coronación de las obras de piedad cristiana. Es también superior a las obras de caridad. La oración contemplativa da valor y consistencia a las obras de misericordia. Purifica la intención, viciada de sutil egoísmo, que infecciona nuestra vida de relación social. La bondad auténtica actúa siempre con manifiesta benevolencia. Está animada por el amor del hombre hacia Dios y no únicamente de sentimientos filantrópicos. La filantropía es algo muy bonito, pero no entra dentro de la categoría de las virtudes cristianas. La actitud interna del filántropo es puramente humana. En cambio, la virtud cristiana de amor al prójimo no es un puro sentimiento de humanidad. Emana directamente del amor de Dios, que habita en nosotros.

 

 

HUMILDAD

La humildad es una virtud que condiciona la vida de oración. Sin ella, sencillamente, no existe oración. Según santa Teresa de Jesús, "humildad es la verdad". El niño vive siempre en la verdad. Siempre que no se le pervierta con errores de educación más o menos graves, el niño es incapaz de mentir o de engañar. Esta es la cualidad más importante para que podamos entender las cosas del reino de Dios. Cristo repitió dos o tres veces que si no nos convertimos y nos hacemos como niños no entraremos en el reino de los cielos.

Humilde es aquel que se considera, se presenta y se expresa tal como es. Tiene los dos aspectos más palpables de la realidad humana: su clara e insuperable limitación frente a sus naturales ambiciones y la inmensa grandeza y bondad de Dios. La consecuencia de nuestra pequeñez e insuficiencia, colocada frente al trascendente poder y amor de Dios, nos lleva a confiar ciegamente en nuestro Creador y Padre. Si existimos es únicamente porque el poder de Dios altísimo nos sustenta.

Este conocimiento y la respectiva actitud interna forman parte de una auténtica vida de oración contemplativa. La actitud de humildad constituye el clima propicio para la vida de oración. Así, cuando una persona crece más en el amor de Dios y en la unión con él, tanto menos vive los sentimientos de humildad, ya que éstos son paulatinamente sustituidos por los de la sencillez y la confianza.

Humildad supone una cierta connotación de respeto y de temor. En la medida en que la persona contemplativa se acerca a Dios, le conoce mejor y poco a poco pierde todos sus recelos. Acaba arrojándose en los brazos de Dios con entera confianza y gran sencillez de corazón.

Estos arrobos de confianza sencilla y directa no constituyen, generalmente, una disposición permanente del alma. Más bien significan una manifestación episódica del grado de perfección espiritual del que con gran empeño vive la vida contemplativa.

Hay momentos en la vida de esa persona en que la idea del inmenso amor de Dios por ella hace que se eclipse por completo el sentimiento de su propia pequeñez. Sin embargo, es muy cierto que nadie vive permanentemente en tal estado espiritual de experiencia culminante de amor de Dios. El descenso del Tabor es inevitable. En la monotonía de la vida diaria sólo la humildad puede alentar y asegurar la fidelidad del contemplativo en el difícil camino de perfección.

Conocerse bien a sí mismo ayuda a ser humilde. El autoconocimiento ayuda también a conocer mejor a Dios. Esta es, por otra parte, la primera condición para poder comenzar a amar verdaderamente a Dios.

Nadie ama lo que ignora totalmente. No se trata, ciertamente, de conocer perfectamente a Dios. Hemos repetido a lo largo de estas páginas que Dios no puede ser comprendido por la inteligencia humana. Por otro lado, nuestro propio conocimiento es también bastante limitado.

Prueba elocuente de humildad, necesaria para el progreso en la vida espiritual, es la búsqueda sincera y generosa de Dios en la oración contemplativa. Nadie es capaz de desear sinceramente crecer en el amor de Dios si ya está lleno de amor propio. Esta actitud interna es incompatible con la amorosa y sincera búsqueda de unión con Dios. La humildad verdadera constituye un estimulo espontáneo para esa búsqueda anhelante de Dios, quien, con su plenitud, llena el vacío del alma.

Un buen conocimiento teórico de humildad y de sentimiento de limitación y de impotencia personales ayuda a profundizar en la virtud de la humildad.

Lo opuesto a la humildad es el orgullo. Humildad y orgullo nunca van juntos: se excluyen mutuamente. Funcionan dinámicamente como un resorte o trampa. Cuanto mayor es la dosis de una de las dos cualidades morales tanto menor es la presencia de la otra. Lo curioso del caso es que la humildad difícilmente es advertida por el propio sujeto. El discreto y amargo sentimiento de no ser humilde puede significar un buen comienzo de humildad.

La humildad es la virtud más difícil de descubrir por nosotros y en nosotros mismos. Por eso, a la curiosidad de saber si ya soy o si todavía no soy humilde corresponde generalmente una respuesta negativa. En cambio, la eventual convicción de que ya soy bastante humilde es casi siempre pura ilusión afectada por un exagerado narcisismo. Lo más probable es que no pase de una deslavada presunción.

La humildad no quiere decir que el hombre no tenga valor alguno. Tampoco es verdadera humildad el sentimiento de ser una criatura definitivamente vil y desgraciada a causa de nuestros pecados pasados. Esto puede ser verdad en el caso de aquella persona que actualmente vive en un voluntario estado de pecado grave.

Muchos santos y almas piadosas pasaron por esta horrible experiencia antes de su conversión.

El recuerdo del triste tiempo que pasamos alejados de Dios para adorar y servir a nuestros ídolos personales, puede sernos útil para suscitar en nosotros sentimientos de humildad y de arrepentimiento. Aquellos que en conciencia no creen haber ofendido a Dios gravemente, tienen igualmente necesidad de cultivar la virtud de la humildad, porque sin ella no hay contemplación. Esta nace precisamente del convencimiento profundo y de la enorme distancia que separa al hombre (incluso al santo) de la grandeza, de la perfección y del infinito amor de Dios. La certidumbre de estar muy por debajo de la santidad de la santísima virgen María y de los santos bastará para que nos juzguemos, con toda sinceridad, indignos de la intimidad amorosa de Dios.

La oración contemplativa no es privilegio de los santos. Es un medio de perfección cristiana que se ofrece a los hombres. Un medio utilísimo de oración que se ofrece a todo aquel que desea sinceramente cambiar de vida. El pecador que la descubre y, más aún si comienza a practicarla, se convierte y obtiene de Dios el perdón de sus pecados.

Así, por ejemplo, María Magdalena y san Agustín, entre otros miles de santos, no sólo se convirtieron a Dios, sino que fueron, al mismo tiempo, otros tantos modelos de contemplativos del inmenso y tierno amor de Dios, que les sedujo por entero. Como a María Magdalena, así también a cada uno de nosotros el Señor nos dice en tono compasivo: "Tus pecados te son perdonados" (Lc 7,48). El amor vale más que el arrepentimiento, más que el recuerdo compungido de nuestra vida pasada. El amor lo perdona todo. El amor es proporcional al amor. A María Magdalena mucho (o todo) se le perdonó, sencillamente "porque amó mucho".

El amor contemplativo tiene realmente un poder inmenso sobre el corazón de Cristo. Pero el amor no elimina el arrepentimiento. Al contrario: el amor del pecador arrepentido llora permanentemente las ofensas cometidas en el pasado contra Dios. El constante recuerdo del tiempo pasado lejos de Dios es como la cicatriz que nos recuerda con amargura y nos mueve a lamentar sin consuelo la maldad que cometimos contra un Dios tan bueno y amoroso. El convertido al amor de Dios jamás olvida su pasado malo y pecador. Un profundo dolor le hace llorar lágrimas amargas y le mueve a exclamar desde lo íntimo de su corazón, al igual que san Agustín: "¡Oh belleza, qué tarde te conocí!…"

Pero el gran dolor del convertido no nace precisamente del hecho de haber ofendido a Dios. Es más bien como una constatación del hecho de no haber amado hasta entonces a aquel que nos ama gratuitamente desde la eternidad con un amor infinito. El pecador convertido sufre al ver que su amor a Dios no es nada en comparación con el inmenso amor y con la incomprensible misericordia de Dios para con él. El verdadero amante es así. Cuanto más ama tanto mayor necesidad siente de amar. Es como si quisiese reparar la inmensa injusticia cometida contra un Padre tan bueno y tan amoroso.

El simple recuerdo de actos pecaminosos del pasado no tienen utilidad espiritual alguna. Al contrario: ello podría llegar a convertirse en ocasión de nuevos pecados. Al dolor de arrepentimiento de los pecados pasados lo supera con creces el sufrimiento que despierta la consideración de haber estado alejado de Dios.

La pura y amorosa contemplación de Dios es superior al gozo espiritual de devoción sensible. Ella hace que, poco a poco, la vida pecaminosa del pasado vaya cayendo en olvido, sepultada en las profundidades del amor. La contemplación de la maravilla que Dios es en si mismo ocupa tanto el alma toda, que la persona contemplativa fácilmente olvida todo lo demás. El contemplativo se siente tan fascinado por Dios, que ya no ve nada más que a Dios.

La escena que nos narra san Lucas (Lc 10,38-42), referente a lo ocurrido entre Jesús, Marta y María en una de las visitas del maestro a sus amigos de Betania, nos describe con todo lujo de detalles todo lo ocurrido, y destaca muy bien las diferencias entre la vida activa y la vida contemplativa en la futura Iglesia.

Al recibir la visita de Jesús, Marta se puso inmediatamente a preparar la comida para el maestro y sus discípulos. Su hermana María, en cambio, se sentó a los pies del Señor para escucharle y prestar mucha atención a cuanto él hablaba y hacía, despreocupándose en absoluto de lo que hacia Marta.

Ésta, por su parte, estaba ocupada en algo importante y santo. Hacer cosas importantes y santas para promover el reino de Dios constituye el primer grado de perfección en la vida religiosa activa. María, en cambio, no daba importancia alguna a la actividad de su hermana. No le interesaba tampoco, en cierto modo, el aspecto físico de la santa humanidad de Jesucristo ni el agradable timbre de su voz. Aunque, desde luego, ocuparse de la santa humanidad de Jesucristo es ciertamente obra más santa que ocuparse de las tareas físicas y manuales en las que andaba empeñada su hermana Marta. Pensar en Jesús, representarse su santa humanidad y ocuparse de la intimidad del alma constituye el segundo grado de vida contemplativa. María estaba, como vemos, completamente absorta en Dios mismo, oculto en la santa humanidad de Jesús. Éste es el segundo y más elevado grado de contemplación.

Totalmente absorta en lo que veía y oía, María se hallaba, tranquila e inmóvil, sentada a los pies de Jesús. Únicamente Dios nuestro Señor, que sabe lo que pasa en el corazón humano, y la propia María sabían el profundo amor existente entre el corazón de esa mujer y del propio maestro. Sólo los corazones amantes como el de María son capaces de maravillarse en ese encuentro amoroso con el Señor en el momento de la contemplación. Y sólo un gran amor lleva a buscar este tipo de encuentros en la intimidad mística de la oración contemplativa.

María prefería permanecer en esa actitud de reposo espiritual, porque era la única oportunidad que se le ofrecía para hacer la experiencia mejor y más santa que le es posible al hombre sobre la tierra. Embebida en la misteriosa experiencia culminante de la oración contemplativa, María no atendía a los llamamientos de su hermana Marta, que la requería, que intentaba arrancarla del éxtasis para que trabajase, como ella, en una obra igualmente santa. Pero Cristo la defendió de las acusaciones de la impaciente y pragmática hermana, razonando contra el activismo de Marta.

María, por su parte, no se dio por ofendida por la indiscreta insistencia de su hermana.

La actitud de María es tan comprensible como la de los tres discípulos a los que les fuera dado el privilegio de contemplar la gloria del Señor en su misteriosa transfiguración. Estos simplemente perdieron la cabeza y propusieron a Jesús permanecer con él para siempre en el monte Tabor, lugar donde les fuera dado tener su primera experiencia contemplativa extraordinaria.

Tanto en el caso de María Magdalena como en el de Pedro, Santiago y Juan -la primera en Betania y los tres discípulos de Jesús en el Tabor- se trataba de una extraordinaria experiencia del descubrimiento de la contemplación propiamente dicha.

Todos estos hechos son otros tantos acontecimientos que nos orientan en la búsqueda de la contemplación ordinaria, siempre posible a cualquier persona amante del Señor.

Del suceso evangélico de Betania, relativo a Jesús y a las hermanas Marta y María, todos los cristianos podemos aprender preciosas lecciones para nuestra vida de oración personal. María es modelo para quienes cultivan la oración contemplativa, la mejor de todas; mientras que Marta puede enseñar muchas cosas a los que se entregan a la vida activa.

 

 

 

 

 

RELIGIOSOS ACTIVOS Y RELIGIOSOS CONTEMPLATIVOS

Hace siglos que existe cierta tensión en la Iglesia entre religiosos de vida activa y religiosos de vida contemplativa. Los de vida activa critican a los de la vida puramente contemplativa y les acusan de omisión ante los graves problemas que asolan grandes parcelas del pueblo de Dios.

Los de vida contemplativa se defienden y afirman que, como María, eligieron lo "unicum necessarium". Estos últimos piensan que Cristo los defiende de esas criticas que les hacen los religiosos de vida activa con las mismas palabras del Señor: "¡Marta, Marta!…" Y, al mismo tiempo, acusan por su parte a los religiosos de congregaciones activas de correr el riesgo de perderse en el activismo apostólico, espiritualmente estéril.

Pero, en realidad, la contemplación no es privilegio de los religiosos que ingresan en las llamadas "órdenes contemplativas", ni de aquellos cristianos que reciben el don de la contemplación infusa y se retiran de la sociedad para vivir en soledad.

Quien redacta estas líneas tuvo contacto personal bastante intimo con millares de religiosos de ambos sexos, tanto de órdenes y congregaciones de vida activa como de religiosos de vida contemplativa. Basándose en esa experiencia, puede testimoniar que religiosos de vida activa y religiosos de vida contemplativa se encuentran, prácticamente, en todas las órdenes y congregaciones existentes en la Iglesia.

Las denominaciones de orden contemplativa y de congregación de vida activa parecen indicar más bien el objetivo ideal propuesto de hecho a los respectivos miembros. Pero es cierto que entre los religiosos llamados contemplativos están aquellos que, simplemente, no alcanzan los secretos de una verdadera oración contemplativa.

Por el contrario, es indiscutible que muchos religiosos, que profesan en congregaciones llamadas de "vida activa" descubren con el tiempo los arcanos de una auténtica contemplación. Aun cuando viven internamente en un permanente estado de oración contemplativa, se entregan, al mismo tiempo, a actividades apostólicas propias de su congregación. Basándose, una vez más, en su experiencia personal, el autor de este libro deduce que el contingente de estos últimos -verdaderos contemplativos en acción- tiende a aumentar constantemente hoy en día.

Ésta es una maravillosa constatación, sobre todo entre religiosos con mayor experiencia en la vida de oración. Y lo que contribuye a ese excepcional reflorecimiento de verdadera oración contemplativa entre los religiosos de vida activa son, sin lugar a duda, los numerosos cursos de perfeccionamiento y profundización de espiritualidad cristiana. Una espiritualidad, al volverse profunda, no puede menos de tocar y de explorar las riquezas de la oración contemplativa.

Lo mismo se podría afirmar de innumerables cristianos laicos o seglares. Los hay -ciertamente en número mayor del que se podría pensar- que muy bien podrían dar lecciones de oración contemplativa a sacerdotes y religiosos consagrados. Los grupos carismáticos, bien dirigidos y preservados de la natural degradación en que muchos de ellos vendrían a caer con el paso del tiempo, son verdaderas escuelas de formación a la vida de oración profunda.

Los frutos logrados prueban esta afirmación. Marta se quejó de María, pero ésta fue defendida por Jesús. Por lo visto, la historia se repite: personas puramente contemplativas son pocas veces bien vistas por personas normalmente activas. Parece que la mayoría de los hombres tiende naturalmente a realizar tareas creativas con preferencia a cultivar actitudes filosóficas o contemplativas. La actitud contemplativa parece corresponder más bien a una particular estructura de la personalidad.

Por eso parece que no hay razón para criticas recíprocas entre religiosos y cristianos contemplativos y activos. Marta y María no son enemigas. Son hermanas de índole diversa. En la Iglesia hay lugar para ambas actitudes. Personas de vida de oración contemplativa son tan necesarias como aquellas que se ocupan sobre todo de las obras apostólicas.

A juzgar por los hechos, sobre todo en las congregaciones de vida activa, las dos actitudes prácticas -la de vida contemplativa y la de vida activa- no se excluyen recíprocamente. Maravillosamente se completan en la práctica dentro de la vida comunitaria de la Iglesia.

Hay numerosos santos que, en vida, se dedicaron afanosamente a obras de caridad y misericordia. Por este lado no podríamos considerarlos propiamente contemplativos como los que viven dentro de la clausura de un convento, dedicados casi exclusivamente a la oración. Pero seria un error considerarlos menos santos que santa Teresa de Jesús u otros grandes contemplativos de Occidente.

Jesús no criticó a Marta por el mero hecho de estar atareada en una obra santa. Simplemente aprovechó la circunstancia para demostrar la excelencia de la contemplación. Es como si quisiese decir a sus amigos, ocupados en importantes obras de apostolado, que de vez en cuando interrumpiesen su actividad personal para reabastecerse, para cobrar fuerzas a su lado.

Parece, sin duda, una advertencia; y éste es el sentido de sus palabras. La actividad y el trabajo corresponden a una necesidad natural del hombre. El reino de Dios exige violencia, una violencia que el hombre debe hacerse a si mismo para ser fiel al llamamiento del Señor para el amor, la única cosa necesaria para la salvación. El hombre natural, que no se preocupa por llegar al amor de Dios, se rebaja al nivel de animal irracional, desligándose de su destino de eternidad.

Este libro pretende ser una especie de portavoz de Dios encaminado a la tarea de alertar a los cristianos y a los religiosos de vida activa para que consideren la necesidad de la oración.

La acción nunca sustituye ni suple a la oración en los tiempos explícitamente señalados a cada religioso; la oración es necesaria para dar sentido evangélico a la actividad apostólica.

Aquellos que acusan a los contemplativos de inoperantes y de ociosos generalmente ignoran el significado más elevado de una oración adelantada. Por desgracia, hay cristianos -y también religiosos- que de la vida espiritual sólo conocen lo que ellos mismos viven. No caen en la cuenta de la inmensa variedad de dones que Dios reparte entre sus amigos y de la gran diversidad de respuestas que los hombres dan a la llamada del Señor. Y es porque ignoran la gran diferencia de los grados de generosidad con que responden las personas, e imitan simplemente a Marta, que reclamó y se quejó de la actitud de su hermana María, totalmente entregada a la oración. Pero, una vez instruida por el Señor sobre el sentido espiritual de la actitud de su hermana María, Marta entendió la lección y dejó de censurar a María...

Por eso, cuantos comprenden el valor de la vida de oración difícilmente reclaman o se quejan del género de vida de los llamados contemplativos. Si tuviesen la fortuna de vivir con una persona contemplativa, ya fuese de su propia familia, ya de una comunidad religiosa, se alegrarían no poco y se sentirían estimulados a imitarles siguiendo su admirable ejemplo.

¿Qué actitud se podría aconsejar a los que desean cultivar la vida contemplativa, ante la absurda hostilidad de aquellos que los critican o desprecian precisamente por eso? La mejor política que debemos adoptar ante esas agresiones y esas ofensas parece ser la de la simple tolerancia. Discutir con el adversario para defenderse parece ser, más o menos, inútil.

Quienes se oponen a la vida contemplativa son, generalmente, personas que desconocen los misterios de la vida de oración profunda. Por eso los argumentos de experiencia personal del contemplativo son generalmente considerados dislates de la imaginación y del sentimiento.

El que logró descubrir los secretos de la intimidad amorosa de Dios hace muy bien en guardar en secreto la preciosa perla, en lugar de mostrársela a quien desconoce su valor. Dios defiende a sus amigos, como defendió a María Magdalena cuando, embelesada, le escuchaba sentada a sus pies. Es cierto que Dios prefiere a aquellos que se mantienen más próximos a él. No existe una tarea apostólica realizada lejos de Jesús que pueda compararse con los momentos de intimidad amorosa pasados a los pies del maestro.

Pero esta afirmación no entraña condenación alguna de las actividades apostólicas en si. Al contrario. La actividad apostólica más eficaz espiritualmente nace precisamente de un corazón profundamente contemplativo. Y esto lo entienden perfectamente los auténticos apóstoles. Ellos lo saben muy bien por propia experiencia.

Por eso es también muy cierto que, por parte de ellos, no hay que temer nunca criticas agresivas o de menosprecio a los verdaderos contemplativos. Al contrario. Se sienten apoyados y estimulados en sus trabajos por aquellos que se pierden en la intimidad amorosa con el Señor.

Es prácticamente inevitable que el apóstol, dedicado de lleno a sus hermanos por amor a Cristo, se sienta también, al mismo tiempo, muy preocupado de sí mismo. Existe, por tanto, una dispersión de la atención que el apóstol ha de prestar a la única cosa necesaria: el amor y alabanza a Dios por lo que El es en si mismo. No existe obra humana más importante que ésta. Es el mismo Cristo quien lo afirma: "¡Marta, Marta!... Una sola cosa es necesaria... El maestro se refería claramente a aquello que María estaba haciendo en aquel instante. Pero fijémonos en que Cristo no aconsejó a Marta que dejase sus tareas domésticas e imitase a su hermana, dando a entender con ello que ambas estaban haciendo cosas importantes y santas. Sólo quiso destacar la superioridad en si de la obra contemplativa en que se hallaba inmersa María. Quiso, con ello, hacer notar a sus discípulos la necesidad de saber hacer de cuando en cuando un paréntesis en su labor apostólica, por importante que ésta sea, para entregarse por algún tiempo a la oración propiamente dicha. Nos quiso enseñar también que la acción apostólica que no va impregnada del amor de Dios pierde su significado más profundo de elemento constructor del reino de Dios.

La fecundidad espiritual de la acción apostólica depende, de hecho, directamente de la vida de oración personal del apóstol. Lo demás es sociología o filantropía barata, que poco o nada tiene que ver con el evangelio. Cuanto más perfecto es el amor de Dios, tanto menos ese amor estará condicionado por las cosas puramente humanas. El valor apostólico de toda obra humana está condicionado por la situación espiritual del apóstol en ese momento preciso y no por el valor humano de la obra en sí.

En el pasaje evangélico de Lucas, ya citado con motivo de la visita a Lázaro y a sus hermanas, el Señor se refiere a un todo de las actitudes humanas: trabajo y oración. Ambas cosas son importantes y necesarias en la vida, pero Cristo establece una jerarquía entre ambas. Dice que la parte de la oración contemplativa es la mejor. Afirma que de dos partes de una misma unidad o de un todo, una de ellas es mejor, pero afirma también que la otra parte es igualmente buena. Y en la Iglesia, que nos enseña la doctrina del divino maestro, se habla consecuentemente de dos formas de vida cristiana: la vida activa y la vida contemplativa. En realidad, se recogen aquí tres grados distintos de vida cristiana: primer grado: vida cristiana en la que predomina la acción avalada por obras de misericordia corporal; segundo grado: vida cristiana en que la persona comienza a meditar asiduamente las verdades eternas. El primer grado de perfección cristiana es bueno, pero el segundo es evidentemente mejor. La persona que vive el primer grado de perfección cristiana no puede progresar espiritualmente sí no interrumpe periódicamente su actividad para meditar y rezar. Por su parte, el contemplativo no puede tampoco huir de ejercitar una cierta actividad apostólica limitada, ya sea doméstica, ya sea pública; tercer grado: vida cristiana contemplativa propiamente dicha, cuya actividad interna de amorosa relación con el Señor no deja espacio para otras ocupaciones.

El primer grado de vida cristiana es bueno. El segundo es mejor. El tercero, sin embargo, es el mejor de todos: es la parte de todo lo que corresponde a María, sentada a los pies de Jesús. Pero Cristo no dice que la vida contemplativa de María es mejor que las otras maneras de vivir la vida cristiana. Afirma solamente que la mejor parte de la vida cristiana es la que María ha elegido.

¿Y por qué la contemplación es la parte mejor de la vida cristiana? Esto se explica porque la contemplación, como tal, es un pálido anticipo de lo que constituye la ocupación de los ángeles y de los santos en el cielo. En la eternidad, los dos primeros grados de vida cristiana desaparecerán. Únicamente permanecerá la contemplación en su forma más pura, sin mezcla de nada humano.

Algunos cristianos están obligados a hacerse contemplativos, pero todos debemos vivir una auténtica vida cristiana. El grado de perfección con que cada cual la viva depende de la opción de cada uno

AMAR Y CONTEMPLAR

Era verdaderamente maravilloso el amor que Jesús sintió por María, la pecadora arrepentida. Y no menos maravillosa fue la correspondencia de aquella feliz mujer al amor de Jesús.

Hechos semejantes se han visto después, muchas veces, en la Iglesia. Grandes pecadores arrepentidos que se han transformado en insignes amantes del Señor.

El fenómeno es relativamente fácil de entender. Nadie experimenta mayor alegría y se apega más a una persona amada que aquel que vuelve a encontrarse con el amigo. El mismo Cristo nos confirmó esta verdad claramente cuando nos expuso en su evangelio la hermosa parábola de la oveja perdida: "En verdad os digo que habrá mayor júbilo en el cielo por un solo pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento" (Lc 15,7).

Después de esto, se comprende muy bien la ternura del amor de Jesús por María y la maravillosa respuesta de esta pecadora arrepentida a quien la recibió con los brazos abiertos. Es ésta una historia muy seria. El amor de María por el maestro fue incondicional. Por él, ella renunció a todo aquello que podía proporcionarle alguna comodidad personal. Y es a ella -a María Magdalena- a quien vemos llorar desconsoladamente ante la tumba vacía de Jesús en la madrugada de la resurrección. Solamente ella. Ninguno de los otros discípulos permanecía junto al sepulcro del maestro para llorar inconsoladamente la irreparable pérdida. Son los mismos ángeles los que se apresuran a consolarla: "¿Por qué lloras, María?", le preguntan. Y ella, sin cesar de llorar, les responde: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto" (Jn 20,13).

Sólo la explicación de los ángeles de que Jesús había resucitado ya y que se encontraría con sus discípulos en Galilea podía haberla consolado. Pero ella siguió llorando a lágrima viva, pues, como mujer amante, no podía contener su dolor. La sola idea de haber perdido a su Señor era para la Magdalena por demás dolorosa. Tan turbada estaba a causa de ese sufrimiento que, al ver inesperadamente, delante de sí, al que ella buscaba, no lo reconoció, sino que le confundió con el jardinero del huerto. Jesús, dulcemente, le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" Y ella, como respuesta al supuesto jardinero: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo pusiste, y yo lo retiraré". Díjole entonces Jesús: "¡María!" Y entonces María le reconoció, y exclamó: "¡Maestro!…" y se arrojó a los pies de Jesús... (Jn 20,11-17).

Como se ve, el amor de María por Jesús era total. Esta conmovedora historia de amor fue escrita y publicada para provecho de todos los discípulos de Cristo. El ejemplo de María Magdalena constituye una invitación para todos: el Señor nos pide el arrepentimiento de nuestros pecados y que entremos en ese maravilloso juego de amor con él.

Sólo los verdaderos convertidos pueden transformarse en auténticos contemplativos, capaces de descubrir los amorosos prodigios que encierra esta historia. Únicamente el contemplativo posee el discernimiento suficiente para entender el alcance espiritual de esta saga admirable.

Es fácil descubrir, en el amor demostrado por Jesús a la pecadora arrepentida, el inmenso amor que él siente por todos los pecadores que se arrepienten de sus pecados y cambian de vida. El amor de Jesús por María Magdalena fue tan grande que no dudó en defender a esa mujer de mala fama contra las agresiones de la hermana. Incluso recriminó al anfitrión de la fiesta por el simple hecho de haber pensado mal de María.

María Magdalena es el modelo del pecador arrepentido y penitente que recupera la gracia de Dios perdida. Dios defiende a los que vuelven a su amistad contra los que les atacan y acusan. Ser acusado injustamente y ser agredido sin motivo alguno es causa de gran sufrimiento. Pero la certidumbre del perdón y del amor de Dios nos da la fuerza espiritual suficiente para poder soportar con paciencia cualquier injusticia. Todo el que se entrega decididamente a Dios debe estar preparado para seguir al maestro hasta el Calvario.

No es raro que personas piadosas, fieles a Jesús, sean incomprendidas y ofendidas con observaciones mordaces y humillantes. Pero si estas personas perseveran animosamente en su generosa dedicación, no podrán ser destruidas. El Señor las protegerá y les dará fuerza para continuar dando testimonio de fortaleza cristiana. Un gran amor resiste a todo. Es fiel hasta la muerte.

La vida contemplativa no es incompatible con cualquier tipo de actividad profesional. Aquel que se dedica a las cosas de Dios en una obra contemplativa tiene asegurada la protección de Dios. El Padre celestial no permitirá que le falte lo necesario para su propio sustento y sus necesidades materiales. A veces, incluso le multiplica milagrosamente sus pocos haberes pecuniarios.

Una cosa es cierta. A quien lo abandonó todo para seguir a Cristo, el Señor le promete el ciento por uno. En todo caso, el Señor comunica también una fuerza muy grande a sus amigos para que carguen con la cruz del sufrimiento y de la pobreza con ánimo y decisión, sin desalentarse hasta el fin. Precisamente, una de las pruebas más claras de la autenticidad de una vida contemplativa es justamente la capacidad de una tranquila y confiada aceptación de la realidad cotidiana de la vida, sin desanimarse y sin revelarse contra la divina voluntad.

La humilde aceptación de la maravillosa trascendencia de Dios y de su extraordinaria bondad ayuda más al contemplativo a crecer que la contrita consideración de sus pecados personales.

A fin de cuentas, en el juego contemplativo lo importante es Dios y no el hombre. La misericordia de Dios borra y hace desaparecer los pecados del hombre por repugnantes que sean. Los pequeños y los humildes son incuestionablemente los más queridos por Dios. Él vela tiernamente sobre todos ellos. Ellos son sus mejores amigos. Por eso el Señor no permite que les falte de nada. Pequeño y humilde es todo aquel que reconoce la enormidad de su culpa y se pone confiadamente a los pies del Padre.

Un verdadero amor contemplativo es siempre auténticamente humilde. Está tan centrado en Dios que se vuelve ciego para todo lo demás. El contemplativo ama a Dios por ser quien es, y al prójimo porque éste es imagen de Dios y templo en que Dios habita. El secreto de ese amor reside en el hecho de que el hombre se siente naturalmente atraído por Dios por ser quien es. Es un impulso espontáneo y totalmente desinteresado. La persona ve únicamente a Dios como el todo de su propia existencia. Como cualquier otro ser vivo, busca ansiosamente aquello que le asegura su existencia. Casi da la impresión de que él mismo tiene algo que ver con el instinto de conservación personal. Tiene dos cosas sin las cuales el hombre no puede vivir: el aire, que le asegura la vida biológica, y Dios, que le asegura la vida espiritual. Cuerpo y espíritu son una sola realidad existencial en el hombre.

El verdadero contemplativo tiene también relativa facilidad para cumplir el mandamiento del amor al prójimo. Considera a todas las personas como hermanos y hermanas en Jesucristo. Para vivir ese amor al prójimo no tiene necesidad de muchos contactos y encuentros. Su relación informal y ocasional se caracteriza siempre por la sencillez y espontaneidad de actitudes. El contemplativo no tiene enemigos. A todos los tiene por amigos. Cuando reza por los hombres, no se fija en ninguna persona en particular. Su pensamiento se ocupa únicamente de Dios. No tiene espacio para otros recuerdos. Pero cuando reza con otras personas, su devoción y su fervor contagian a las personas del grupo.

El contemplativo no omite ninguna de sus obligaciones sociales. Cuando es necesario abandona momentáneamente su contemplación para dedicarse en cuerpo y alma al servicio del prójimo. Tampoco se muestra indiferente con los demás. Espontáneamente experimenta emociones afectivas hacia determinadas personas, sobre todo con relación a las personas que le son más intimas.

Ni siquiera Cristo quiso huir de ese fenómeno humano de la afectividad, sino que mantenía una relación afectiva especial con los discípulos Pedro, Juan y María Magdalena.

De un modo parecido, el contemplativo puede alimentar un afecto humano especial por algunos amigos. Si esta relación es auténtica, no perjudica en absoluto al amor que debemos sentir por todos los hombres y que el contemplativo tiene muy presente cuando intercede por ellos delante de Dios.

Su actitud contemplativa es semejante a la de Cristo cuando sufría y oraba a su Padre por la salvación de la gran familia de Dios. Quien quiere seguir a Cristo debe, primero, incorporarse a esa gran familia: la humanidad. Debe ser consciente de que él mismo es un querido hijo de Dios entre otros muchos, igualmente queridos por el Padre del cielo.

La oración contemplativa es el resultado de un aprendizaje. Se trata de una gracia especial, ligada al prolongado y perseverante esfuerzo que ha de hacerse en los ejercicios de oración. Pero no todos la descubren. Dios concede esta gracia únicamente a aquellos que ya dieron prueba de fidelidad a las inspiraciones de la gracia.

Todo el que quiera aprender a contemplar debe, por tanto, entregarse a ese ejercicio con gran generosidad y fidelidad, sin descanso. No siempre es fácil habituarse a ese esfuerzo constante. Pero la verdad es que únicamente aquellos que se dedican animosamente a esa tarea podrán llegar a buenos resultados. El precio a pagar para conquistar ese tesoro inestimable de la vida espiritual es éste. Cuesta, pero vale la pena disponer de nuestras energías para adquirir ese tesoro.

Amar no es doloroso. Pero amar contemplativamente no es siempre fácil. Exige un esfuerzo constante, un esfuerzo que podemos realizar con más o menos dolor, ya que exige una total renuncia a cosas humanamente muy gratas.

El hombre tiende naturalmente a preferir un placer inmediato a un sufrimiento también inmediato, aun cuando ese sufrimiento vaya ligado a un valor superior a medio o largo plazo.

El mayor sufrimiento que causa el aprendizaje de la oración contemplativa está relacionado ciertamente con la dificultad de mantener el pensamiento y el corazón fijos en Dios. Las distracciones en la oración debilitan e incluso anulan la motivación necesaria para el esfuerzo creativo constante del pensamiento, de la imaginación, de la fantasía... Por tanto, el sufrimiento de que aquí se habla viene únicamente del hombre. Dios no tiene nada que ver con eso. El sólo llama, alienta, procura seducir al hombre para el amor. Hace todo lo posible para suscitar el amor en el hombre. Pero el camino para ir a su encuentro ha de ser allanado por el hombre mismo.

El Señor, al ofrecernos su amor y su misericordia, nos da también la gracia para no desanimarnos en la lucha por superar todas las dificultades que se nos presenten. Lo importante es perseverar en el amor. Dios, por su parte, ciertamente no nos fallará jamás.

"El que la sigue, la consigue", dicen los cazadores. En este frente, nadie lucha sólo. El Señor está siempre muy cerca de nosotros, para echarnos una mano siempre que lo necesitemos. Hasta que no se experimenta, al menos una vez, el gozo interior en el encuentro con el Señor, todo parece difícil. Un cierto temor nos acongoja y desalienta. Para vencer esa dificultad es necesario aguantar el miedo y la duda mientras se persevera en la búsqueda. Pero recordemos una vez más las palabras de Jesús en el evangelio: "El que busca halla..." Basta la experiencia de un solo encuentro verdadero con Jesús, tiernamente amado, para que todo se vuelva más fácil.

Aparte de marcar profundamente y para siempre a la persona que se dispone a la contemplación, el primer encuentro significa también el descubrimiento del camino de la contemplación. A partir de ese momento crucial, la motivación para orar contemplativamente aumenta y la distancia para llegar a la meta se acorta.

Todo se hace más fácil. Ese pregustar el gozo interior por la experiencia del primer encuentro despierta energías inusitadas para proseguir con redoblado empeño en los trabajos de aprendizaje del método de oración contemplativa.

En ese momento el Espíritu Santo comienza a trabajar en el alma de aquel que lo busca con amor. El resultado de ese esfuerzo de búsqueda no se hace esperar. Insensiblemente, casi sin darse cuenta, el hombre comienza a transformarse en un verdadero contemplativo.

Pero conviene saber que ese verdadero contemplativo no llega a hacerse nunca un contemplativo perfectamente acabado. No existe un contemplativo que viva ininterrumpidamente en permanente estado interior de contemplación de la faz de Dios. Existen altibajos.

A momentos de inefable coloquio interior con el Señor amado por encima de todas las cosas suceden períodos de distracción, de alejamiento, de pérdida de visión interior de Dios. Al tomar conciencia de ese momentáneo desfase espiritual, el contemplativo generalmente se asusta.

El camino de la espiritualidad nos conduce a través de esas alternativas de alegría y de optimismo y de sufrimiento y desánimo. A veces, esa alegría puede ser tan estupenda que el contemplativo llega a pensar que el cielo debe ser algo parecido a aquello que en aquellos momentos experimenta en la oración. Otras veces, en cambio, experimenta también sufrimientos y desalientos, que le dan la impresión de estar en un infierno.

Es importante, pues, no desanimarse. No tendría sentido echarse uno todas las culpas por causa de esa dificultad natural. Mejor, mucho mejor es dejarse conducir dócilmente por el Espíritu Santo, que, en realidad, nunca falla al contemplativo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ACCIÓN SIN ORACIÓN NO APROVECHA

¿Quién se halla capacitado para volverse contemplativo? He aquí una pregunta que exige una explicación como respuesta. El ejercicio de la oración contemplativa requiere algunas condiciones previas. La primera de estas condiciones es romper rotundamente con el mundo. La segunda es liberarse definitivamente de toda preocupación por nuestro quehacer individual de cada día.

Existen básicamente dos maneras de vivir en el mundo: vivir como si nuestra existencia se limitase al espacio de tiempo entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Todos aquellos que viven con esta convicción están comprometidos con el mundo. Se sienten envueltos en innumerables compromisos que les atan a los valores materiales y temporales de la vida.

Cuanto una persona más se envuelve y se compromete con los hombres y con las cosas de los hombres y del mundo, tanto menos libre es en sus actos: ya no puede ir donde quiere ni jamás podrá realizar todo aquello que le gustaría hacer. Se siente comprometida, amarrada y enredada en sus movimientos. Casi todas las horas del día las tiene comprometidas por diversas obligaciones. Puede decirse muy bien que ya no dispone de su tiempo para nada. Más aún: ya no es dueña de sí misma. Está, prácticamente, como esclavizada por el mundo. El esclavo no va donde quiere ni hace lo que quiere. Se limita a ejecutar órdenes de terceros. Por eso no es libre de servir a quien quiere. Está obligado a servir a los que lo dominan por influencias de todo tipo.

Aquel que sirve al mundo porque se comprometió con él, él mismo se ata y se impide entregarse a Dios tan libremente como desearía en lo más íntimo de su corazón. Por eso, para adquirir un profundo estado contemplativo, toda persona debe antes concretar una auténtica ruptura con el mundo.

La segunda condición para hacerse contemplativo -decíamos al comienzo de este capítulo- es la de abandonar las preocupaciones por los quehaceres o afanes de la vida activa.

Cristianos laicos y religiosos de congregaciones de vida activa se ocupan de obras que exigen trabajo. Hablan de las muchas cosas que tienen que HACER. Se consideran, muchas veces, hombres y mujeres de acción. Toman iniciativas, emprenden multitud de planes y actúan sin parar. Muchos de ellos se embarcan en tantas y tantas actividades, que no les resta tiempo para nada: comen apresuradamente, trabajan día y noche; no descansan; duermen poco; no tienen paciencia para cumplir sosegadamente con sus obligaciones regulares de oración; algunas veces omiten sumariamente la oración, simplemente porque "no tienen tiempo..."

Su programa de vida consiste en hacer, hacer... Llegan a murmurar de los que HACEN poco; tratan a los demás de perezosos y negligentes. Su grande y constante preocupación es siempre aquello que tienen que HACER. Lamentan los momentos que, según ellos, pierden sin realizar o HACER algo de lo que traen entre manos.

Quien ya no tiene tiempo para rezar, para meditar, para una tranquila lectura espiritual, seguro que no tendrá tiempo ni disposición para contemplar. Pues contemplar o rezar contemplativamente exige la capacidad y disposición de estar ahí sin HACER nada. Sólo un gran amor es capaz de permanecer tranquilo y reposado junto a aquel que es objeto de su amor.

Cuando esta persona deja de ser capaz de dominar sus ímpetus para la actividad y la agitación, cualquier intento de ejercicio de contemplación se torna en fracaso. Su mente, preñada de preocupaciones por las muchas cosas de que se ocupa, no le permite fijar la atención en el maestro ni escuchar lo que él le susurra al corazón. Simplemente, no oye a causa del continuo alboroto que producen en su derredor las ingentes preocupaciones que aturden su sentido interno. Sin una mudanza profunda y una conversión radical para otro tipo de preocupaciones -las cosas de la realidad espiritual-, no reúne las condiciones mínimas para la oración contemplativa.

La conversión de que aquí se habla consiste fundamentalmente en la purificación de todo aquello que pueda constituir un estorbo a la disposición total para la comunicación personal e íntima con Dios.

Para comenzar el nuevo programa de vida bastará con estar libre de compromisos y preocupaciones extraños al menos durante media hora diaria. Lo ideal seria una hora de contemplación, que podría dividirse en dos medias horas de entera disponibilidad únicamente para el Señor. Media hora de verdadera oración contemplativa por día ya es un buen comienzo. Si esa experiencia se hace realmente bien y si se persevera en sustentaría firmemente durante varios meses, parece suficiente, en la mayoría de los casos, para despertar el interés y gusto por la oración.

En estas condiciones de aprendizaje es prácticamente inevitable que la persona, poco a poco, sienta un gran deseo de profundizar y de prolongar la grata experiencia de amor místico. A partir de ese momento bastará solamente continuar con un sentimiento de profunda humildad. Muchos, embriagados con la maravilla de esa experiencia espiritual, comienzan a lamentar el tiempo perdido en anteriores compromisos con el mundo y sus preocupaciones profesionales.

Todo aquel que encontró el camino y ya está iniciado en la oración contemplativa, ha de estar permanentemente alerta contra los ataques del demonio, ya que éste está interesadísimo en desviar al hombre del camino que lo lleva a Dios. Echa mano de todos los medios a su alcance para lograr su satánico objetivo: arrancar el mayor número posible de almas de las manos de Dios.

Por desgracia, algún éxito tiene en su negro empeño. Sobre todo con aquellos que "ponen la mano en el arado y luego vuelven la vista atrás".

Todo aquel que inició un auténtico movimiento de oración personal debe estar atento. Esforzarse para no apartar la vista de aquel que le sedujo y le llama a la perfección. El único motivo eficaz para perseverar en la vida de oración que ya comenzó no viene de la persona que reza, sino de Dios que la atrae. Dios atrae a las almas como la lámpara eléctrica atrae a las mariposas durante la noche. Y como "nadie puede servir a dos señores", no podemos escuchar a Dios y mirar hacia él y, al mismo tiempo, escuchar y mirar a las criaturas. Eso seria una actitud contradictoria, capaz de provocar en nosotros una verdadera disociación interna que desestabilizaría completamente el equilibrio de la persona.

El equilibrio existencial se manifiesta en un doble plano: el sentir y el obrar. La persona completa concentra el máximo de su energía vital en todo cuanto piensa, siente y hace. Así, su vida se plenifica y equilibra en una notable armonía existencial.

Cristo nos hace una advertencia muy seria: dice que, para seguirle de cerca, debemos llevar nuestra cruz a cuestas como él la llevó; y también nos dice que la puerta del cielo es estrecha y que el camino que nos conduce a ella es estrecho y muy pendiente. Ya estamos avisados. Debemos tener &endash;siempre- presente que el camino de la imitación de Cristo no es ciertamente fácil.

En realidad, el seguir a Jesucristo trae consigo siempre un sufrimiento inevitable. Ello exige del discípulo de Jesús mucha renuncia y no poco sufrimiento. Pero esa entrega y sufrimiento no son, por otra parte, algo exclusivo de los verdaderos discípulos de Cristo: todos los hombres, de cualquier condición y en cualquier situación en que se hallen, tienen una cruz que llevar sobre sus hombros.

La felicidad permanente no es de este mundo. Todos los hombres la buscan, pero ninguno la encuentra aquí, en la tierra. Para tener éxito en la vida contemplativa es necesario abrazarla con ánimo alegre. A fin de cuentas, si orar es amar, ¿cabe, dentro de lo posible, amar sintiéndonos tristes y aborrecidos? Yo creo que no. El verdadero contemplativo es necesariamente una persona alegre, como alegre y feliz se manifiesta todo aquel que ama.

Recuperar la vida de oración y la alegría de estar a bien con Dios, perdida por el pecado, ayuda a mantenerse más fácilmente por encima de las cosas terrenas, que deprimen y afligen el corazón humano. Ser puro de corazón quiere decir estar despegado de las cosas de la tierra y estar abierto para Dios. Es desearlo de todo corazón. Es buscarlo incansablemente hasta lograr alcanzarlo.

¿Qué pensar de aquellas personas que, con un extraño criterio de actividad pastoral, repiten ingenuamente la frase inventada no se sabe por quién: "Oración sin acción no aprovecha".

Se trata de una afirmación, cuando menos, dudosa, si no herética. Por un lado, es cierto que "la fe sin obras es una fe muerta". Pero cualquier persona de mediana formación religiosa entiende fácilmente la expresión que acabamos de citar como indicadora del poco valor que se debe dar a la oración en la actividad pastoral. En la práctica, vese a no pocos sacerdotes y religiosos/as que simplemente dejan de rezar y justifican su actitud con la ingenua afirmación de que "no tienen tiempo para eso..."; que "todo su tiempo lo reservan para los pobres". Los bien intencionados, aunque ciertamente equivocados apóstoles sociales que actúan con este espíritu, en poco tiempo se vacían de "vida espiritual", que es la base siempre de un auténtico apostolado.

De suyo, disienten frontalmente aquellos que piensan que, en pastoral, la acción es más importante que la oración. En realidad, ciertamente más exacta y menos dudosa que la afirmación arriba dicha, es esta otra que dice: "En el reino de Dios, acción sin oración no adelanta". Cristo, en efecto, insiste mucho más en la necesidad de orar que en la necesidad de actuar. Pues sabido es que aquel que reza, que ora, cuenta con la fuerza de Dios. En cambio, el que confía únicamente en sí mismo cuenta solamente con sus propias fuerzas. Por eso ese tal se ve fácilmente sujeto a fracasos humanos y, sobre todo, espirituales.

En todo caso, juzgar a una persona que se encuentra en ese error seria pecado. Nadie puede juzgar del valor moral de las obras de otro, aunque de alguna manera pudiese interpretarse lo contrario en sentido negativo. Siempre podemos juzgar las obras de otros como buenas o malas. Pero a la persona o sujeto de la acción no podemos juzgarla jamás.

A fin de que podamos orientarnos en la búsqueda de la verdad, es, con todo, indispensable verificar de qué modo suceden las cosas en el campo de la vida de oración y de apostolado. Y ello es así porque el esfuerzo de discernimiento para una orientación más segura en el camino de la espiritualidad exige un análisis más atento de los diferentes factores que atañen a la cuestión.

Una cosa es segura. Ningún hombre tiene el derecho de juzgar la vida de otro hombre. Sólo la autoridad competente tiene siempre el derecho y el deber de avalar las obras de sus propios subordinados bajo el punto de vista moral. Ciertos hombres y mujeres carismáticos reciben también el don particular de discernir las obras de los demás bajo el punto de vista espiritual. Erigirse, sin embargo, por sí mismos en jueces de la vida de los demás es siempre extremadamente peligroso. Casi siempre lleva a graves errores e injusticias.

Con respecto a la manera de vivir el evangelio, es mejor que cada uno se preocupe sobre todo de sí mismo. Es mejor examinarse a la luz de la propia conciencia y juzgar con rectitud el propio comportamiento en la intimidad de nuestra conciencia. Esta actitud favorece mucho más el propio conocimiento humano y espiritual que el estar a la caza y crítica de la vida de los demás.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ORACIÓN Y DISTRACCIÓN

Antes de intentar entrar en la vida contemplativa es necesario corregir, en la propia vida concreta, todo aquello que pudiera constituir un grave obstáculo a una unión más íntima con Dios. La búsqueda de la intimidad con Dios es señal de que carecemos de algo necesario para la perfección humana.

Todos los hombres tienden a perfeccionar el ideal de su ser. Pero la perfección humana es, en la práctica, sólo un ideal imposible de alcanzar concretamente en toda su plenitud. Únicamente Jesucristo vive una unión total con el Padre. Aquellos que procuran imitarle en este aspecto de la existencia humana tienen solamente un éxito relativo en su esfuerzo de santificación. Nadie puede llegar a ser tan santo como aquel tres veces santo, el Hijo de Dios.

Ser santo significa vivir unido a Dios. Pero existen innumerables grados de santidad o de unión con Dios. No existen metas preestablecidas para el que se decide a caminar por la senda de la santidad. Solamente existe la indicación de la dirección a seguir. Y ésta nos viene dada por el ideal: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6,5). Este es el mayor y el primero de los mandamientos. El segundo, semejante a éste, es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lev 19,18). En estos dos mandamientos se resume toda la ley y los profetas" (Mt 22,37-40).

La santidad real de cada persona está en el grado de mayor o menor perfección con que consigue vivir ese ideal. En esto consiste la vida cristiana y la vida espiritual. El resto son detalles, aspectos parciales de los que se habla para esclarecer, para comprender mejor el modo de conducirse en el esfuerzo personal de santificación a que todos aspiramos en lo intimo de nuestro corazón. Por desgracia, muchos no escuchan este llamamiento...

Uno de los aspectos importantes para poder iniciar un efectivo programa de santificación personal por el ejercicio de la vida contemplativa es la purificación del pecado.

La palabra pecado se toma aquí en un sentido amplio, por ejemplo: apego a las cosas materiales y a comportamientos y actitudes egoístas. El mayor de esos apegos es ciertamente el del egoísmo.

El pecado constituye el obstáculo más serio entre nosotros y Dios. Removerlo, arrancarlo de nosotros es condición imprescindible para cualquier progreso real en la virtud. También los aspectos espiritualmente negativos de nuestro pasado deben ser debidamente elaborados de modo que los podamos integrar pacíficamente. Un hecho negativo de la vida pasada está correctamente integrado y debidamente asumido si ante un recuerdo ocasional y espontáneo del mismo no produce en nosotros ninguna convulsión emocional interna, ni siquiera perturba nuestra paz y seguridad internas.

La pura representación de los recuerdos de acontecimientos negativos o pecaminosos de la vida pasada no favorece un auténtico cuidado espiritual. Éste consiste fundamentalmente en una comprensión positiva de los hechos y en la humilde aceptación de las inevitables consecuencias dinámicas de los mismos, con espíritu de reparación y de penitencia.

Veo que aquí es necesaria una orientación para los que se esfuerzan en iniciarse en la vida contemplativa.

Me refiero al problema de las distracciones. En épocas pasadas, las personas que se quejaban de exceso de distracciones en la oración eran orientadas a alejar esos pensamientos incómodos mediante la represión forzada de la voluntad. Decían los "directores" espirituales que era necesario no tomar en cuenta la presencia de tales pensamientos importunos. Aconsejaban, simplemente, la actitud de mirar por encima de tales pensamientos, como si no existiesen.

Actualmente sabemos que esas "técnicas" para librarse de ideas y de pensamientos inoportunos en la oración no son lo más adecuado. En la práctica, dichas técnicas llevan al sujeto a ocuparse más de las distracciones que de la oración misma. Sabemos que mientras lucha contra la distracción esa persona ya no ora, sino que se enzarza en una batalla interior para librarse de las distracciones.

Sin embargo, existen medios más eficaces y más rápidos para reducir la fuerza de una distracción que trata de invadir nuestra mente y nuestro corazón cuando rezamos.

Esta técnica consiste en lo siguiente:

Apenas te das cuenta de que, cuando te dispones a orar, tu atención se ocupa de cosas que nada tienen que ver con la oración, entonces: 1) interrumpe momentáneamente la oración; 2) por unos momentos fija tu atención voluntariamente sobre el objeto de la distracción y toma plena conciencia de ella; 3) procura descubrir el motivo de esa insistencia del pensamiento que se interfiere en tu oración; 4) toma conciencia muy en serio de esa distracción y trata de conseguir y descifrar el porqué de ella en el preciso momento en que aparece.

Se trata, en resumen, de interrumpir la oración por unos instantes, para ocuparte deliberadamente con pleno conocimiento y total atención de la distracción. Haz la experiencia y verás que, enseguida, la distracción desaparece y recuperarás la paz interior. Vuelve enseguida a tu oración. Ya estás libre de la distracción. La distracción se vuelve tanto más insistente cuanto más fuerza nos hacemos para reprimirla. Toda esta represión produce una reacción en sentido completamente opuesto.

Nuestra mente tiende a ocuparse de aquello que más nos interesa. Son siempre las cosas más significativas para nosotros las que más nos interesan. Nos ocupamos espontáneamente de un mismo asunto en cuanto éste nos interesa por cualquier motivo.

El hombre no es un ser estático hecho de una vez para siempre. El hombre es un ser en continuo proceso de transformación, condición ésta que hace de él algo extremadamente versátil e inestable.

Este hecho explica nuestra dificultad para mantener la atención fija por mucho tiempo en una misma cosa. Y porque nos transformamos continuamente, variamos también constantemente de intereses. Por tanto, si queremos permanecer por un lapso de tiempo mayor ocupados por un mismo centro de atención, es necesario procurar mantener vivo el interés por la cosa en cuestión.

Sustentar el interés por un determinado objeto de consideración es problema de motivación y ésta es la dinámica mental, que funciona en base a un conocimiento previo de valores. La búsqueda, el descubrimiento y la vivencia de valores es expresión existencial de la propia vida. Nos movemos en el mundo por energías vitales de atracción y de repulsa de las cosas materiales y morales con que tropezamos en nuestro constante disloque entre el tiempo y el espacio. La inteligencia percibe los diferentes valores y la voluntad nos permite localizarlos.

El valor humano y espiritual que mayor atracción ejerce sobre el hombre es sin duda el otro. El otro forma parte de nuestro ser. Vivir sin comunicarse y sin relacionarse con el otro sería no existir plenamente como hombre. La energía interna que nos permite entrar en comunicación con el otro se llama AMOR.

Por eso el hombre normal se siente siempre impulsado a buscar al otro. El otro que satisface al hombre a nivel psico-fisiológico y psico-social es otra persona o un símbolo de la misma.

A nivel espiritual-racional necesitamos de Dios para nuestro complemento trascendental. Vida contemplativa es un voluntario enfoque existencial sobre los valores trascendentales. Dios, por tanto.

Contemplar a Dios produce una sensación de mayor plenitud existencial que si nos limitásemos a contemplar a una persona de carne y hueso muy agradable, o algún objeto material bellísimo. Una auténtica experiencia de Dios es experiencia culminante por excelencia. El simple y sincero deseo de entrar en comunicación íntima con Dios ya es amor, amor que transmite siempre mucha paz. Y es que allí donde está Dios hay paz. Y allí donde no hay paz Dios no está.

Tratar la distracción como arriba hemos explicado implica también reconocer la inutilidad de luchar directamente contra ella. La mayoría de las distracciones que interfieren en nuestra oración no pueden ser vencidas por la fuerza de la voluntad. Son más fuertes que nosotros mismos. Entregarse por uno o dos minutos a ellas es una estrategia que nos permite suscitar en nosotros mismos dos actitudes extremadamente útiles en la vida de oración:

1) El humilde reconocimiento de nuestra pobreza y de nuestra impotencia cuando se trata de ir a Dios, cuando él nos llama: "Sin mí nada podéis hacer" (Jn 15,5). Y también: "Ninguno puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no le trae" (Jn 6,44). Jesús nos alienta para que no desfallezcamos en la importante obra de la contemplación: "No temas, pequeño rebaño, porque ha sido del agrado de vuestro Padre daros el reino" (Lc 12,32).

2) El descubrimiento de la necesidad de entregarse confiadamente en las manos misericordiosas de Dios; en el camino de la santidad, Dios es nuestro compañero de viaje. Él lo vigila todo, tiene previsión de todo, nos alienta y nos ampara.

Estas dos actitudes favorecen nuestra docilidad a la gracia. Si el Señor nos ve dóciles y fieles a sus invitaciones, a sus inspiraciones, no podrá por menos de apoyarnos en nuestro flaco esfuerzo por alcanzarlo. El mismo inicia el combate contra nuestros enemigos. ¿Y quién puede contra Dios? Cuando ve que estamos a punto de perecer en manos de nuestros enemigos, él nos toma en sus poderosos brazos para protegernos, para consolarnos, para darnos paz y seguridad en torno a su tierno corazón de padre y de madre.

Por último, es necesario reconocer que pocas personas serán capaces de orar durante media hora sin distracción alguna. No existe una técnica indefectible para acabar con las distracciones de una vez por todas.

Las diferentes técnicas aconsejadas para resolver el problema de las distracciones en la oración, en realidad no consiguen acabar totalmente con esa dificultad. Únicamente la reducen. No tenemos noticia de la existencia de contemplativos que sean capaces de no padecer o no haber padecido alguna vez por causa de las distracciones en su esfuerzo para permanecer durante largo tiempo en amoroso coloquio intimo con el Señor. Por eso, para ser un auténtico contemplativo, se necesita armarse de valor para no desanimarse ante las inevitables dificultades de todo género que pueden surgir a lo largo del accidentado camino de perfección espiritual.

El contemplativo es un convertido. Y la actitud de conversión lleva consigo siempre el arrepentimiento de los pecados. Ésta es, por otra parte, una de las grandes preocupaciones naturales del contemplativo. Por esta razón, además de pedir todos los días perdón a Dios por sus infidelidades en el amor, suplica constantemente para que el Señor se digne purificarle más y más cada día. Y la razón es porque le ama y quiere amarle más cada día. El que ama al Señor trata de hacerse cada día menos indigno de aparecer ante los ojos de su amado.

El sufrimiento es útil en la vida de oración. Por experiencia personal, sabemos que el sufrimiento nos enseña a descubrir el camino que nos lleva a Dios. Y el primer fruto de la experiencia del sufrimiento, amorosamente asumido en la búsqueda de Dios, es la purificación.

¿No es verdad que "son bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios"? Por el hecho de no ser fácil alcanzar la perfecta pureza de corazón, podemos comprender muy bien la dificultad de ver perfectamente a Dios cara a cara.

Esta dificultad contraría las optimistas expectativas del muy tierno principiante en la vida de oración. Y ello es, generalmente, causa de desaliento y angustia. En realidad, todos los hombres padecemos cierto grado de angustia por causa de la contradicción interna inherente al conflicto que se genera por dos tendencias opuestas: el deseo profundamente arraigado de ir a Dios y, al mismo tiempo, la tendencia casi invencible de buscar la satisfacción de la exigencia psico-fisiológica del placer periférico de los sentidos.

La experiencia de la contemplación nos enseña también que en este mundo no hay plena seguridad ni paz que dure siempre. La vida es inestable por naturaleza. Transforma continuamente todas las cosas, incluso al hombre. Cambiamos constantemente nosotros sin poder cambiar el modo de ser de las cosas.

Pero esta visión realista de la existencia del hombre en el mundo no debe sernos motivo de pena y miedo de vivir. No estamos solos. "No se turbe vuestro corazón. ¿Creéis en Dios?; creed también en mí... No os dejaré huérfanos. Yo volveré a vosotros... Vosotros me volveréis a ver, porque yo vivo y vosotros viviréis. Aquel día conoceréis que estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14,1.18-20).

SEGUIR LA ATRACCIÓN

La contemplación es un don. Contemplar es también un arte, que se adquiere con el ejercicio mediante un método adecuado. Por ser un don de Dios, la contemplación no puede ser aprendida si el ejercicio practicado para adquirirla se hace sin intención consciente y muy viva de buscar a Dios.

Por otro lado, el don de Dios se ofrece siempre gratuitamente a todos los hombres. Mas quien permanece con el corazón cerrado a cal y canto delante de Dios, que es quien distribuye sus dones, evidentemente no podrá recibir nada. El ejercicio para adquirir el don de la contemplación es propiamente un ejercicio de apertura a Dios.

¿En qué consiste el ejercicio para descubrir la oración contemplativa? ¿Cuál es el método a seguir para ese aprendizaje?

No es fácil responder a estas dos preguntas. La dificultad viene del hecho de que cada aprendiz acrecienta el caudal general del método aconsejado con algo suyo personal e imponderable que no puede ser imitado por los demás. Esta contribución personal viene de aquello que el individuo pone de más original y único: su propia historia de experiencias.

El aprendizaje o descubrimiento de la contemplación no es obra humana. Es obra divina. Dios la realiza en el hombre que le permite trabajar en él, poniéndose plenamente en sus manos. Y tanto es así que incluso a veces Dios realiza esa obra en personas que aparentemente no hacen nada por aprender esa manera de comunicarse con Dios. Podemos suponer que se trata de personas que, por un misterioso privilegio del Creador, viven espontáneamente orientadas a Dios. Son como ciertas flores que espontánea y constantemente miran siempre al sol. Una de esas flores es, entre otras, el girasol. El que vive constantemente orientado hacia Dios reza siempre, incluso cuando no se halla en oración propiamente dicha. No es raro que tales personas se transformen, poco a poco, en auténticos contemplativos.

De ellos se dice que han recibido de Dios el don de la contemplación infusa. Obviamente, no tuvieron que recorrer largos y arduos caminos de ejercicios metodológicamente orientados al descubrimiento de la oración contemplativa. Sencillamente recibieron este don de modo totalmente gratuito de Dios. En resumen, éste es un misterio de la gracia.

Nadie merece la gracia de la contemplación. Alguien podría imaginarse, al menos, la posibilidad de vivir una estrecha unión entre Dios y él. Todos los hombres tienen conciencia, más o menos clara, de esa posibilidad debido al misterioso anhelo por esa unión que, de manera incomprensible, existe de siempre en el fondo del corazón humano.

Expertos directores espirituales (cf La Nube del No-Saber) afirman que el Señor, con frecuencia, llama deliberadamente a la contemplación a aquellos que fueron pecadores habituales, con preferencia a aquellos otros que nunca le ofendieron gravemente. En el reino de la contemplación hay más imitadores de santa María Magdalena, de san Agustín y de san Pablo de lo que uno se atrevería a imaginar.

Esto es algo que se comprende. Porque el que tiene la triste experiencia del pecado, tiene ordinariamente mayor facilidad para comprender la misericordia, la liberalidad y el poder de Dios. Y la experiencia de un gran perdón es capaz de desencadenar el movimiento de un gran amor. Esto es lo que parece sugerir la historia vivida por muchos admirables santos de la Iglesia.

Pero ¡atención!: no ser capaz de contemplar no quiere decir que uno sea menos querido de Dios. Es preciso reconocer que, en muchos casos, no puede ser contemplativo el que más quiere y lo desea, sino el que puede y está capacitado para esta clase de oración perfecta.

Hay personas estructuradas psicológicamente de tal manera (temperamento, carácter, educación...), que, sencillamente, no tienen la requerida disposición humana para eso. Falta actitud. La contemplación es un carisma. No es una gracia reservada a un justo ni a un pecador. Es un don que Dios concede únicamente a aquellos que él sabe tienen la capacidad y la disposición suficientes para hacerlo fructificar.

Los frutos de la contemplación no pertenecen únicamente al contemplativo. Se trata de un don, de un talento que Dios entrega a aquel que él espera que lo hará fructificar para bien personal y para bien de la humanidad. Nadie se santifica únicamente para sí mismo. Todo el cuerpo místico de Cristo se resiente positiva o negativamente con el bien o con el mal de cualquiera de sus miembros. Nadie se salva por sí mismo, ni se condena tampoco por si solo.

Aquel a quien Dios le da el presente de la contemplación, recibe también con esa gracia la capacidad para desarrollar y sacar provecho de ese don.

¿Y cómo conocer si una persona está capacitada o no para entregarse a la contemplación?

La experiencia de haber tenido éxito en el ejercicio de la contemplación es ya una prueba cabal e indiscutible de esa capacidad. Capacidad para contemplar y para la contemplación propiamente dicha son cosas iguales. Contemplar es experimentar la acción de Dios en lo más íntimo de nuestro ser.

En cambio, aquella persona que se muestra insensible a la gracia no puede siquiera desear ser contemplativa. Tampoco tiene capacidad para desarrollar un adecuado ejercicio de oración contemplativa.

La gracia la da Dios a quien la desea. No se puede desear ser contemplativo si primero no se desea de todo corazón a Dios infinitamente bueno y maravilloso. En esto no hay ningún misterio. Es algo tan natural como todo lo creado. Cualquiera que tenga sentido común lo comprende.

Si deseas realmente entrar en la intimidad amorosa de Dios, ejercítate con perseverancia en ese movimiento de aproximación, sobre todo a través de una progresiva purificación personal de todo aquello que puede constituir un obstáculo a la unión con él.

Poseemos a Dios en la medida que nosotros deseamos poseerlo, tal como él se nos presenta, sin pretender comprender todo el misterio insondable que él es. La curiosidad por conocer toda la profundidad de su misterioso ser podría, eventualmente, frenar el movimiento amoroso y sencillo del corazón deseoso de estar con él.

Pero la unión con Dios no es un fenómeno intelectual. Es sobre todo un movimiento de corazón. El esfuerzo intelectual por saber y entender lo que acontece en el alma cuando ésta se entrega totalmente y cuando Dios toma realmente posesión de ella dificulta la acción de la gracia.

Para que esto no ocurra es necesario tomar una actitud pasiva de receptor, y no actitud activa, como la del que hace o actúa. Colaborar con la gracia no consiste en querer aumentarla, o incluso pretender ponerse en su lugar. O dejamos que la gracia actúe plenamente en nosotros o bloqueamos la acción del Espíritu Santo, que nos moldea y nos da forma.

El autor de La Nube del No-Saber sugiere la idea de considerarse como un trozo de madera en manos del carpintero, o como la casa en relación a quien en ella habita. Podemos también considerarnos como ciegos en relación a quien actúa con nosotros, limitándonos a percibir lo que él hace en nosotros. Acompañar el suave despertar de la gracia en la intimidad del alma. Olvidarnos de todo para vivir únicamente para Dios. Verle a él solamente para que él sea nuestro único anhelo.

Si ya experimentaste alguna vez algo semejante a esto, alégrate entonces, porque estás en el buen camino. Puedes confiar ciegamente en que quien te mueve en lo más íntimo de tu ser es el propio Dios. No te resta más que dejarle hacer lo que él quiera. Tu colaboración con él consiste precisamente en dejarle actuar libremente contigo igual que se comporta el niño con su madre, el cual la acompaña a todas partes, se deja bañar por ella, toma la comida que ella le ofrece, deja que la madre le vista y le calce... Tú no tengas miedo del demonio. Ya sabes que éste sólo tiene algún poder sobre aquellos que por curiosidad se le aproximan, sobre aquellos que se atreven a bromear con él.

La simple y atenta lectura de este libro no basta para aprender a contemplar. Cualquier aprendizaje práctico es siempre el resultado de descubrimientos personales. Estos descubrimientos tienen siempre lugar durante las experiencias y ejercicios de que te hablamos.

Los métodos y técnicas que algunas veces se sugieren para la iniciación en la oración contemplativa no son más que experiencias y ejercicios hábilmente dirigidos por especialistas. Vienen a ayudar a crear condiciones psicológicas favorables para poder orar. No son, por tanto, absolutamente condición necesaria para aprender a orar, contemplativamente.

Todo aquel que es capaz de fijar únicamente en Dios su deseo más puro, su anhelo más íntimo de amar, acabará por descubrir la preciosísima perla de la contemplación.

Si ya experimentaste alguna vez el deseo misterioso de entrar en comunicación más íntima con Dios, puedes confiar en que es él el que te atrae, quien te llama. Si no te resistes a esa llamada, el Señor terminará despertando en ti un movimiento irresistible de aproximación.

Alégrate, en este caso, con la certeza de que vas por el buen camino. Toma ánimos y sigue adelante. Es seguro que alcanzarás tu objetivo, y esto no por la fuerza de tu voluntad, sino por la fuerza de la gracia con la que Dios te llama. Déjate llevar por él. Confía ciegamente. Preocúpate únicamente de no levantar barreras ni poner obstáculos en el camino que tratas de recorrer. No te resistas a él. él te quiere más que tu padre y tu madre. él es el AMOR personificado. En él encontrarás la realización plena de tu ser de hombre. él es tu destino. Si fallas en esto... Sólo Dios es tu meta suprema de hombre. Quien lo alcanza, jamás será destruido. Tiene la existencia y la felicidad aseguradas para siempre.

La oración contemplativa no es privilegio reservado a los intelectuales. Está al alcance de todos. Mas el que aspira a este nobilísimo arte de ponerse en relación íntima con Dios, ordinariamente debe cultivar algunas actitudes que favorecen este aprendizaje: el estudio, la reflexión y la oración ordinaria.

Hay una amplia literatura que trata más o menos apropiadamente del asunto. Es muy bueno mantenerse bien informado al respecto. Son muchos los que aprenden, llegan a ser capaces de meditar, mediante la lectura asidua o diaria de libros que tratan de esta materia. Otros muchos obtienen también excelentes informaciones sobre estas cuestiones por asistir a debates y conferencias, o por tomar parte en cursos organizados con fines semejantes.

La consecuencia que hemos de sacar de todo esto es que si a pesar de todo nunca nos esforzamos para ponderar la palabra de Dios, no debemos extrañarnos de no saber orar, ni meditar, ni contemplar.

La palabra de Dios es como un espejo. Al mirarnos en él, podemos descubrir en qué estado se encuentra nuestro aspecto general (qué cara tenemos, cómo está nuestro peinado, nuestro tocado). La razón es nuestra visión espiritual, nuestro conocimiento, nuestro semblante espiritual.

La razón ocupada en verificar nuestro estado de conciencia es función análoga a la que desempeña el espejo con relación a nuestro rostro. Sin la lectura meditada o la escucha de la palabra de Dios, el hombre es incapaz de darse cuenta del estado de su conciencia. Es como un ciego, incapaz de servirse del espejo para examinar su propia apariencia física. Si desea saber qué aspecto presenta en aquel momento, tendrá que recurrir a otra persona de confianza.

Siguiendo con este ejemplo, una vez consultado el testimonio fiel del espejo, si observamos que nuestro aspecto no ofrece las condiciones apropiadas para comparecer en público, lo primero que hacemos es retocar nuestro peinado, nuestro rostro, etc., antes de presentarnos ante los demás.

Otro tanto sucede en el orden espiritual cuando por medio de la palabra de Dios nos damos cuenta de nuestro desorden, de nuestros defectos; cuando tratamos de presentarnos ante él, lo primero que procuramos es "arreglarnos", es decir, si la mancha o suciedad que percibimos en nosotros mismos nos produce una sensación de pecado, obviamente deberemos limpiarnos por el arrepentimiento o incluso, si fuese necesario, por la confesión sacramental. Sabido es que Dios no puede admitir el pecado. Este constituye el obstáculo que impide, de modo absoluto, la unión del hombre con su Creador.

El hombre en pecado repugna a Dios tanto como a los hombres nos repugna un cadáver. Si estamos muertos a Dios por el pecado, podemos volver a la vida de la gracia por el arrepentimiento sincero. Pero si descubrimos que lo que nos mantiene alejados de Dios es la indiferencia y el desconocimiento de nuestro Padre del cielo, entonces es hora de buscar al Dios de la misericordia en el estudio de la Biblia y en la oración.

Sin la lectura y sin la escucha de la palabra de Dios, sin la reflexión sobre el significado de ese conocimiento, no puede haber oración auténtica. Sólo se ama lo que conocemos suficientemente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LUGAR DE LA CONTEMPLACIÓN: EL CORAZÓN

El contemplativo reza y medita de modo diferente al de los que no son propiamente contemplativos. Su meditación no consiste en la reflexión discursiva sobre la palabra de Dios leída en un texto sagrado. Diríamos que se parece más a una repentina intuición o una clara visión directa del propio estado interior. Tiene conciencia repentina y directa de los propios pecados y de la infinita bondad y misericordia de Dios.

Es una experiencia espontánea, no inducida por un esfuerzo voluntario de reflexión a partir de una lectura o de un discurso o sermón. Se trata de un conocimiento psicológico-espiritual unido directamente a una auténtica experiencia de Dios. No se trata de un saber únicamente humano. Es una experiencia en la que toma parte el mismo Dios.

El contemplativo acaba generalmente por abandonar la práctica de la meditación reflexiva sobre asuntos como la naturaleza caída del hombre y la bondad infinita de Dios. Basta con que concentre su atención sobre conceptos como pecado o Dios para que se desencadenen inmediatamente pensamientos y sentimientos directamente relacionados con esas realidades de tan profundo significado espiritual.

La inteligencia lógica no ayuda mucho en realidad para hacer una buena oración. Como es sabido, la inteligencia lógica no interviene prácticamente en el desarrollo del amor. Al contrario, tiende a bloquear el crecimiento en el amor de Dios. De hecho, la inteligencia se ocupa más de las cosas terrenas que de las del cielo. En las cosas del espíritu, la inteligencia humana es más tinieblas que luz. La palabra de Dios no es para ser entendida por la razón. Va dirigida directamente al corazón del hombre.

Para una mejor comprensión de cuanto venimos diciendo, nos basta con observar la relación madre-hijo. La madre no se relaciona con el hijo pequeño &emdash;el niño&emdash; a base de argumentos razonables. La madre intenta llegar al alma del hijo &emdash;su sensibilidad emocional&emdash; para construir y mantener allí una adecuada relación con ella. En más de una ocasión, Cristo nos advierte en su evangelio: "Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18,3).

Por "reino de los cielos" debemos entender aquí la auténtica Iglesia de Jesucristo, representada por la unión fraternal de los hombres que, en primer lugar, reconocen y profesan a Jesucristo como Señor. Y de ahí que todos los cristianos se esfuercen sinceramente por vivir en paz y armonía unos con otros, siguiendo las soberanas directrices del divino maestro.

Es deseo, reiteradamente expresado por Jesucristo, que todos los hombres formen parte de ese "reino": "Tengo también otras ovejas que no son de este aprisco. Es preciso que yo las traiga y ellas oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor" (Jn 10,16).

Todos los discípulos de Cristo somos, insistentemente, invitados por el maestro para que [con nuestro ejemplo y nuestras plegarias] atraigamos a nuestros hermanos a fin de que se integren en ese "rebaño" [para que formen parte de ese "reino"]. "Id, pues, y haced discípulos míos en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado..." (Mt 28,19-20).

Ya sabemos que, como nos enseña una larga experiencia, esa unidad del rebaño de Cristo no se conseguirá a base de una persuasión intelectual. El mismo Cristo no empleó sabios argumentos de inteligencia lógica para atraer discípulos a su causa. Empleaba un lenguaje sencillo y persuasivo como el de la madre y el del padre en su relación familiar con los propios hijos.

El razonamiento lógico no ayuda realmente a contemplar. Si ayudase, la mayoría de los contemplativos sería de intelectuales.

La realidad demuestra exactamente lo contrario. Aunque esto no quiere decir que la inteligencia y la cultura se opongan a la vida de oración contemplativa. Nada de eso. Existe, sí, una explicación para esa constatación de que la mayoría de los contemplativos no sean intelectuales.

La explicación está en que el intelectual, más que los otros, se inclina más a buscar a Dios por las luces de su inteligencia que por la simplicidad del corazón. Dios no es complejo ni difícil de entender como lo son, en cambio, ciertas relaciones de las materias que se estudian en otras disciplinas científicas: las matemáticas, la física, la química, la electrónica, la astrofísica, la medicina, etc.

Dios es sencillo, tan sencillo como lo es la madre para el pequeñín con que ella se relaciona. Decididamente, para conocer a Dios, para abordarlo y para relacionarse íntimamente con él, el único camino que existe es el de la simplicidad de un niño. Todos los niños son naturalmente contemplativos. El objeto de su contemplación es su propia madre o aquella persona que haga sus veces. También, bajo este punto de vista, la simple razón humana nos dice que Jesús tiene razón al afirmar: "Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18,3).

Cuando el contemplativo, recogido en la presencia de Dios, piensa en el pecado, no piensa en ningún. acontecimiento particular de su propia vida. Considera únicamente la infinita distancia que media entre Dios y él. Se preocupa con un inmenso deseo de acercarse lo más posible a aquellos que le aman extremadamente. Sufre con la dificultad que siente de acercarse al bien amado. Se espanta de las aparentes indiferencias e, incluso, fugas simuladas (sequedad espiritual) de aquel a quien ama más que a su vida.

Continuamente se arrepiente de sus debilidades y de su tibieza delante de aquel que le llama con inefable ternura. Todos esos sentimientos tan contradictorios le hacen sufrir lo indecible. Generalmente acaban despertando en él un impulso irresistible de caminar resueltamente en busca del bien amado, poniendo en el empeño toda suerte de renuncias y de actos de generosidad. Lo curioso es que de toda esa tempestad interior nada se trasluce al exterior del contemplativo. Éste aparece a los ojos de los demás extremadamente tranquilo, relajado y en medio de una paz envidiable.

El contemplativo no depende, en su actividad orante, de raciocinios discursivos. El contemplativo ora a base de intuición. Sus pensamientos y sus sentimientos espirituales aparecen espontáneamente como visión directa de la verdad.

La oración personal del contemplativo es siempre muy sencilla, directa y espontánea, semejante al lenguaje balbuciente de los niños. No tiene nada de estructurado. Para una buena oración comunitaria es evidente que debe de haber un mínimo de estructura o simple preparación, ya sea por lo que respecta a las personas que en ella participan, ya sea en el desarrollo mismo de la oración.

Así, por ejemplo, la liturgia eucarística y la oración comunitaria de la liturgia de las horas siguen un ritmo previamente organizado que no se observa en la oración estrictamente personal de las personas profundamente contemplativas. La relación del contemplativo con Dios se desarrolla de una manera totalmente libre, como se desarrollan, por ejemplo, las relaciones hijo-madre.

No debemos pensar, sin embargo, que el contemplativo no valore la oración comunitaria y litúrgica. Al contrario, demuestra gran aprecio por esas formas de orar pública y solidariamente con sus hermanos. Si las formas litúrgicas de orar obedecen a una determinada preparación y a métodos específicos en su desarrollo, la oración privada y personal es totalmente libre y espontánea. Sigue el ritmo variado del corazón y de las necesidades del momento.

El contemplativo ora raras veces con palabras. Su relación personal con Dios se desarrolla al calor y al unísono de los sentimientos y de las emociones del momento.

Esta clase de oración no es tanto acción como sobre todo vivencia. Esta puede expresarse por monosílabos e interjecciones de admiración, de alegría, de dolor, de soledad, de gratitud, etc.

Las grandes emociones, más o menos repentinas, no se expresan por largos discursos ni detalladas explicaciones. Se expresan con exclamaciones cortas y tajantes, y sobre todo expresivas. De ese modo, el que experimenta el acontecimiento tendrá una noción más exacta de su verdadera naturaleza. Asimismo, reaccionará también más prontamente y con mayor intensidad ante esa manifestación.

Contemplar no consiste esencialmente en entregarse a largas horas de oración vocal o de meditación reflexiva. El contemplativo vive y se mueve continuamente en la presencia de Dios, en medio de sentimientos de reposo tranquilo o de variadas emociones que se refieren a los acontecimientos externos e internos de la vida. Participa de la vida común de la comunidad en que habita. La esencia de su vida de oración consiste en una continua vivencia interna y externa de la presencia de Dios y en la viva expresión de los sentimientos, ligados de un modo u otro a esa vivencia.

 

 

 

 

 

 

 

LA VIDA CONTEMPLATIVA ES FRUTO DE LA GRACIA

Para aprender a contemplar y a orar contemplativamente es necesario comenzar a rezar con la mayor intensidad interior posible. Se ha de evitar la abundancia de palabras. Se debe aprender a orar con el menor número posible de palabras. Insistir, mientras sea posible, en rezar con una sola palabra, incluso con monosílabos. Por ejemplo: Dios, sí, no, ¡oh!, ¡más! etc.

La palabra mejor para rezar contemplativamente -monosílaba o no- es siempre aquella que mejor expresa la naturaleza de la propia oración en el momento presente.

Para mejor entender esto que venimos diciendo es preciso explicar primero la naturaleza de la oración. Ésta se describe como "una oración sencilla, reverente y consciente, llena de deseo de crecer en amor y de superar o vencer el mal".

El mal de que aquí se habla, sea por instigación, sea por obra, se resume en el pecado. Por eso, cuando deseamos ardientemente rezar por la conversión de los pecadores, debemos siempre pensar únicamente en las terribles destrucciones causadas por el pecado.

Santa Teresa de Jesús sugiere una interpretación personal: "La oración mental no es otra cosa, a mi modo de ver, que lo que es un tratar de amistad, un estar muchas veces a solas con aquel que sabemos nos ama (Vida 8).

Cuando la mística santa del siglo XVI habla del amor, debemos pensar únicamente en el significado de la palabra DIOS y despertar en nosotros el deseo de estar con él. Esta palabra significa todo cuanto de bueno existe. Dios es la única fuente de todo bien. Él es la misma bondad, el amor en persona.

Por tanto, mal o pecado y Dios son las dos palabras más importantes en la vida de oración. El contemplativo prefiere alimentar su oración con las grandes síntesis comprendidas en esos dos monosílabos.

Para orar o para contemplar con esas palabras no es bueno investigar la naturaleza gramatical o semántica de las mismas. Dejarse llevar por esa actividad intelectual es más trabajo que el que supone la oración en si. Sería, ni más ni menos, bloquear la oración contemplativa. Ésta -ya lo hemos dicho antes- se caracteriza sobre todo por la vivencia y experiencia interior.

Es cierto que la oración contemplativa y la contemplación propiamente dicha no son fruto del estudio, sino de la gracia. Y esta gracia la recibe todo aquel que se abre a ella y que, interna y externamente, está dispuesto a recibirla.

Las dos palabritas pecado y Dios no tienen por qué ser tomadas obligatoriamente para motivar la oración contemplativa. Es cuestión de elección personal. La gracia puede inclinarnos por otras palabras con otros objetivos u otros significados. Lo importante es que la palabra elegida se mantenga fija en la mente cuando queramos orar con palabras sencillas o aisladas.

Aquel que no se sienta inclinado a orar con palabras habrá de rezar de otra manera, como más le convenga en ese momento.

La sencillez de la verdadera oración no impide que ésta sea frecuente. En realidad, no sólo es frecuente, sino que tiende a transformarse en un estado permanente: el estado de oración.

En un momento dado, impulsado por la gracia, el contemplativo entra en determinado estado de oración y en él permanece hasta conseguir que su plegaria reciba una respuesta.

En la vida de oración, los acontecimientos se suceden de modo semejante a lo que acontece en la vida ordinaria de las personas. Si alguien se encuentra inopinadamente en una gran dificultad imprevista, grita espontáneamente: "¡Socorro!, ¡socorro? , o "¡Fuego!, ¡fuego! Y así continuará gritando hasta que su demanda urgente sea atendida.

Cuando el contemplativo se vale de una determinada palabra para orar, no insiste en una clase particular de pecado. No tiene en su mente el orgullo, por ejemplo, o la envidia, o la lujuria, o cualquier otro pecado particular por grave que sea. Únicamente trata de bucear en la realidad espiritual significada por la palabra.

En la vida espiritual, el hecho más serio que afecta siempre destructivamente al equilibrio del alma amante del Señor no es este o aquel pecado particular. Es siempre aquel hecho muy lamentable del pecador, que se encuentra apartado de la amistad de un Dios infinitamente bueno y amable.

La tradicional clasificación de los pecados en graves o leves, en más graves o menos graves, de acuerdo con la norma de conducta transgredida o de ofensa hecha a Dios o a los hombres, no interesa mucho al contemplativo. Lo realmente grave y lamentable en grado superlativo para él es la estremecedora situación del hombre que rompe su relación de amistad con Dios. Sentirse el hombre separado de Dios es para él algo espantoso, terrible, que le roba la paz del alma y se convierte en su mayor tormento.

Por el pecado yo mismo pierdo mi dignidad de hijo de Dios; por el pecado me encuentro solo y desamparado de mi Padre, a quien abandoné en un loco gesto de rebeldía; por el pecado me encuentro sumido en la más absoluta pobreza y en una aflicción tan grande que sólo me queda gritar, con una exclamación desesperada: "¡Padre mío!... ¡Padre mío!... ¡Socorro!... ¡Ayuda!…"

Es difícil describir con palabras el estado espiritual del hombre en pecado. Únicamente la triste experiencia personal nos lo puede enseñar. Sólo la pérdida de aquel de quien dependemos en todo puede revelarnos todo el inmenso &endash;infinito- valor de ser hijo adoptivo de un Padre todo ternura y amor absolutamente gra-tuitos.

Si le escuchamos con atención, él mismo nos enseñará el profundo significado de nuestra filiación divina. Él lo hace mejor que cualquier sabio escriturista versado en la sagrada Biblia. ¡ Y escuchemos cómo nos habla, cómo gime y grita en lo íntimo de nuestro corazón!

Solamente la persona espiritualmente sorda o perversa, totalmente enfangada en la sucia materia del pecado, podrá dejar de escuchar ese grito interior de Dios, nuestro Padre.

La propia palabra pecado horroriza al alma contemplativa, hasta el punto de que llega a sentirse abismada en la más absoluta miseria. El hombre contemplativo de tal modo llega a sentir asco y repugnancia del pecado, que, incluso físicamente, se derrumba por el peso moral del mismo, y llora por la pobre humanidad, inconsciente de la pérdida de su propio y maravilloso destino original.

Lo que se dice del pecado vale para el contemplativo tanto cuanto vale lo que se refiere a la palabra de Dios.

Al meditar la palabra de Dios, el contemplativo no se ocupa de ninguna obra particular de Dios. No considera virtud particular alguna, como la humildad, la caridad, la paciencia, la sobriedad, la templanza, la esperanza, la fe, la castidad o la pobreza evangélica. Se ocupa solamente de la realidad espiritual de la palabra de Dios. Las virtudes particulares son únicamente aspectos de esa misma realidad.

La unión con Dios comprende la práctica de todas las virtudes. El que está en Dios posee todos los bienes. Posee a Dios en su plenitud. Por eso ya no puede ambicionar más. Allí donde Dios predomina, todo lo demás, fuera de Dios, es vacío y nada. Cuando alguien se vuelve contemplativo, no se hace tal por sí mismo.

Nadie llega a ser contemplativo por si mismo. Cuando uno llega a la contemplación, sabemos que no es obra suya, sino de Dios.

El contemplativo es siempre obra de Dios. Si tiene algún mérito en ser contemplativo, éste se limita a la docilidad con que esa persona se deja trabajar y moldear por aquel que nos llama, nos quiere y nos ama.

En una de las capillitas de oración de la sede provincial de los Hermanos Maristas de México Central (Quinta Soledad), se lee, debajo del tabernáculo, esta sugestiva frase:

"TÚ ME SEDUJISTE, YAVÉ,

Y YO ME DEJÉ SEDUCIR".

Estas significativas palabras compendian de modo perfecto el misterioso proceso espiritual que transforma al hombre natural en un autentico contemplativo. El fenómeno de la seducción amorosa es siempre el resultado de un doble movimiento afectivo. Una persona que ama apasionadamente a otra que se entrega totalmente y se deja amar.

No hay amante que ame más apasionadamente a una persona que el mismo Dios. El nos engendró y no se cansa de buscarnos, de atraernos, hasta que nos haya conquistado definitivamente.

Por otra parte, el hombre seducido por Dios es tal solamente a partir del momento en que ama apasionadamente a aquel que irresistiblemente le atrae. Todos los amores humanos no pasan de pálidas imágenes de lo que acontece entre la persona que se entrega por entero y Dios, que nos ama apasionadamente.

El gran sufrimiento de los que se dejan conquistar por la grandeza del amor de nuestro Señor Jesucristo es precisamente el pecado. Éste implica siempre un amarguísimo sentimiento de pérdida del más precioso don de la vida: el amor.

El pecado está en relación al amor como el agua está en relación al fuego, o más todavía, como la noche lo está con relación al día. El amor es vida, mientras que el pecado, por el contrario, es muerte.

Es triste, muy triste para el contemplativo la idea de que, a pesar de su buena voluntad, no consigue ser para su Señor únicamente fuego de amor, luz y vida. Por más que se esfuerce, no consigue librarse totalmente de cualquier mancha de pecado. Y es que, desgraciadamente, el pecado forma parte del hombre. Mas esa realidad es un peso, una mancha que le humilla profundamente y le mortifica cruelmente.

Podríamos preguntarnos: ¿Por qué esto es así? ¿Por qué debemos pagar un precio tan alto para amar, si no podemos vivir sin ese sufrimiento de querer amar más y no poder conseguirlo?

Para poder vislumbrar algo de ese misterio es necesario recordar que ésta es una realidad de nuestra vida sobre la tierra. No venimos a este mundo para echar raíces en él. Sabemos que la vida sobre la tierra es de paso, un mero tránsito. La felicidad no se nos da gratuitamente. Debemos conquistarla con trabajo y perseverancia. La vida en la tierra no es más que una espera en el vestíbulo de la eternidad, en el que debemos esperar con paciencia nuestra entrada en la bienaventuranza de un cielo eterno.

Nacemos todos en pecado. Y como nada impuro puede entrar en el cielo -la "tierra prometida"-, el Señor nos conduce al desierto para una previa purificación. Por eso contemplación no es precisamente felicidad. Es más bien tiempo de trabajo y de sufrimiento, de ejercicio y de ensayo de la nueva vida que el Señor nos tiene prometida. Él mismo nos dice que va delante de nosotros para prepararnos un lugar adonde nos llevará después. Allí nuestra vida ya no conocerá sufrimiento ni miedo, cosas que son sólo patrimonio de nuestra condición de pobres pecadores.

El gran principio que orienta al contemplativo en sus trabajos de incesante y exhaustiva búsqueda es: En la medida en que poseas a Dios estarás libre de pecado, y en la medida en que estés libre de pecado poseerás a Dios.

Desde el punto de vista de eficacia espiritual, un grito interior -tal vez imperceptible- es realmente manifestación de la persona en si, de lo que ella es en esencia. Ese grito que sale de lo más íntimo de nuestro ser es la expresión del hombre, de lo que él tiene de más auténtico. El clamor que irrumpe de lo más recóndito y profundo del hombre conmueve el corazón de Dios más fácilmente que los largos salmos, recitados más o menos automáticamente.

¿Y por qué un grito espontáneo o una brevísima exclamación dirigidos a Dios tienen tanto poder sobre su divino corazón? Es fácil de entender. La madre no se deja impresionar por una larga perorata o vano parloteo del hijo. En cambio, se asusta y corre en auxilio del hijo cuando éste la llama con voz fuerte y angustiada, aunque sea una sola vez: "¡Ma-má-a-a-a!…"

Ese grito y esa interjección del hijo expresa para la madre todo un mundo de emociones, que ella conoce muy bien y que sólo ella será capaz de remediar. Orar de este modo es orar con toda la fuerza de nuestro ser, con toda nuestra alma.

Esa oración es profunda, porque sale de lo más íntimo de la persona. Con esta oración el hombre llega a conocer la verdadera naturaleza de Dios: al todopoderoso, al omnisciente, al todo misericordia, al creador de todo cuanto existe, al eterno, al amor de los amores...

El contemplativo vive expuesto a ese Dios y es continuamente transformado por él. La gracia todopoderosa de Dios transforma al hombre y hace de él una persona semejante al propio Dios. De igual modo que el Padre ejecuta al instante el menor deseo y petición del Hijo, Jesucristo, él también atiende con paternal presteza la menor petición o deseo de aquellos que se asemejan a su Hijo divino.

El modo correcto de orar para ser inmediatamente atendido por Dios es orar a la manera de Jesucristo cuando oraba a su eterno Padre. Y aquel que es capaz de orar como oraba Jesús puede estar seguro de que su oración será escuchada por el Padre.

Para orar como oraba Jesús no es preciso que seamos necesariamente iguales a Jesucristo. Ninguno es tan santo como Jesús. Sin embargo, un pecador puede, en principio, rezar como rezaba Jesús. También él será escuchado por Dios y atendido en sus angustias y necesidades verdaderamente espirituales.

Podemos pensar, con toda razón, que el Señor procura estar siempre muy atento cerca del hombre malo y pecador, algo así como lo está la madre, siempre próxima al hijo enfermo y necesitado. Los hijos sanos juegan y brincan, trabajan, estudian... "Jesús come con los pecadores..." " No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Lc 5,32).

Incluso los humanos, intrínsecamente malos y pecadores, difícilmente nos resistimos a un enemigo declarado cuando nos suplica auxilio en una situación de extrema necesidad. La angustiosa llamada de "¡Socorro!" es capaz de mover incluso los corazones ordinariamente insensibles al sufrimiento ajeno.

La gracia puede transformar realmente el corazón lleno de odio y convertirlo, hasta el punto de llegar a sentir profunda compasión por un enemigo.

¿Qué pensar, entonces, del misericordiosísimo corazón de Jesús para con el pecador en apuros? Dios posee en plenitud todas las diversas buenas cualidades del hombre. Por misericordiosa disposición suya, participamos de sus atributos divinos, ya que nos hizo a su imagen y semejanza.

Dios es misericordioso por esencia de su ser. Por eso podemos decir que todo él es misericordia. Esta verdad es capaz de despertar una confianza infinita en nuestro Señor Jesucristo.

 

 

CONTEMPLACIÓN Y SALUD

La orientación general de la vida del contemplativo se caracteriza por una clara actitud de moderación. No se puede afirmar de él que sea una persona específicamente moderada en esto o en aquello, como, por ejemplo, en el comer, en el beber, en el dormir, etc. Pero la característica de prudencia y de templanza del verdadero contemplativo afecta a todas las manifestaciones de su personalidad. El contemplativo se mueve equidistante entre dos extremos.

No busca el exceso en la oración formal ni abusa de los compromisos sociales. La única cosa que no le preocupa limitar es el amor. Su aspiración aquí y su esfuerzo lo tiene puesto en el ser infinito, sin que, evidentemente, espere llegar nunca a alcanzar esa medida.

La exageración y el exceso en cualquier aspecto de la vida, incluida la vida de oración, perturban siempre de cualquier modo el equilibrio psico-fisiológico del hombre.

Las imprudencias de comportamiento están siempre generalmente relacionadas con la necesidad de realizarse. El activismo o cualquier otro exceso acaban siempre por alienar la realidad de la vida, como producen también alienación el abuso del alcohol, de la droga, del tabaco, del sexo... Todos estos excesos son una manifestación de la relación patológica con una experiencia que llega a tocar e influir en la disposición interna de la persona.

La relación patológica con una realidad personal acaba siempre por perturbar, más o menos profundamente, tanto en cosas como en experiencias personales, y quienes le rodean se vuelven más o menos extraños y superfluos para él.

La personalidad del individuo que comete excesos presenta tres elementos característicos muy a tener en cuenta: una relación patológica, el modo de obrar que altera sus disposiciones anímicas y la tendencia a romper con toda relación interpersonal o de amistad.

Un eventual abuso excepcional no siempre causa graves trastornos de salud o de personalidad. El gran peligro está en la necesidad de repetir obsesivamente, sin cesar, ese abuso o exceso. La obsesión limita la voluntad. Y esa limitación impide al sujeto en cuestión cumplir sus buenas intenciones, reiteradamente renovadas.

El comportamiento de una determinada persona que se limita a excesos y exageraciones de todas clases, en cualquier aspecto de la vida, oculta siempre una depresión latente, que lleva al sujeto a experimentar en sí una sensación de progresiva disminución de la vida. Reacciona a esa impresión funesta con un exceso cualquiera, el cual tiene por objeto la necesidad de sentir la sensación de vida.

El aspecto activo de la vida contemplativa no sigue un ritmo uniforme a lo largo de la existencia. Acontecimientos normales diversos, comunes a todos los hombres, hacen que ese ritmo sea ya acelerado, ya disminuido e, incluso a veces, casi suspendido por completo.

Dolencias más o menos graves, trastornos de naturaleza neurótica y, sobre todo, alteraciones de las funciones psico-biológicas pueden afectar tanto a la vida física cuanto a la mental y a la espiritual.

Estos y otros cambios naturales influyen en el ritmo de vida del contemplativo. Este hecho lleva a recomendar a la persona sinceramente empeñada en crecer en el amor a Dios y a los hombres a no desmayar, a cultivar decididamente un permanente estado de sana alegría-de-vivir.

Por otro lado, se requiere un buen sentido común, de modo que cualquier persona se responsabilice en conservar el propio estado de salud, tanto física como mental y espiritual. Debe el contemplativo saber que cerca del 85 por 100 de las dolencias que afligen al hombre son, en general, "fabricadas" inconscientemente por el propio sujeto. La práctica de las reglas de higiene física, mental o espiritual constituye una condición indispensable de vida normal, más o menos feliz, y de longevidad.

Una vida religiosa sólo se construye sobre los fundamentos de una disposición tranquila, saludable y vigorosa, tanto del cuerpo como del espíritu. La salud del cuerpo y del alma exige una buena disciplina de vida en todas sus manifestaciones: alimentación, trabajo, reposo, emotividad, relaciones sociales, deporte, estudio, diversión...

A pesar de todo, nadie está completamente protegido contra cualquier enfermedad imprevista. Por eso es también necesario estar prevenido.

Si la dolencia o la enfermedad vienen, el contemplativo tratará de cultivar la paciencia. Esperará con humildad en la misericordia de Dios. El sufrimiento soportado por amor a Dios puede ser incluso más meritorio y más útil para la salvación del mundo que lo puedan ser las inefables alegrías de una profunda vida de oración contemplativa.

Hoy existe una amplia literatura que trata prácticamente de todos los aspectos de higiene preventiva para una vida más sana, más llena y más eficaz en todos los sentidos: salud, higiene, alimentación, relación interpersonal, trabajo, reposo, equilibrio emocional.

Quien de veras se interesa por crecer, sobre todo en el amor de Dios y en el apostolado entre los hermanos en Cristo, encuentra siempre el camino justo de moderación en todo.

Quien generosamente se entrega a la vida contemplativa, difícilmente yerra por exceso o por omisión en su empresa.

Quien ama de verdad busca ser fiel, cueste lo que cueste. Un grande y auténtico amor a Jesús lleva al contemplativo a preocuparse muy poco por problemas de alimentación y de vestuario. "Mirad a los pájaros... Ellos no siembran ni cosechan, no tienen ni despensa ni granero, y, sin embargo, Dios los alimenta... Mirad a los lirios del campo cómo crecen; no hilan ni tejen, pero yo os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos... No andéis buscando qué comeréis y qué beberéis, y no andéis ansiosos... Buscad antes el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Lc 12,24-31).

La moderación y el equilibrio humanos se consiguen más fácilmente con una sincera despreocupación de las cosas de la tierra que con una excesiva introspección y angustiosa actitud voluntarista. Se trata de confiar más en el Señor, a quien amamos apasionadamente, que en nuestra propia inteligencia y capacidad de adaptarnos a nuestra realidad del momento presente.

He aquí la gran lección que nos legaron y nos legan, los numerosos santos que proliferan en todos los tiem-pos y lugares del reino de Dios sobre la tierra.

El contemplativo no tiene realmente otra cosa que hacer que vivir, en cada momento de su existencia, la intimidad afectiva con aquel a quien se ha consagrado irrevocablemente. La constante purificación de todo lo que ocupa el lugar reservado a Dios en el corazón del hombre es una condición de crecimiento espiritual.

Cualquier seguidor sincero de Jesús no puede pactar con nada que pueda obstaculizar el reinado soberano de su Señor. El corazón, la inteligencia y el propio cuerpo del contemplativo pertenecen al Señor y deben estar totalmente a su servicio. El hombre que se entrega incondicionalmente a Dios ha de olvidarse de sí mismo. A partir de su incondicional consagración al Señor, ya no se pertenece. Pasa a ser, en las manos de Dios, un simple instrumento para la salvación del mundo.

El verdadero amante tiene un solo deseo, que eclipsa a todos los demás: estar enteramente disponible al servicio del amado por encima de todas las cosas.

Se trata de aprender a detestar casi instintivamente todo aquello que aparezca en nuestra mente y en nuestro corazón y que directamente se oponga a nuestra intimidad personal con Jesús. Nuestro amor a Jesucristo nos exige que entre él y nosotros no exista absolutamente nada que lo estorbe.

Cuando el amor de Dios invade el corazón del hombre, el divino huésped lo absorbe todo por completo. Ya no queda en él espacio para nada que no sea Dios. Sólo él y yo habitamos en nuestra inmensa soledad. El espacio físico y espiritual más densa y ricamente ocupado es siempre la soledad a dos: Dios y yo.

¡Qué pobres y qué necios son aquellos cristianos y religiosos que se lamentan de padecer la soledad interior! Viven realmente solos o ignoran por completo que cargan con el mundo entero en su mezquino corazón. ¡Qué ciegos, sordos y pobres están todos los que así piensan! Son como mendigos desesperados de la vida y muertos de hambre, que duermen, sin saberlo, encima de sacos repletos de dinero.

El mayor obstáculo para nuestra unión íntima con Dios es ciertamente el pecado. Pero es mejor no ocuparnos demasiado de él. La mejor manera de curar esa llaga fétida es vivir con la conciencia limpia, seguros del amor y de la misericordia infinita del Señor, que nos sustenta.

Nosotros no podemos curarnos a nosotros mismos. Sólo él puede y quiere curarnos. Si le somos fieles, si cumplimos su voluntad, la curación será segura y definitiva. Hipotéticamente, alguna vez Dios se apartará de nosotros. Desgraciadamente, podemos serle rebeldes y huir de él. Ser fiel y dócil y dejarse amar por él es el rescate de nuestra abominable miseria. Por desgracia, mi pecado no es algo extraño a mi ser, sino que es inherente a lo que soy. No tengo pecado, pero yo soy pecado. Un doliente. Yo soy la misma dolencia, la misma enfermedad. Sólo Jesús, médico divino, puede curarme.

Para orar contemplativamente en sentido más profundo es necesario abandonar e! pensamiento y la experiencia personal de todas las cosas creadas. Esta es una condición indispensable para olvidarse uno de sí mismo y poder fijar toda la atención en Dios como tal o en una de las tres divinas personas: el Padre, Jesucristo o el Espíritu Santo.

Lo más difícil de apartar de nuestra memoria es el constante recuerdo de nuestro yo: nuestras sensaciones, percepciones, sentimientos y experiencias, tendentes a ocupar el centro de nuestros pensamientos.

En la oración contemplativa, y más todavía en la contemplación propiamente dicha, el centro de todo cuanto acontece en torno nuestro es el Señor. Nosotros funcionamos únicamente como el que mira, oye, comprende, recibe... Somos meros espectadores y, como tales, reaccionamos espontáneamente. El y sólo él es el divino actor que anima la escena. Lo único importante en ese momento de profunda intimidad con Dios es lo que él dice y hace con nosotros.

Toda nuestra atención, nuestros sentimientos y nuestras actitudes son reacciones causadas directamente por él. Todo sucede al modo de lo que ocurre en un idilio amoroso entre la madre y su pequeñín, a quien ella ama entrañablemente. La animadora de la escena es la madre, no la criatura. Ésta no es más que el objeto al que se dirigen las miradas, los gestos y las palabras cariñosas de la madre, cualquier expresión, en fin, que tenga algún significado para el hijo.

La madre sabe muy bien que todo lo que acontece en aquellos momentos va dirigido al único objeto de su predilección. El hijo se siente blanco de todo cuanto viene de su madre. No es capaz de razonar todavía, no entiende el significado exacto de todo aquello que percibe. Se limita a observarlo todo y, por un mecanismo automático de su incipiente consciencia, se da cuenta de que todo aquello que ocurre es algo extraordinariamente bueno para él. Su frágil sistema nervioso actúa, de modo automático, los estímulos amorosos de la madre sin entender aún perfectamente el significado más profundo de esa experiencia.

Pues bien, el Señor es para nosotros mucho mejor de lo que es la mejor de las madres del mundo. Nos es imposible comprender en toda su extensión y magnitud su inmenso amor, la grandeza de su misericordia para con nosotros, frágiles criaturas suyas.

Lo que Dios nos pide es que nos dejemos amar por él. Que él pueda servirse de nosotros en su incomprensible bondad, totalmente gratuita, para ejercer con nosotros su misteriosa paternidad y maternidad divinas. Él nos creó para tener a quien poder amar de manera semejante a como la madre ama a su hijo, para realizar de modo excelente su íntimo deseo de maternidad.

Nuestro papel en ese místico juego contemplativo consiste en estar dispuestos y abiertos para dejarle a Dios la iniciativa de hacer en nosotros cuanto desee. Limitémonos a recibir, escuchar y comprender lo que él nos quiere dar a entender. Así podremos crecer a su divina sombra, amparados por su poderosa mano de Padre y de Madre. La mayor alegría de Dios -si es que podemos hablar así- es la de ocuparse de nosotros los hombres, sus hijos muy amados. ¡Qué triste seria desconocer la divina predilección del Señor por nosotros! Ciertamente, seríamos unos hijos ingratos... Sin alma...

Todo esto implica en nosotros la destrucción de todo egoísmo. Si confrontamos, en un sentido valorativo, la arcilla inerte con el artista alfarero, no lo dudaremos: el hombre representa un valor muy superior al barro informe y totalmente privado de vida. El hombre es depositario de una potencialidad fabulosa. Puede hacer innumerables cosas; puede percibir y leer el significado existencial de todas las cosas perceptibles por los sentidos. Puede experimentar variadísimos estados de conciencia.

El hombre es el ser más poliforme, polifacético y polivalente del universo conocido. La arcilla, barro deleznable, en sí misma no es más que un aglomerado de partículas de tierra y de agua. Totalmente impotente para crear, para percibir y para entender lo que con ella acontece.

Sin embargo, en las manos del artista la arcilla se transforma. Con ella se pueden representar muchísimas cosas. Es capaz de asumir una infinita variedad de formas bellísimas, tales como vasos y otros objetos realizados por famosos artistas, que enriquecen las salas de todos los museos del mundo y que adornan asimismo ricos palacios.

Si trasladamos la sencilla imagen arriba descrita al ámbito de la contemplación, el divino alfarero artista es el Señor. Nosotros somos la arcilla. Ésta yace abandonada, desconocida y sin valor alguno, oculta en el seno de la tierra, donde duerme un sueño de muerte. Así es y así será hasta el momento en que el Señor la vea y decida servirse de ella para poner por obra su divina arte creadora.

Crear es fundamentalmente jugar, divertirse. El juego de los niños no tiene utilidad práctica para la vida de los hombres sobre la tierra. Pero el juego tiene suma importancia para los niños. Sin él, éstos no podrían vivir. Su existencia sería un drama. Probablemente acabarían por morir de tristeza.

El juego lo es todo para el niño. Es aprender a conocer las cosas y a conocerse a sí mismo. Es ejercitar poco a poco sus riquísimas y variadísimas aptitudes y dotes humanas. En el juego el niño se siente un pequeño creador, un artista capaz de dar vida a las cosas que caen en sus manos. El niño experimenta la alegría-de-vivir cuando puede jugar. ¡Es como se siente feliz!

Nosotros somos la arcilla, un juguete en las manos del divino artista. El centro de la escena es el Señor. Nosotros -la arcilla y el juguete- no somos nada. Absolutamente impotentes. "Sin mí, nada podéis hacer" (Jn 15,5). En sus divinas manos seremos transformados en algo muy especial, hermoso y rico.

Dios se complace en la obra de sus manos. En el misterioso juego de la contemplación el acontecimiento más importante no es la transformación que se opera en nosotros, sino la alegría de Dios en poder transformarnos. "En verdad os digo que habrá más alegría por ella (la oveja perdida) que por las noventa y nueve no perdidas" (Mt 18,13). Y en otro lugar nos dice Jesús: "En verdad os digo que habrá mayor júbilo en el cielo por un solo pecador que hizo penitencia (es decir, que se deja trabajar por mí) que por los noventa y nueve justos que no necesitan de penitencia (es decir, que ya fueron trabajados por mí)" (Lc 15,7).

Contemplar o rezar contemplativamente es, esencialmente, abandonarse con plena confianza en las manos de Dios y dejarse trabajar por él.

Debemos asistir con atención participativa a todo lo que Dios hace con nosotros. Participar con humildad y gratitud en todo lo que él tenga a bien emprender en nuestro provecho.

El verdadero importante en esta tarea es él, no yo. Yo no soy más que un objeto dócil en sus manos de Padre, de Madre, de artista. Yo no tengo nada que hacer. Sólo él hace todo cuanto dentro de mí sucede. Yo sólo debo dejarle hacer. Todo únicamente para su mayor gloria.

 

DOCILIDAD Y COOPERACIÓN

La previa purificación en la que tanto se insiste cuando se estudia el camino de la oración más perfecta o contemplativa, es una necesidad fundamental para progresar en la vida espiritual.

El mayor obstáculo a superar en ese esfuerzo de purificación es la concentración egocéntrica en nuestro propio ser. La mente y el sentimiento humanos tienden a mantener la atención dirigida hacia el propio yo. Eliminada esta dificultad, el alma puede volar libremente para ir al encuentro del Señor y abandonarse confiadamente en sus brazos acogedores.

Pero esto, ciertamente, no es fácil. Requiere un esfuerzo que el hombre, por sí mismo, difícilmente será capaz de hacer. Sólo la omnipotente gracia de Dios puede comunicar al hombre la fuerza necesaria para dar ese importante paso.

Con todo, no basta con que Dios nos dé la gracia necesaria para que podamos cumplir esa difícil tarea. Si no cooperamos generosa y enérgicamente con el Señor, no hay nada que hacer. Nuestra cooperación debe ser total, pues, en realidad, no es nada fácil despegarse totalmente de sí mismo.

Es un trabajo que puede causar mucho sufrimiento interior. ¡Tan apegados estamos a todo aquello que tenemos y nos rodea! Se trata de un ejercicio espiritual de perfección y ascesis que muy bien puede causar una especie de tortura psicológica.

No se trata, evidentemente, de destruir el precioso sentimiento de estima-de-sí-mismo. Tampoco consiste en despreciarse uno mismo. Ambas actitudes significarían, ciertamente, nada menos que una peligrosa e inútil pérdida de personalidad.

La idea de la dignidad personal, como hijos de Dios que somos por inmerecida filiación adoptiva, corres-ponde simplemente a nuestra más pura y cristalina verdad. Negarla implicaría una ofensa a nuestro Padre del cielo.

En el fondo, se trata de un verdadero sentimiento de humildad un poco semejante al de la santísima Virgen después de la misteriosa encarnación del Verbo. La prodigiosa maravilla pudo realizarse porque María ya estaba preparada para acoger el milagro por un perfecto desprendimiento de sí misma: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra" (Lc 1,38). Al reconocer que en este asombroso acontecimiento -el mayor que se haya producido en la tierra- no entraba mínimamente la cuestión de su propio valor humano como persona, María reconoce estupefacta: cosas grandes ha hecho en mi el todopoderoso, y santo es su nombre" (Lc 1,49).

Según la tradición, Miriam de Nazaret era, en aquella época, la única mujer de Israel a la que no le pasaba por el pensamiento siquiera que pudiese llegar a ser madre del Mesías. Eso es lo que se debe entender por "total desprendimiento de si mismo . Ese sentimiento de humildad y de modestia es la condición mínima para que el Señor pueda obrar sus maravillas también en la persona del contemplativo.

Únicamente con personas de esta índole Dios hace cosas maravillosas. Después de su primera encarnación, la mayor de las maravillas que él puede obrar en una persona es su incomprensible, absoluta y gratuita reencarnación: el misterio de la inhabitación de Dios en el alma del justo.

Cuando este misterio se hace visible y palpable en alguien, este alguien pasa a ser corredentor en la difícil misión salvífica del mundo. Por eso únicamente el verdadero contemplativo es apóstol auténtico.

El apostolado no consiste en realizar principalmente importantes obras entre los hombres necesitados de liberación de algún sufrimiento. Consiste más bien en llevar a los pobres de Yavé que sufren de alguna dolencia o padecen alguna necesidad a Cristo vivo reencarnado en el alma y la vida de un apóstol.

Aquel que trabaja con los pobres, el técnico rural, el luchador de clases sociales, el político, el asistente social, el médico de cabecera, etc., no deja de ser un pseudoapóstol.

Puede hacer algún bien a nivel humano o social, pero ciertamente no ayuda al crecimiento del reino de Dios en la tierra. Luz del mundo, sal de la tierra, fermento de la masa cristiana, camino, verdad y vida únicamente lo es Cristo y todos aquellos que le imitan y que se identifican con él. El resto es mentira.

El apóstol ha de ser hombre de oración. Cuanto más auténticamente contemplativo fueres, tanto más serás apóstol verdadero. Cristiano, sacerdote o religioso, apóstol como uno de los doce. Al cabo de tres años de estrecha intimidad espiritual con Cristo, impelidos por el espíritu del maestro, los DOCE recorrerán el mundo anunciando la BUENA NUEVA, orando por todos, bautizando a cuantos se lo piden. Todo cuanto decían y hacían llevaba el sello inconfundible de Cristo.

He aquí la transformación que debe operarse en la vida de una persona que aspira a ser, poco a poco, un verdadero contemplativo con vocación de gran apóstol.

San Pablo narra las dificultades que tuvo que soportar hasta llegar a ser un gran apóstol, para transformarse en un ardiente apóstol de Cristo. Luchó, luchó incluso consigo mismo, hasta que, por fin, pudo afirmar con la humildad y la modestia que le son tan elocuentemente características: "Ya no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mi".

Cuanto más uno se vacía de sí mismo, tanto más desea que ese vacío se llene de Dios, por quien todo lo anhela de corazón. Y cuanto más el Señor ocupa ese espacio disponible en el corazón humano, tanto más el hombre ya no desea otra cosa. Se olvida incluso de si mismo.

Pero esto no quiere decir que el sujeto no quiera existir. Si vivir es relacionarse con los demás, olvidarse de sí mismo significa concentrar la dinámica de la vida no en si mismo -como hace el niño pequeño-, sino en aquellos con los que nos relacionamos. Es darse a los demás.

Los niños son naturalmente egocéntricos. Los adultos inmaduros pueden serlo también.

Por el contrario, el adulto social y emocionalmente más evolucionado, como conviene a su edad, tiende a ser abierto y expansivo. Preocuparse uno de si mismo, olvidándose de los demás, es limitar sus propias posibilidades de enriquecerse existencialmente. Preocuparse más de los otros que de si mismo es expandirse, es crecer existencialmente.

Liberarse de una excesiva preocupación por sí mismo significa conquistar mayor libertad interior. En la medida en que el contemplativo crece en su desarrollo en el sentido de una espiritualidad más profunda, se dará cuenta de la gran ventaja que para él supone esa mayor libertad interior. Esa libertad crece, paradójicamente, en la medida en que se fortalece la unión con Dios.

El camino para llegar a la verdadera contemplación está lleno de trampas o celadas, más o menos peligrosas. Es importante conocerlas para evitarías. Es mejor prevenir que curar.

La primera trampa contra la que el principiante debe estar prevenido es la decepción. Él oye decir que el deseo es el primer movimiento interno para llegar al amor de Dios. Por eso intenta por todos los medios experimentar en sí mismo ese deseo, ese ansia de amar. Oye también hablar de la tristeza que el contemplativo siente por estar aún tan lejos del verdadero amor de Dios.

Algunas veces, el principiante puede creerse capaz de todo. Corre el riesgo de interpretar literalmente el sentido de algunos conceptos generales que se afirman respecto a un determinado tema. Puede perder completamente de vista el sentido verdaderamente espiritual y profundo de esas afirmaciones. Intenta, por eso, forzar su propia naturaleza en la tentativa de experimentar internamente esos sentimientos: el deseo de amar y la tristeza que siente por no lograr amar aún. Puede, en una palabra, llegar a forzar esos sentimientos.

Esos intentos de probar concretamente un deseo o una emoción cualquiera suponen una peligrosa violencia sobre la propia estructura física o psíquica de su persona. Semejante autoconstreñimiento de la propia naturaleza es peligroso. Puede muy bien destruir el equilibrio físico o psíquico del principiante. La consecuencia inmediata más probable de semejante procedimiento es un estado más o menos grave de agotamiento físico y nervioso. Y este estado depresivo, derivado de tal coacción, lleva a buscar espontáneamente alguna compensación para aliviar esa tensión general.

Ese comportamiento nada tiene que ver con la contemplación espiritual, ya que, en verdad, nada tiene de espiritual. Se trata de una pseudocontemplación, que puede incluso desencadenar un estado de delirio próximo al trastorno mental.

La verdadera espiritualidad nunca lleva a perjudicar el equilibrio mental. Es, por el contrario, un poderoso factor de salud mental. La falsa espiritualidad favorece la aparición del orgullo, de la sensualidad y de la presunción.

Tampoco el brote de un entusiasmo y de una exaltación no motivados en realidad por una causa piadosa puede juzgarse como una inspiración del Espíritu Santo. Hay emociones y sentimientos de naturaleza religiosa que no corresponden al auténtico amor de Dios ni a una verdadera iluminación del Espíritu. Pueden nacer de ideas y de ambiciones ajenas a la auténtica espiritualidad.

La consecuencia de actitudes semejantes en busca de la verdadera contemplación lleva a toda suerte de engaños y de equívocos, como, por ejemplo, la hipocresía, la doble vida, e incluso a verdaderas herejías. Esa falsa experiencia trae consigo cierto naturalismo y una idea equivocada de la vida espiritual. En cambio, una auténtica experiencia de contemplación lleva al descubrimiento de la verdad enseñada por Jesucristo.

Existe una gran variedad de pseudoexperiencias de Dios, así como también existen, naturalmente, varias maneras de llevar una auténtica vida contemplativa.

El demonio tiene muchos y muy sofisticados modos de engañar incluso a personas muy bien intencionadas en la búsqueda del camino que conduce al verdadero amor de Dios.

Pero si se tiene presente que los buenos directores espirituales suelen poner en práctica muchas orientaciones para evitarnos errar y para que caminemos con una certidumbre que muy bien podríamos considerar absoluta, no hemos de desmayar en el camino. Recordemos, por último, que en este libro se describen algunas de esas celadas o trampas con que el enemigo común acostumbra asustar a los que de veras buscan una intimidad mayor con Dios por medio de la contemplación.

 

 

 

 

 

 

 

CORAZÓN PURO Y BUENA VOLUNTAD

Para llegar a la verdadera contemplación se debe confiar más en el entusiasmo y en la genuina alegría espiritual que en la fuerza de la voluntad.

Éste es un trabajo que exige prudencia y cautela. Un imprudente esfuerzo de voluntarismo puede incluso causar daño al equilibrio de la propia personalidad.

Como regla general para buscar la auténtica contemplación, podría aconsejar ésta: cuanto más tranquila y alegremente procedas, tanto más sencilla, humilde, espiritual y auténtica será tu oración contemplativa.

Si, por el contrario, te empeñas en trabajar valiéndote de actitudes artificiosas y mórbidas, los resultados serán más bien decepcionantes. Es por esto que se recomienda mucha cautela al que de veras desea ser un contemplativo.

Existen diversos abusos, más o menos peligrosos, que se deben evitar al tomar ese camino espiritual.

Uno de ellos es la pura y simple representación de pensamientos, imágenes, fantasías, deseos y sentimientos. Estas diferentes actividades de la mente tratan de desviar la atención del único objeto que buscamos. Toda representación desencadena una reacción interna que viene a reforzar ese descontrol de la mente, lo que divide peligrosamente el equilibrio interior.

¿Qué se podría hacer, entonces, frente a esas distracciones que tienden a bloquear el vuelo libre del alma sedienta de Dios? La primera actitud a tomar en cuenta es la de tener paciencia, la de no perder la cabeza. En vez de reprimir esas "tentaciones", es mejor enfrentarse a ellas tranquilamente y preguntarse a si mismo respecto del significado de las mismas en el preciso momento en que se presentan, tanto en el aspecto vital como en el espiritual. Acto seguido, tomar una actitud tranquila de defensa: vigilar la propia voluntad para no dejarse enrollar por esas distracciones. Y, por último, suplicar al Señor con humildad y sinceridad que envíe su Espíritu de fuerza y de calor.

La propia consciencia de que por nuestro esfuerzo personal no conseguiremos dar un paso hacia el Señor, es condición indispensable para que él nos envíe su gracia. Nosotros no tenemos la menor aptitud para salvarnos. Sólo él nos puede salvar. Sin él, nada se ha hecho. Pero "todo lo puedo en aquel que me conforta…" como afirma san Pablo.

Si el Señor no construye la casa, vano será nuestro esfuerzo..." (Sal 127,1) para aprender a contemplar.

En las construcciones personales, la dimensión de nuestra espiritualidad no tendrá cimientos suficientemente sólidos. Si el Señor no nos orienta [y aconseja], construiremos nuestra casa sobre arena. Nuestras vanas ilusiones están destinadas a desmoronarse con la primera tempestad, por leve que sea.

La gracia divina no actúa por impulsos naturales, sino que actúa con una suave fuerza semejante al suave y constante crecimiento de una planta. Por eso el trabajo de aprendizaje de la oración contemplativa requiere un previo ejercicio de amar con alegría en la tranquila disposición de paz y de reposo del cuerpo y del alma.

Es necesario saber esperar con alegría y con modesta delicadeza a que el Señor tome la iniciativa para celebrar el encuentro. Sin la luz interior que precede a la manifestación del Señor, difícilmente podrá ser percibido.

Vale la pena saber esperar, por cuanto que la espera aumenta el deseo de estar con él. En la vida de oración, nada puede forzarse. El Espíritu sopla cuando quiere y donde quiere. Es inútil querer violentarlo.

Es más. Aparte de inútil, sería contraproducente. El Señor es como una madre amantísima que sale en busca de su hijo, y cuando lo encuentra le abraza entrañablemente, le estrecha contra su corazón y le cubre de tiernos y cálidos besos.

La condición para que Jesús proceda de un modo semejante con nosotros es que nosotros nos presentemos ante él como si fuésemos niños pequeños: con sencillez, con confianza, con verdad, con sinceridad, con lealtad, con amabilidad, con corrección, con espontaneidad, dispuestos a lo que él nos pida...

Experimentados contemplativos llegan a aconsejar a los que quieren tomar esa vía espiritual a no expresar directamente al Señor su íntimo deseo de amarle. Afirman que es mejor ocultar ese deseo a los ojos de Dios. Y lo justifican diciendo que, cuanto más ocultemos ese deseo al Señor, tanto más claramente lo echará de ver.

Esa paradójica explicación revela, en realidad, toda la riqueza de una fina psicología.

En efecto, si dos personas se aman secretamente, es decir, si cada cual por su lado procura esconder sus sentimientos al otro, ambos estarán viviendo el inefable encanto de un auténtico amor recíproco. En el momento en que se revelan mutuamente ese secreto, todo ese encanto se viene abajo.

Sin embargo, este encanto se puede vivenciar de una manera mucho más delicada y gratificante de lo que corresponde a una concreta relación amorosa entre dos personas.

Amar en secreto también es amar. Para nadie es un secreto que el Señor nos ama locamente. Pero nunca tendremos una ocasión más clara y gozosa para un encuentro con él, si no le dejamos tomar la iniciativa de descubrirnos ese amor. Por eso, nuestro consejo: estimulemos el deseo de nuestro amor secreto y sepamos esperar pacientemente el momento en que él quiera manifestársenos.

En la medida en que el hombre busca a Dios con lealtad y deseo sincero, el corazón crece en pureza. Se purifica de la prepotencia de la carne y así hace más fácil la unión íntima con el Señor. Él ve al hombre puro más claramente que nadie, sabe que le busca para complacerse con él, como al más amable de todos los padres, como a la más amorosa de las madres. Cuanto más purificado esté el corazón del hombre de todas las cosas terrenas, tanto más se volverá un hombre espiritual para Dios, que es puro Espíritu.

Muchas personas piadosas desvirtúan la realidad espiritual en que desean vivir. La vida espiritual es para ser vivida en la intimidad del corazón. El ansia por expresarla con señales o gestos externos, exclamaciones, palabras o actitudes diversas, como acostumbramos a hacer cuando queremos expresar un sentimiento humano a un amigo, desfigura la realidad espiritual interior.

La contemplación es tanto más verdadera, y por tanto más eficaz, cuanto más sencilla y más íntimamente es vivida. Hemos de procurar relacionarnos con el Señor de manera sencilla, directa y misteriosa, como él se relaciona con nosotros.

Cada uno sabe que la manera que el Señor tiene de relacionarse con nosotros es muy semejante a la que los hombres tienen de relacionarse entre si. La única diferencia está en el hecho de que Dios se comunica con nosotros a nivel espiritual, en que los símbolos son espirituales. Y éstos solamente se pueden percibir por los sentidos internos de la fe, de la intuición, del conocimiento, de la experiencia interna...

Sin embargo, un gran amor oculto, un secreto amor apasionado por Dios, no puede permanecer mucho tiempo encubierto. Se trata de una vivencia más del alma, de la que participa también el cuerpo en la parte que le corresponde.

Cuerpo y alma forman una unidad funcional inseparable en el hombre vivo. Cuando el Señor, en su infinita misericordia, comienza, por fin, a revelarse al alma que le busca con tanto afán, si ésta es suficientemente abierta y sensible, comienza a salirse de sí. Su amor contemplativo puede llegar a alcanzar una tal intensidad que el alma, ebria de entusiasmo y de alegría, no puede contenerse más. El Espíritu Santo puede llegar a inflamar su vacilante corazón hasta tal punto que no pueda resistir por más tiempo sus impulsos y comience a hablar de Dios en voz alta, como lo haría una persona locamente enamorada.

Le brotan entonces espontáneamente de su boca palabras inflamadas de ternura, como: ¡Jesús! ¡Señor! ¡Dios mío! ¡Padre!...

Pero esa explosión exterior de sumo afecto interior no apaga, por eso, la llama que arde interiormente en el contemplativo. Al contrario, es como leña que sólo puede alimentar el fuego. La expresión externa de ese amor es sólo manifestación visible o audible de la explosiva e incontenida vivencia interior del mismo.

Señal de autenticidad de la manifestación externa de piedad es que ese fenómeno no lo produce ninguna sensación externa, sino que procede de un acontecimiento interior. Es una expresión externa de oración que no nace de una correspondiente actitud interna ni tiene valor espiritual. Esta señal no cambia nada en el corazón ni en el comportamiento del sujeto. Puede, si, llevar al descubrimiento de nuevos valores internos.

Por eso no siempre es totalmente despreciable, ni mucho menos.

Así, todo el que no sabe hacer esta clase de oración, pero que desea aprender, puede comenzar por imitar externamente a los que oran. De este modo podrá descubrir, efectivamente, lo que es rezar de verdad.

Es perfectamente normal y bueno que el cuerpo participe activamente de los movimientos del alma, ya que él también fue hecho por el Creador y debe servirle. Además, está destinado también a ser glorificado un día.

Si el alma habita en el cuerpo, éste no puede ignorar lo que acontece a nivel del espíritu. Si el amor es también sentimiento y experiencia interna, los sentidos externos están fatalmente afectados por él. Todos sabemos que, cuando el alma llora, el cuerpo llora también. Cuando el espíritu exulta de alegría, el cuerpo igualmente goza.

La sintonía cuerpo-alma es señal de salud física y mental, de buen equilibrio psicosomático. Por tanto, la participación del cuerpo en la oración contemplativa no se debe menospreciar. Muy al contrario. Postura correcta, relajación física, control de los sentidos, distensión mental, ausencia de malestar físico..., todo ello favorece la oración.

Todas las consolaciones y alegrías que vienen de los sentidos, incluso aquellas que no podemos identificar claramente como originarias de los sentidos, son sospechosas de ser ajenas a la oración. No vienen de Dios. Tal vez vengan del demonio, interesado en apartarnos del camino que nos lleva a Dios.

Las experiencias de los sentidos tienden a conducir al sujeto hacia si mismo. De ahí la necesidad de evitar la búsqueda de reacciones físicas y emocionales. La tensión interna que lleva consigo esa búsqueda voluntaria de esos estados físicos o mentales artificializa la oración.

Consolaciones o sufrimientos naturales y no buscados directamente, ya sean positivos, ya negativos, no son perjudiciales. La intención pura y el deseo sincero y honesto de buscar únicamente al Señor viene seguramente de Dios, que habita en el corazón puro.

Alegrías y sentimientos naturales que se perciben durante la oración no siempre son esencialmente malos. Lo que de sensible experimentamos cuando estamos ocupados con reverente y alegre esfuerzo de encontrar a Dios para establecer un vínculo de amor con él, ciertamente no es malo. El verdadero amor permite discernir con claridad lo bueno y lo malo. Es posible que esas manifestaciones de bienestar y de íntima alegría sorprendan al aprendiz de la oración contemplativa. Si el Espíritu del amor aprueba esos sentimientos a partir de lo íntimo del alma, deben ser aceptados como buenos.

La esencia de la vida espiritual es la buena voluntad, la pureza de intención. La consolación sensible no forma parte de esa esencia. Esta es buena y puede ayudar, aunque algunas veces perjudica. Una persona puede llevar una profunda vida espiritual sin experimentar consolación sensible alguna. El guía más seguro en la búsqueda de la oración contemplativa es el normal impulso de amar que brota de un corazón puro y despegado de las cosas del mundo. Por lo demás, sin ese amor, por más franco que sea, nada de útil se puede emprender en el reino de la genuina espiritualidad.

Amar a Dios significa siempre una dedicación per-sonal e incondicional a él. Y esto se hace posible en la medida en que la voluntad y los deseos del hombre sintonicen con la santa voluntad de Dios. La primera señal de que ya existe un comienzo de armonía entre nuestra voluntad y la de Dios es un estado más o menos permanente de alegría y de entusiasmo en la oración.

La buena voluntad es, sin duda, la señal inequívoca de estar en el camino seguro para conseguir una vida de oración más profunda. Las consolaciones ligadas a los sentidos, e incluso aquellas que brotan del espíritu, son únicamente accidentales.

En esta vida terrena, esas consolaciones no pasan de ser meras contingencias. En la eternidad feliz constituyen, en cambio, una parte esencial de la gloria con que Dios recompensa a sus fieles amigos, los santos. Entonces, esas experiencias, unidas directamente al cuerpo, servirán para unir también cuerpo y espíritu en una armoniosa unidad indestructible.

Mientras vivimos sobre la tierra, el núcleo generador de cualquier consolación ligada a la oración es, indiscutiblemente, la buena voluntad. La voluntad madura es incapaz de experimentar alegrías y consolaciones a las cuales no sea capaz también de renunciar libremente si Dios así lo pide.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CONTEMPLACIÓN Y SENTIMIENTO

Es más fácil describir los fenómenos del amor que podemos observar directamente que definir el amor como a la más sublime de las virtudes. Más importante que explicar lo que es amar es concentrar nuestra atención humana y espiritual en el suave movimiento interior que inclina nuestra voluntad hacia aquel que buscamos.

Con todo, no hay por qué preocuparse por las agradables reacciones internas que se experimentan a nivel de sentimientos. La experiencia interna de consolación y deleite espiritual son algo sublime, pero el amor a Dios no consiste precisamente en eso. Se trata solamente de un simple, eventual y no precisamente necesario acompañante del amor.

Fijarse piadosamente en esa agradabilísima experiencia interna como si eso fuese amor de Dios es correr el riesgo de ir en pos de una mera ilusión, si bien es de advertir aquí que esas manifestaciones del sentimiento son, normalmente, de corta duración. Pero el amor es permanente. No acaba nunca. Es un estado perdurable.

Aquel que se fija más en los sentimientos y en las emociones que a veces acompañan al ejercicio de amor a Dios, corre el riesgo de amar sólo ocasionalmente a Dios, e incluso sólo a causa de esas cosas secundarias y accidentales. Pero Dios merece ser amado siempre y únicamente por ser quien es.

Amar a Dios sólo por las cosas buenas que él nos da seria un amor muy imperfecto. Es relativamente fácil de saber si amas a Dios por sí mismo o si más bien lo amas por los beneficios humanos que él te concede. Si te aborreces en la oración es probable que gustes de estar con Dios y de entretenerte con él sobre todo por las consolaciones y las caricias espirituales que te dispensa.

Esta manera de amar es excesivamente humana. No se trata del amor puro que él merece. Quien ama a Dios de verdad puede experimentar a veces preciosas emociones y consolaciones, pero no se aflige si esas cosas no aparecen.

El verdadero amor a Dios es constante y persistente incluso cuando no se da ninguno de esos efectos positivos a nivel de sentimiento y de emoción.

Sentir consolaciones y emociones positivas en la oración está en relación directa con el carácter de la persona que ora. Hay contemplativos que experimentan muchas consolaciones y otros que solamente rara vez las sienten.

Por eso es una actitud sensata con respecto a las consolaciones sensibles no considerarlas parte importante de la vida de oración. No se debe pensar que de ellas depende el fruto de la oración. La calidad de la oración no depende de las emociones ni de los sentimientos que la acompañan.

Una vida de oración o de contemplación que se alimentase de consolaciones y de emociones místicas no tendría un fundamento sólido. No pasaría de ser una frágil construcción capaz de convertirse en ruinas a los primeros vientos de la dificultad.

La vida contemplativa exige fuerza de espíritu capaz de imponer una buena disciplina a la vida en todos sus aspectos. A las personas de buena voluntad que procuran vivir en la intimidad del Señor, él las sustenta, al menos durante algún tiempo, con la leche de la consolación. A las personas más fuertes, sin embargo, Dios acostumbra a tratarlas con alimentos más sólidos, como son el sufrimiento y aquellos acontecimientos más crueles de la realidad humana.

El contemplativo más duro, más crecido, adulto en la vida, tanto en lo físico como en lo espiritual, se contenta con ofrecer simplemente su pequeño y generoso amor al Padre celestial. Le basta con que su corazón palpite al unísono con el amabilísimo corazón de Jesús. Toda su gloria y su inmensa alegría nacen del convencimiento de estar amorosamente unido a Dios.

Esto no quiere decir que el contemplativo capaz de amar ardientemente a Dios sin experimentar la dulzura de la consolación espiritual sea más santo que los demás. Tampoco se afirma que el no experimentar consolación sensible en la oración sea una imperfección. Sin embargo, es necesario aclarar que la consolación espiritual y las lágrimas de unción pueden acompañar o no a la oración profunda, sin que por ello la calidad de la misma se vea afectada. Por eso que lo mejor es no alterarse, haya o no haya consolaciones en la oración, ya que ellas no participan de la esencia de la oración contemplativa.

No se puede aprender a contemplar artificialmente como se aprende a leer, a escribir, a calcular... Contemplar no es un saber hacer: contemplar es vivenciar. Y esto, en rigor, no se aprende, sino que se descubre. En el fondo, todos saben contemplar, como todos sabemos amar. Pero la persona sólo es consciente de esa realidad personal en el momento en que de hecho ama de verdad.

El amor aparece en un momento favorable de la vida de la persona. Es como un impulso ciego del corazón que va en busca de alguien. La vida tiene sentido cuando puede ser vivida en contacto o en comunicación más o menos íntima con otras personas.

En este sentido, no se pueden amar literalmente los valores espirituales desgajados de las personas que los encarnan.

Jesucristo es persona. Los valores espirituales contribuyen a dar sentido a la vida en la medida en que esos valores son vivenciados en la persona de Dios, de Jesucristo, de la virgen María, etc. Creer en valores espirituales y, más aún, vivenciarlos, vivirlos concretamente separados de la persona de Dios o de los santos como si fuesen entidades abstractas o filosóficas privadas de vida, puede llevar a grandes errores.

Es importante comprender que la oración contemplativa no es una cosa sobrenatural. Es una función normal de la vida mental y corporal del hombre, lo mismo que lo es el estudio, el aprendizaje, el amor, la actividad intelectual, social o manual.

Oración y contemplación son aspectos normales en la vida de todas las personas que se interesan por esos valores. Iniciarse en la vida contemplativa no quiere decir que se han de dejar a un lado las relaciones humanas y los trabajos cotidianos.

La vida espiritual no se puede vivir separadamente de los otros aspectos de la vida concreta de una persona. Sólo da forma a esos otros aspectos y les confiere un sentido nuevo. Lleva a modificar actitudes y comportamientos para adaptarlos mejor a los nuevos valores existenciales incorporados a la vida real. Ciertas palabras de terminología espiritual, como "interior", encima ..., si se toman al pie de la letra, pueden ser causa de equívocos o trastornos de la personalidad.

La idea de que para orar o para contemplar es preciso "recogerse en si mismo" o que "se debe salir de sí" puede despertar la curiosidad y la fantasía relacionadas con el ocultismo. Pero "oración", "contemplación", "espiritualidad" nada tienen que ver con los misterios del ocultismo.

La vida espiritual se desenvuelve únicamente en un clima de humildad, de sencillez y de naturalidad de las cosas sencillas, verdaderas y humanas. No se trata de renegar de la propia humanidad, lo que, por otra parte, llevaría a la locura. Se trata más bien de impregnar de misticismo aquello que, por naturaleza, es totalmente humano.

Ésta es la manera de dar un significado nuevo y más auténtico a la natural vocación del hombre para superarse, para elevarse por encima de lo ordinario de la vida.

Dios no puede ser totalmente comprendido por la inteligencia humana. Por eso, forzar la mente y centrarse en ella con el propósito de comprenderlo totalmente es vano e inútil esfuerzo, que puede incluso poner en peligro el equilibrio de la personalidad.

Es innegable que la vida espiritual se desenvuelve en el ámbito de la vida interior. Los sentidos externos captan la realidad del mundo exterior. La percepción de las cosas, de los acontecimientos y de los fenómenos que nos rodean en el exterior nos permite movernos en el mundo, establecer contactos y comunicarnos con nuestros semejantes.

El que tiene dificultades de trabajar en su mundo interior -nivel de pensamiento, de imaginación, de fantasía, de percepción, de sentimiento, etc.-, siempre tendrá dificultades para saber y descubrir lo que es contemplar.

Algunas personas que se ven frustradas en sus intentos se decepcionan y se desaniman. Otras hay, en cambio, que violentan las cosas con un exceso de introspección y fuerzan su voluntad.

Pues bien, hemos de decir que este tipo de violencias hechas sobre si mismos no permite ver claro ni oír de manera justa los acontecimientos del propio mundo interior. La violencia sobre los fenómenos de la intimidad acaba por afectar el equilibrio de los sentidos externos y de la emotividad.

Presionar desordenadamente sobre las funciones de la mente lleva a obstruir ese delicado mecanismo de la razón humana. Los sentidos internos y externos tienen que ser respetados, so pena de que el hombre llegue a confundir las cosas con su propia realidad.

Fruto de ese trastorno de la vida psíquica son las alucinaciones y somatizaciones, que a veces se toman por manifestaciones sobrenaturales por el sujeto contemplativo y, no raramente, como testimonio de esos fenómenos.

En tales casos se trata ciertamente de una falsa mística, que nada tiene que ver con la verdadera espiritualidad. Es simplemente la caricatura de la religiosidad. Por eso el aprendizaje de la oración contemplativa se debe hacer siempre bajo la guía segura de una persona prudente y de comprobada competencia espiritual.

La pseudocontemplación se descubre por hechos y comportamientos bastante curiosos, extraños y hasta burlescos. El verdadero amigo de Dios tiene actitudes y comportamientos naturales, sencillos y llenos de espontaneidad. El falso contemplativo, en cambio, se mueve en medio de extravagancias y comportamientos excéntricos. Sus ojos, abiertos de par en par, se fijan de modo estático en otras personas o en un objeto determinado. A veces dan la impresión de querer salírsele de las órbitas. Otras veces el falso contemplativo mira tristemente, como implorando compasión.

Hay individuos desequilibrados que inclinan de lado su cabeza; otros gimen o lanzan gritos estridentes para manifestar ideas o sentimientos. Casi siempre son hipócritas consumados.

Hay quien llega a sollozar en presencia de otras personas para llamar simplemente la atención.

Hay, en fin, falsos místicos, muy inteligentes, que saben ocultar con gran habilidad sus mañas para aparecer en público como personas fuera de toda sospecha.

Ninguno de ellos admite cualquier crítica, porque están realmente convencidos de ser personas absolutamente normales y muy piadosas. No se dan cuenta de que su insensata manera de relacionarse supuestamente con Dios no pasa de ser un burdo fraude, que llama la atención de cuantos les miran.

Aquí conviene describir un poco más algunos comportamientos típicos que ayudan a reconocer al falso místico. Entre las señales visibles que le caracterizan destacan: miradas curiosas con ojos saltones y boca abierta, gesticulación incesante cuando habla, movimientos nerviosos de pies y manos, muecas ridículas, risas que no vienen a cuento, como de persona sin educación, etc.

La persona sana y de mente equilibrada mantiene una postura modesta, actitud tranquila y rostro alegre.

La falsa mística, aparte de ser síntoma de un estado psicológico desquiciado, puede ser también señal de un mal disimulado orgullo y de una cierta tendencia al exhibicionismo. En todo caso es indicio inequívoco de carencia de auténtico espíritu contemplativo.

Quienes de verdad desean experimentar los caminos de la contemplación como medio excelente de crecimiento en la vida espiritual deben ser alentados contra los peligros de falsificación arriba indicados. En todo caso, el miedo a fracasar en tan loable intento no es motivo para desistir de tan santo propósito. Al contrario, como ya dijimos en páginas pasadas, es perfectamente normal que el deseo y el esfuerzo sincero de ir adelante en la vida espiritual tenga como objetivo la vida de unión contemplativa con Jesús, con María. Pues únicamente el amor contemplativo lleva a la persona que lo intenta de veras a identificarse de la manera más perfecta con Jesucristo. El verdadero contemplativo tiende a vivir una unión con Jesucristo de un modo semejante a la manera como el Hijo de Dios vive su unión con el Padre.

Quien no ama se degrada humana y espiritualmente. Un gran amor transfigura a la persona de tal modo que hasta físicamente su aspecto se vuelve brillante y atrayente. Quien no ama tiene una apariencia mustia y arrugada. Muchas veces se le ve marginado de la sociedad, mientras que la persona que ama siempre tiene amigos que se deleitan con su compañía. El amor comunica vida: la vida del mismo Dios. El odio, la tristeza, el miedo, la envidia.., contagian el ambiente de pesimismo.

La oración contemplativa es el más poderoso proceso de transformación de una vida. Ella estimula y hace crecer a la vida. Por eso el más precioso de los dones que Dios da a quienes le buscan con sinceridad es sin duda un cierto grado de vida contemplativa.

Poseer ese don, es decir, ser contemplativo, significa también tener la capacidad de ser apostólicamente eficaz. Sólo el auténtico contemplativo es verdaderamente apostólico. Por consiguiente, lo que realmente ayuda a los demás a crecer espiritualmente, es decir, a acercarse más a Dios, no es lo que el apóstol dice o hace. Es, sin duda, el testimonio de su vida de unión con Dios, que se percibe en sus actitudes, en sus gestos, en sus comportamientos.

Por eso entrar en contacto personal y vivir algún tiempo en compañía de un auténtico amante de Jesucristo trae un mayor provecho para la conversión personal que el leer muchos libros sobre espiritualidad.

Ningún maestro está por encima de Jesucristo. La gracia de la conversión y del crecimiento espiritual vienen siempre de Dios. Generalmente pasa a través de mediadores que participan íntimamente de la vida del mismo Dios. El Espíritu Santo es el Espíritu de Dios. Pero él mora también en el corazón y en el alma de los amigos de Dios y desde allí actúa sobre cuantas personas entran en contacto con esos amigos de Dios.

Cuando vemos a una persona que irradia felicidad, nos preguntamos al punto por la causa de ese fenómeno. Y si descubrimos que esa persona es feliz por amar de veras a Dios, su mejor amigo, sentimos un impulso natural de aproximarnos también a ese Dios tan maravilloso.

La esencia del apostolado es la capacidad que tiene el apóstol de irradiar la felicidad de amar a Dios que le anima y todo su ser transpira. Sólo el que cree y ama puede comunicar la fe y el amor.

El verdadero apostolado no se hace con las palabras, los discursos, los gestos o los trabajos del que se dice o tiene por apóstol. Se hace con fe y con amor a Dios, que está detrás de todo eso.

Para ser apóstol no basta con hablar, predicar, discursear, gesticular y trabajar. Reducir la actividad apostólica a esos comportamientos y a esa agitación febril no pasa de ser un activismo espiritualmente estéril.

El que vive estrechamente unido a Dios habla como sabio, ama a todas las personas, es siempre sincero, sencillo y auténtico en sus relaciones con los demás. No se preocupa de lo que los hombres puedan pensar de él.

Cualquier signo de afectación por mostrar una santidad no poseída no pasaría de ser más que orgullo y fea hipocresía. Y el hipócrita corre siempre el riesgo de fracasar en todas sus iniciativas.

En cambio, el verdadero contemplativo es persona sencilla, humilde y modesta. Características, todas ellas, que aparecen en sus palabras o en sus comportamientos. Revelan la sincera disposición de su corazón.

En cambio, la afectación de una humildad y de una sencillez no sentidas es una incoherencia que repugna a cualquier persona correcta y honesta. Hablar con voz clara y suficientemente alta es señal de franqueza, de apertura, de sencillez y de confianza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CONTEMPLACIÓN Y TRANSFORMACIÓN

Echárselas de moralista para reprender o para criticar a otras personas es una postura incompatible con la actitud de un cristiano, cuya principal obligación en la vida es amar a Dios y a los hombres. El moralista se preocupa más de la moralidad de los demás que de su propia santificación.

Crecer personalmente en el amor a Dios en medio de las personas con quienes uno convive ayuda mucho más que todos los consejos y discursos moralistas que se nos pudieran hacer. Dar testimonio desinteresado de amor de Dios produce mayores efectos de crecimiento espiritual en las personas con las que convivimos que el tratar de vigilarías o espiarías para evitar que cometan el pecado. Reprender a alguien por las faltas que comete puede ser útil, pero raras veces produce los sanos efectos de conversión que se desean. Jesucristo no insistió tanto en la necesidad de corregir a los demás, sino más bien en amarlos.

El amor fraterno supone la aceptación de todos aquellos que no coinciden con nosotros en su vida y manera de ser; consiste, por tanto, en saber perdonar, respetar, confiar y ayudar a todos nuestros hermanos necesitados.

El falso contemplativo está siempre en peligro de constituirse en juez y guía de sus hermanos. Está animado de un falso celo, cuyo objetivo aparente es el de ayudar a sus hermanos, pero que en realidad lo que pretende es dominarlos y someterlos a su propia voluntad.

El falso contemplativo puede llegar a imaginar que es una especie de enviado de Dios para la salvación de sus hermanos. Esto es, naturalmente, una grave presunción. La vida espiritual se cimenta, en cambio, sobre una doctrina hecha de principios y de normas destinados a activar el amor, y no sobre raciocinios especulativos. Se trata de una discreta vivencia y nada tiene que ver con esos fanatismos religiosos, que sólo tratan de hacer proselitismo para tener más fuerza de imposición violenta de ideas y conductas personales.

La doctrina que trata de la vida espiritual nace de la Iglesia. Puede tener origen en personas particulares que vivieron una profunda espiritualidad y escribieron a este respecto lo que ellas mismas experimentaron, como, por ejemplo, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y otros.

En todo caso, esa doctrina particular, antes de pasar a integrar el patrimonio doctrinal de la Iglesia, pasa siempre por el examen critico de la misma Iglesia.

Precisamente por el elevado significado de su experiencia mística, descrita por ella misma con elocuencia y arte, santa Teresa de Jesús recibió el titulo honorífico de doctora de la Iglesia. Con justicia se la considera como una maestra de la espiritualidad de Occidente.

Alzarse como maestro de espiritualidad fuera de la doctrina oficial de la Iglesia respecto de esta materia es generalmente señal de orgullo y de peligrosa autosuficiencia. Algunos de esos falsos maestros no tienen reparo en oponerse, directamente e incluso a veces públicamente, a la orientación oficial de la Iglesia. No temen caer incluso en la herejía.

La causa más profunda de tales actitudes heréticas es probablemente la dificultad personal de orgullo y sensualidad. Hay quien se olvida de la recomendación de Jesús: "Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Lc 9,23).

Y otra sentencia de Cristo, respecto del mismo asunto, en la que no deja lugar a dudas en cuanto a la necesidad de renuncias personales para avanzar por el camino de la santidad: "Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida, cuán pocos los que dan con ella" (Mt 7,13-14).

En el ámbito de la espiritualidad, la verdad objetiva según el evangelio de Jesucristo no siempre correspon-de a las ideas y a los sentimientos personales del cristiano. Hasta situaciones personales, claramente erróneas o incluso objetivamente pecaminosas, pueden ser defendidas por alegaciones y justificaciones falaces, maliciosamente extrapoladas de los textos bíblicos. Pero ello no exime a su autor del pecado de escándalo. La falsa virtud puede ocultar una deplorable depravación en la esfera de la vida privada.

Cuando se dice que el contemplativo aspira a las cosas de lo alto, a esta frase -"lo alto"- no se le debe dar un sentido literal. En este caso no tiene ese significado de localización especial en cualquier punto por encima de la superficie de la tierra, como parece indicar la frase.

Las palabras encima, sobre, arriba, alto, u otras por el estilo, que se emplean en la literatura de la espiritualidad cristiana no indican en modo alguno la localización de Dios, del cielo, de la realidad sobrenatural... Dios, el cielo, los ángeles, los santos... no son entidades materiales que ocupen espacios físicos. Son espíritus o nociones calificativas y no ocupan lugar. Están omnipresentes como el pensamiento.

No pueden ser captados por los sentidos externos, pero si percibidos por los sentidos internos de la fe, la intuición, la imaginación, la experiencia interna...

Una persona bien intencionada, pero mal informada respecto de la verdadera naturaleza de la vida de oración, puede entrar, sin querer, en un mundo hecho de ilusiones y de falsas expectativas.

Hay casos de personas que, animadas por una falsa mística, presentan fenómenos alucinatorios, que ellas toman por manifestaciones extraordinarias de Dios y de los santos.

Existen pseudorreligiones, como la umbanda y el espiritismo, que emplean personas afectadas por esos fenómenos arriba citados para propagar sus doctrinas exóticas. A veces, personas excepcionales son consideradas falsamente carismáticas.

El verdadero carismático, animado por una auténtica sensibilidad cristiana, no presenta nunca esos síntomas alucinatorios. La alucinación es una deformación enfermiza de la conciencia o de la personalidad.

Hay actitudes, posturas y gestos que pueden observarse y verse normalmente por los demás y que constituyen el lenguaje normal del hombre para comunicarse con sus semejantes.

Orar es entrar en comunicación con Dios. Es normal y útil expresarle nuestros sentimientos, nuestras preocupaciones, nuestros miedos, nuestras angustias, nuestras esperanzas...

Tener visiones de Cristo como las tuvieron san Esteban y otros muchos santos son gracias extraordinarias que Dios concede a quien quiere. Estos dones singulares generalmente tienen por finalidad la de confirmar el evangelio. Tienen por objeto también mostrar a la Iglesia toda la riqueza de los dones de Dios, confirmando incluso con milagros lo que Jesucristo vino a enseñarnos.

Todos los auténticos milagros tienen siempre un profundo significado espiritual. Vienen siempre a dar fe de una verdad revelada. Ésta es la gran realidad espiritual de todos los tiempos.

De un modo general, debemos pensar que, si los hombres fuésemos capaces de captar claramente la voluntad de Dios de otra manera, los milagros y otros acontecimientos extraordinarios serían superfluos. Por eso, tanto los milagros como otros fenómenos extraordinarios son siempre señal de la bondad y de la misericordia de Dios para con los hombres. Hacen también pensar en la ceguera espiritual y en la dureza de corazón de la humanidad.

Lo importante para el contemplativo es saber ver el profundo significado espiritual de eventuales y excepcionales visiones internas y otras gracias sensibles. Tales acontecimientos y semejantes gestos de devoción son genuinos y auténticos únicamente cuando son inspirados por el Espíritu Santo. En el ámbito espiritual, todo lo que no viene del Espíritu Santo es puramente humano, falso e hipócrita.

Por el contrario, todo lo que viene del Espíritu Santo trae siempre consigo frutos de conversión y de santificación.

El secreto deseo de ver o de experimentar fenómenos extraordinarios es señal cierta de vida espiritual muy pobre, viciada por actitudes de vanidad y de autogratificación. Escudriñar el firmamento en la ilusoria probabilidad de ver alguna señal prodigiosa es una actitud que muestra tendencias alucinatorias.

El contemplativo que alimenta el deseo de algo extraordinario puede acabar por tener alucinaciones o mitomanías de ver lo que realmente desea ver. Alucinación es un fenómeno psicopatológico y se define como una ilusión que no corresponde a un estímulo exterior.

No se confunda esto con la ilusión ordinaria, a la que acompaña normalmente como un efecto de transformación de percepciones reales. La alucinación puede darse juntamente con las percepciones reales, pero no depende de ellas. Existen alucinaciones semejantes a toda clase de percepciones reales: visuales, auditivas, táctiles, olfativas, gustativas, cinestésicas... Las alucinaciones corresponden generalmente a un problema fisiológico. Las pseudoalucinaciones se originan en la fantasía. El contemplativo imprudente está expuesto a este último tipo de trastornos psíquicos.

Si Cristo se apareció alguna vez a algunos de sus amigos más íntimos después de la ascensión a los cielos, no fue para mostrárseles simplemente sin más. Todas las apariciones visibles y milagrosas de Jesús sobre la tierra después de su subida a los cielos el día de la ascensión, tal como nos narran los evangelistas, siempre fueron para resaltar el mensaje espiritual que él vino a traer a los hombres.

Cristo está siempre de nuestro lado, nos apoya y nos infunde ánimos y confianza para que no desmayemos en nuestro camino hacia él. A un amigo desanimado se le dice: "¡Ánimo, amigo! ¡Comienza de nuevo, si es preciso; ve adelante!... ¡Yo estoy contigo" Esto hace que el amigo cobre nuevas fuerzas en el intento, aun cuando no estemos con él físicamente. Pues Cristo, enfáticamente, afirmó que estaría siempre con nosotros.

Por tanto, es cierto que está con nosotros, aunque no podamos verle físicamente como vemos a los hombres y mujeres que pasan a nuestro lado. La memoria de la presencia viva de Cristo en nuestras dificultades nos tranquiliza, anima y comunica mucha fuerza y valor. Si Cristo se nos apareciese en carne y hueso en ese crítico momento de nuestra vida, seria únicamente para decirnos: "¡Ánimo, Fulanito! Yo me aparezco a ti de este modo para ayudarte en la prueba. No tengas miedo. Nadie podrá destruirte si te quedas conmigo. Aguanta firme y soporta con paciencia este sufrimiento. Yo te recompensaré".

Como se desprende de este ejemplo, las apariciones de Jesucristo y de su santísima madre, o de algún santo, tienen por objeto confirmarnos en una verdad espiritual.

En la oración no debemos dirigirnos a Dios en las alturas, ya que Dios no ocupa espacio físico. Él está con nosotros, donde estamos nosotros.

La ascensión del Señor a los cielos no es una indicación de que él se separó de la tierra y de los hombres y subió a otro lugar físico situado por encima de nuestras cabezas. En la ascensión de Jesucristo su cuerpo se transformó. Se espiritualizó y, así transformado, permanece entre nosotros.

El cuerpo de Cristo, en efecto, se espiritualizó con la resurrección gloriosa, y así permaneció físicamente invisible entre sus discípulos. A veces se mostraba ante ellos en forma humana, exactamente como ellos le habían conocido antes de su muerte y resurrección. Entonces se revistió de la inmortalidad.

También nosotros, después de nuestra resurrección al fin de los tiempos, veremos que nuestro cuerpo será espiritualizado. Será ágil como el pensamiento. Los conceptos de derecha, izquierda, de frente, detrás, encima, debajo, etc., desaparecerán.

Cuando queramos encontrar a Dios, no debemos dirigir nuestro pensamiento a lo lejos, arriba, a este o al otro lado. Dios está aquí, en el lugar mismo en que nosotros nos hallamos, y nos envuelve y cobija como las manos y el regazo de una madre abrazan y cobijan tiernamente al niño querido. Dios está dentro de nosotros como la madre lleva al hijo en su interior cuando lo deja en casa y sale de compras.

Los trabajos del contemplativo no consisten en una actividad física o intelectual que cansa y exige periódicas interrupciones para reposar.

Pero está también el ejercicio formal de la oración, que sí pide una interrupción para el descanso. De lo contrario, se pueden dar abusos, excesos e imprudencias en la práctica de los ejercicios de oración que pueden llegar incluso a provocar un peligroso agotamiento nervioso.

No cabe duda, pues, de que el principiante en la vida contemplativa puede caer en errores graves con serias consecuencias para el equilibrio de la salud física o mental. La oración contemplativa no está hecha para personas de salud mental delicada o de frágil personalidad.

Sin embargo, ni la enfermedad física ni cualquier desorden emocional pueden llegar a afectar seriamente una vida espiritual o contemplativa ya consolidada.

Es preciso reconocer y aclarar que una sana y auténtica vida de oración siempre es, potencialmente, un importante factor de salud, tanto mental como espiritual.

La actividad espiritual no es un acontecimiento o ejercicio físico que se pueda limitar a dimensiones de tiempo, capacidad o espacio material. Por eso, un consejo: cautela.

La ascensión del Señor, por ejemplo, no debe ser interpretada literal y materialmente. No se debe tampoco forzar la imaginación o la fantasía en el intento de materializar el entusiasmo por Cristo o por la virgen María. Todo eso no tiene sentido en la oración o en la contemplación.

Aquellos fenómenos extraños acontecidos con algunos santos, cuyas biografías nos presentan tales casos como verídicos, son casi siempre discutibles. Muchos biógrafos caen en la tentación de presentar la "vida" de sus héroes movidos por motivos ajenos a la preocupación de relatar los hechos con criterios de información objetiva.

El escritor anónimo de La Nube del No-Saber afirma jocosamente que el camino más fácil y seguro para el cielo "se mide por deseos, no por kilómetros".

Esto quiere decir que el cielo al que subió Jesús el día de la ascensión no está localizado en un espacio por encima de nuestras cabezas. Jesús no está separado de la tierra y de nosotros mismos por distancias que se puedan medir, como las que median entre objetos materiales.

La actividad espiritual desconoce los movimientos físicos, por lo que no seria correcto decir: hacia arriba o hacia abajo, adelante o atrás, a la derecha o a la izquierda. El movimiento espiritual en el reino de Dios se determina únicamente por deseos de aproximación y de alejamiento. No existe un reino de Dios físico. Podemos estar en él o fuera de él en espíritu. Por eso san Pablo dice: "Nuestra patria es el cielo..." (Flp 3,20).

La vida del espíritu nada tiene que ver con la fisiología. Está constituida de amor y de deseos. Una persona puede estar animada por un gran amor a Dios, vivido por un ardiente deseo de estar con Jesús; actúa como quien vive ya espiritualmente en el cielo, mientras que, con el cuerpo, continúa teniendo los pies en la tierra.

El cuerpo está, naturalmente, sujeto al espíritu. Elevamos las manos al cielo para simbolizar nuestra referencia a una realidad que no quiere decir necesariamente encima o arriba, sino más bien que se aparta de la realidad material que nos envuelve. En cuanto al cuerpo, no podemos huir del mundo que habitamos. Podemos únicamente cambiar de lugar, ir de acá para allá, pero nada más. En cuanto al espíritu, podemos huir a otras realidades que nada tengan que ver con la materia.

Cuando decimos que el hombre es un ser trascendente, queremos significar precisamente esa otra realidad, cuya misteriosa existencia todos intuimos y pre-sentimos. Ella es la razón de nuestra esperanza y deseo del cielo.

Jesucristo salió de Dios, su Padre, para tomar un cuerpo material en el tiempo, sobre la tierra, igual al de todos los hombres. Y mientras vivió como hombre -hombre-Dios- acá en la tierra, nunca dejó de estar íntimamente unido al Padre.

Después de la resurrección, subió al cielo con su cuerpo material glorificado, espiritualizado. Él nos dijo que también nosotros iremos adonde él fue. Primero vamos sólo como alma. Pero, al fin de los tiempos, también iremos al cielo en cuerpo y alma. Cristo-Jesús y su santísima madre ya nos precedieron para estimular nuestro deseo y nuestra esperanza. Por eso somos trascendentes.

Existe realmente una relación concreta entre materia y espíritu. Las personas que aman de verdad a alguien fácilmente se dan cuenta de ello.

El amor que experimentamos por alguien implica la aceptación no sólo de la persona de otro, sino también de su cuerpo y de todo aquello que se relaciona directamente con él. La estrecha relación de amor del contemplativo con Dios repercute en su cuerpo.

El amor es una experiencia agradabilísima, una exultación, un gozo. El amor es el sentimiento positivo por excelencia. Implica alegría y seguridad. Estas emociones, como, por lo demás, cualesquiera otras, repercuten directamente en la hipófisis, glándula endocrina que regula el funcionamiento de todas las demás, sobre todo las endocrinas.

La hipófisis funciona normalmente cuando la persona se siente tranquila, serena y en paz consigo misma y con los demás. Por el hecho de influir directamente en todas las otras glándulas endocrinas, éstas funcionan sincrónicamente con la hipófisis. Los estados de tensión y de relajación dependen directamente de las hormonas. Una persona relajada funciona física y psicológicamente mejor que la que se encuentra en un estado de tensión.

La persona tensa o excitada tiene dificultades para digerir los alimentos, la circulación de la sangre se altera y toda la fisiología de la musculatura se ve comprometida. De ahí se saca una conclusión: la disposición del espíritu influye seriamente en las condiciones físicas del cuerpo. Existe, por tanto, una interdependencia indiscutible entre el cuerpo y el alma. Los dos factores se condicionan recíprocamente con admirable sincronismo.

Al desarrollarse mentalmente con la realidad espiritual de la oración, el contemplativo modifica espontáneamente su situación física. Tiende a tomar espontáneamente actitudes de mayor dignidad ante la santidad y majestad de Dios, conforme lo exige la naturaleza de los contactos espirituales en que se mueve.

Normalmente, el contemplativo aparece con un porte digno, sus gestos y movimientos no son nada vulgares ni afectados. Todo sucede aquí a la manera con que se comportan personas muy honradas y distinguidas en el trato social, identificándose con ellas en muchos aspectos de su propio comportamiento.

El intenso trato espiritual con Jesucristo hace que el contemplativo comience a identificarse poco a poco con él. Por este motivo, en el verdadero contemplativo no se observan actitudes y comportamientos vulgares. En todo tiempo y en todas las circunstancias la característica común que destaca su personalidad es la de una intachable dignidad humana. Difícilmente se le sorprenderá en actitud de mediocridad social.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NUESTRO MUNDO INTERIOR

Para entender mejor el verdadero sentido de la oración contemplativa tal y como se describe en la literatura especializada, considero interesante explicar algunos de los conceptos generalmente empleados por los autores.

Antes de nada, diré que existen los conceptos de interioridad y de exterioridad, o de mundo interior y mundo exterior. Están también los conceptos de realidad material y de realidad trascendente o espiritual, que merecen una aclaración previa.

En nuestro mundo exterior se sitúan todas las cosas que componen el universo creado, incluidos los hombres. De alguna forma, el hombre -rey de la creación- se encuentra en un plano superior al de todas las demás criaturas terrenas y al de todas las cosas materiales. Por eso él es, en cierto modo, la más digna de las criaturas. El propio Creador tomó la realidad humana para regenerar y salvar al hombre, que se había indignamente degradado y perdido ya en los comienzos mismos de su existencia. Superiores en dignidad al hombre son los ángeles, por ser espíritus puros, y las almas de los justos, ya confirmados en gracia y santidad.

Según la revelación, cuando Dios decidió crear al hombre, se dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gén 1,26). Somos, por tanto, semejantes a Dios. Los padres transmiten, por herencia genética, algunas de sus características físicas y psicológicas a sus descendientes. El Creador de todas las cosas, al crearnos a nosotros los hombres, nos adornó con muchos de sus ricos atributos: racionalidad, inteligencia, percepción, voluntad, libertad, memoria, imaginación, fantasía, capacidad creadora... Comparados con nuestros atributos, los de Dios son infinitamente superiores.

Dios es omnisciente, omnipotente, omnipresente, infinito en todas las dimensiones que podamos imaginar. Dios es ilimitado en todo cuanto nosotros los hombres somos limitadísimos; en todo, menos en nuestra misteriosa aspiración de crecer siempre en todas nuestras dimensiones cualitativas.

En cuanto a nuestras capacidades, sólo Dios está por encima de nosotros. Somos más semejantes a Dios que todos los demás seres creados. Por eso el hombre está considerado como el rey de la creación, de la naturaleza.

Cuando la literatura espiritual hace alusión a conceptos tales como yo mismo, tú mismo, intimo, etc., ello quiere decir que se está refiriendo al yo total: cuerpo y alma.

Como ser físico, nos relacionamos con todas las cosas materiales a través de nuestros sentidos y de nuestra capacidad de pensar, de razonar, de imaginar, de deducir, de concluir, etc. La comprensión de la jerarquía existente y de la interrelación de todas las cosas que existen en la creación, nos proporciona abundantes criterios para juzgar de la importancia de cada una de nuestras relaciones. Esta comprensión y entendimiento es la clave que nos permite comprendernos mejor a nosotros mismos.

Nos servimos de nuestras capacidades espirituales para elaborar los datos de la realidad material. La inteligencia, la memoria, la imaginación.., son instancias psicológicas que intervienen para elaborar los aspectos de la realidad captada por los sentidos a fin de que pueda comprenderla nuestro entendimiento. Nos movemos en este mundo con conocimiento y provecho personal, gracias a los datos que la inteligencia nos da para darnos cuenta de la realidad que nos rodea.

Los antiguos filósofos y directores espirituales denominaban facultades a las diferentes capacidades del hombre. Y las dividían en dos categorías principales:

  • Facultades primarias.
  • Facultades secundarias.

Según esos pensadores, las facultades primarias -razón y voluntad- funcionan independientemente de la imaginación y de la percepción sensorial. Tratan directamente de todos los datos relativos al espíritu.

Las facultades secundarias incluyen la imaginación y la percepción sensorial. Se ocupan de las cosas materiales presentes o ausentes. La razón y la voluntad funcionan aquí autónomamente. La imaginación y la percepción actúan eficazmente en la base de la razón, de la inteligencia y de la voluntad. De la esencia de las cosas, de las causas de los acontecimientos, de las propiedades y de las diferencias de las cosas entre sí se ocupan directamente la inteligencia y la voluntad.

La imaginación es de importancia secundaria, pero extremadamente útil en la oración contemplativa.

La capacidad imaginativa nos permite representarnos internamente personas y objetos materialmente ausentes. Sabemos por la fe que Dios está siempre presente delante y dentro de nosotros, sin que podamos percibirlo con los sentidos externos porque es Espíritu. Gracias a la imaginación podemos, sin embargo, representarlo junto a nosotros en la persona de Jesucristo, que tomó forma humana.

Con los ojos cerrados podemos representarnos con mucha fidelidad a una persona conocida sin que ella se aperciba de ello. Existe una gran diferencia entre la representación imaginativa de una persona conocida ausente y la misma representación imaginativa que nos hacemos de la persona de Jesucristo.

En el primero de los casos, la persona no está realmente presente ni material ni espiritualmente. No sabe nada de nuestro pensamiento ni de nuestro sentimiento para con ella desde el momento en que nos la representamos imaginativamente.

En el caso de la representación imaginativa de Jesucristo, en su santa humanidad, él está realmente presente junto a nosotros. Está presente espiritualmente, tan vivo y tan real que hasta podemos conversar con él, lo mismo que lo haríamos, siendo ciegos, con otra persona que estuviese a nuestro lado. Pero, por desgracia, nuestra imaginación también puede engañarnos, ya que no siempre refleja con absoluta fidelidad la realidad objetiva de las cosas.

Imaginar, por ejemplo, a Cristo o a la virgen Maria como personas físicas, que en realidad no lo son, es incurrir en un serio engaño. Sería deformar la realidad tanto en lo material como en lo espiritual. A fin de cuentas, las cosas imaginadas raras veces corresponden a la perfecta realidad de las mismas.

Nuestra imaginación puede llevarnos también a deformar la esencia de la realidad espiritual. Puede engendrar fantasmas que no corresponden a lo que Jesús, la santísima Virgen, los ángeles y los santos realmente son. En el reino de la espiritualidad, únicamente la gracia puede ayudarnos a no incurrir en peligrosos errores de percepción de la realidad espiritual.

La mayor dificultad de los principiantes en la vida espiritual contemplativa es ciertamente la disciplina de la imaginación. Este factor de la vida mental está estrechamente ligado con la memoria. Esta se encarga de traer al presente los hechos anteriormente vividos. En realidad, no es posible permanecer con la mente totalmente en blanco. Constantemente nos ocupamos de alguna cosa. Esa cosa puede situarse en el espacio y en el tiempo presente, pasado y futuro. La memoria se encarga de traer al presente nuestros recuerdos y acontecimientos pasados. La preocupación trae fantasías al presente también. Imaginar es vivenciar el pasado personal y el futuro de la fantasía trayéndolo al campo del conocimiento actual.

Todas las personas que se esfuerzan para mejorar su oración personal han de mantener, por tanto, una dura lucha contra la incontinencia natural de la imaginación.

Es también necesario saber que, por más que se empeñen en esa lucha sin tregua, será siempre prácticamente imposible evitar todas las distracciones en la oración.

Éste es el precio a pagar, la pesada cruz con la que deben cargar todos aquellos que decidan seguir más de cerca a Cristo-Jesús. En la medida en que el principiante persevere con buena voluntad y ardiente deseo de crecer en el amor a Cristo, poco a poco conseguirá mejorar el resultado de su esfuerzo. Gozará de momentos de profunda unión con Dios y de una íntima comunicación amorosa con Jesús.

Los pequeños éxitos iniciales en su esfuerzo por encontrar al Señor duplican el entusiasmo de continuar por el mismo camino. El hallazgo del camino de la humilde, paciente y amorosa espera le descubre parte del secreto de los contemplativos veteranos. El Señor acaba siempre por manifestarse en lo más intimo del alma de aquellos que le buscan con ardiente deseo de encontrarlo. Dios nunca se deja vencer en el amor. Jamás se resiste a aquellos que, con insistencia y constancia, a pesar de su fragilidad humana, meditan fielmente la pasión de Jesucristo y el inmenso amor del Padre a los hombres.

De este modo, poco a poco el contemplativo consigue disciplinar su inquieta imaginación.

La percepción es probablemente la más valiosa de nuestras facultades mentales. Ella recoge los datos que nos proporcionan los sentidos exteriores respecto del mundo material que nos envuelve. A partir de la percepción, nosotros podemos pensar, imaginar, fantasear, raciocinar, calcular, prever, vivenciar, recordar... Sin el concurso de la percepción no podríamos enjuiciar nada de nada, ni podríamos distinguir entre lo bueno y lo malo.

La percepción trabaja también con los sentidos internos. Nuestra inteligencia necesita de la percepción del contenido de nuestros sentidos internos para valorar los datos de los sentidos externos.

Nos servimos de la inteligencia para buscar la satisfacción de nuestras necesidades. Asimismo nos servimos de esta facultad para valorar el dolor de la frustración y la alegría del éxito, e incluso para organizar la defensa contra el dolor. Puede decirse que la percepción está sujeta a la voluntad al igual que la imaginación depende de la razón.

La característica falta de armonía existente entre el deseo más profundo del hombre ideal y su realidad es fruto del pecado. Este hace del hombre un ser abatido. A causa de esa imperfección original, el hombre busca instintivamente el placer y rechaza automáticamente el dolor.

Un sincero y auténtico amor a Jesucristo con todas las amargas realidades de su santa humanidad infunde a la voluntad la fuerza de su gracia. Confortados con ese auxilio sobrenatural, nos hacemos capaces de controlar nuestra percepción sensorial y de someterla a una saludable disciplina. Sin esta disciplina, estaríamos expuestos a pervertir nuestro destino espiritual y a degradarnos hasta el bajo nivel de los irracionales.

Todo cristiano o religioso que desee adentrarse por los misteriosos caminos de la vida de oración contemplativa, debe tener un mínimo conocimiento del funcionamiento de su propia mente. La falta de esas nociones le puede llevar a cometer errores capaces de arruinar por completo los más santos propósitos.

Importa mucho saber que todas las cosas materiales, por buenas que sean, no dejan de ser cosas que están fuera de nosotros. Como criaturas, somos radicalmente superiores a cualesquiera otras cosas creadas. Un examen tranquilo y más profundo de los contenidos más sutiles de nuestra conciencia amplía y profundiza el conocimiento de nosotros mismos. Ese conocimiento más claro de nuestros valores y de nuestros límites nos ayuda a crecer en la dimensión de nuestra madurez humana y espiritual. Cuanto más maduros estemos como simples personas y cuanto más desarrollados estemos en el sentido de nuestra filiación divina, tanto más eficaz será nuestra relación interpersonal.

Cuando nos adentramos en nuestra interioridad, nos encontramos con el centro de nuestro verdadero yo. Y es en ese mismo lugar donde nos encontramos cara a cara con Dios. Ése es el punto privilegiado de nuestro encuentro personal con aquel a quien buscamos, con Dios nuestro Señor, a quien nos dirigimos cuando oramos.

El encuentro personal con Dios en esa soledad de nuestra más profunda interioridad constituye la esencia misma de la vida contemplativa. El que tiene la felicidad de poder penetrar en los misterios de ese santuario interior realiza la maravillosa experiencia concreta de superarse a sí mismo. Se trata de una experiencia que permite al hombre aproximarse a Dios todo lo que le es posible a una indigente criatura. Se trata de un acontecimiento imposible de alcanzar por el esfuerzo humano. Sólo Dios, por su inmensa bondad y misericordia, puede hacer que el pobre hombre llegue a alcanzar esa altura.

La unión con Dios en espíritu y en amor es siempre don gratuito de la gracia divina. Es la casi divinización del hombre. El salmo 81 hace alusión a esto cuando dice: "Sois dioses..." (Sal 81,6). También Juan repite esta referencia cuando escribe: "¿No está escrito en vuestra ley: "Yo dije: Vosotros sois dioses?" (Jn 10,34).

Cuando se habla del hombre divinizado no queremos decir con esto que el hombre es divino como el propio Dios. Existe una diferencia fundamental. En efecto, Dios es divino desde la eternidad. En cambio, el "hombre divinizado" es elevado a esta dignidad gratuitamente por Dios en el tiempo. Aparte de ello, el hombre no pasa de ser un mísero pecador incapaz de salvarse por sus propios méritos. Únicamente un gesto gratuito de amor y de gracia del Creador puede transformarlo en un ser casi divino, íntimamente unido al mismo Dios en el tiempo y en la eternidad. El contemplativo, unificado con el mismo Dios, por así decir, nunca podrá ser igual a Dios por causa de su propia naturaleza puramente humana.

Aquel que desconoce los principios fundamentales que rigen el mecanismo de la mente humana corre el riesgo de perjudicarse a si mismo en su intento de encontrar a Dios. La mente humana funciona de acuerdo a ciertas leyes. Y estas leyes deben ser respetadas, so pena de que el hombre falle en sus trascendentales objetivos de superarse a sí mismo.

Una de las condiciones para que el contemplativo no fracase en su esfuerzo por perfeccionarse en su vida de oración es la actitud de una ingenua simplicidad. Dios es extremadamente sencillo. Es tan puro y tan claro como el amor. Dios es amor. No tiene necesidad de complicados malabarismos de la inteligencia y de la voluntad para encontrarlo. Basta con la simple, singular y natural apertura hacia aquel que nos llama al amor.

Dios mismo puso esa ansia de amar y de ser amado en el corazón del hombre. Para que se cumpla ese destino interior más fuerte que el hombre basta, a fin de cuentas, con descubrir las vías de acceso a esa misteriosa fuente de todo amor.

Todo el trabajo para aprender a ser contemplativo se resume en desvelar el natural deseo de amar, mirar después hacia Dios y extender los brazos hacia él movidos de un fortísimo deseo de estar con él.

Ya hemos dicho repetidamente que Dios es nuestro Padre, nuestra Madre, nuestro todo. Sólo él basta... Con esta disposición de entrega absoluta, dejémonos llevar por el vivo y confiado deseo de ir tras el divino y misericordioso Señor que nos acogerá en sus brazos. Seguro que no eludirá nuestros anhelos y ansias de amar.

 

 

 

 

 

 

 

 

RESISTENCIA

Aquél que no está psicológicamente en parte alguna, probablemente podría encontrarse en todas partes. Cuando Cristo afirmó que "El reino de Dios está dentro de vosotros", no se trataba de una mera indicación de que, para hallarle, debemos recogernos dentro de nosotros mismos. Vivir recogido de ese modo es una actitud psíquicamente enferma que hace pensar en una esquizofrenia. Y ésta, ciertamente, no seria una buena manera de expresar la vida interior de unión con Dios.

Una persona que se encierra en si misma no siempre vive una auténtica vida espiritual. El tipo esquizoide tiende a vivenciar habitualmente ideas y sentimientos egocéntricos más o menos obsesivos. Con frecuencia se alimenta de miedos, pesimismos e incluso de ideas catastróficas.

Una actitud eficaz para recorrer con provecho el camino que lleva a la oración contemplativa es la de no estar en un lugar determinado. La actitud de recogerse en sí mismo, con su propio yo, no ayuda nada. Más bien bloquea todo proceso.

¿En qué lugar ha de recogerse el que trata de encontrarse con el Señor? No estar físicamente en lugar alguno significa estar espiritualmente en todas partes. Con esto se quiere indicar que la actividad espiritual no está localizada particularmente en parte alguna.

Cuando centramos nuestro pensamiento en determinado objeto o en cierto lugar que no podemos percibir por nuestros sentidos externos, estamos realmente junto a ese objeto o ese lugar. Nos hallamos psicológicamente junto a ese objeto o en ese lugar de igual manera que, en ese momento, nuestro cuerpo se encuentra efectivamente en un determinado lugar físico y no en otro.

Podemos realmente encontrarnos físicamente en un lugar, mientras que espiritualmente nos encontramos de hecho en otro lugar. Podemos estar físicamente con una persona, mientras que, psicológicamente y al mismo tiempo, podemos estar con otra. Podemos estar espiritualmente con el Señor, al tiempo que nuestro cuerpo ocupa un lugar físico en una iglesia, en el jardín, en la calle, en una sala de reuniones, etc.

Podemos estar espiritualmente en intimidad amorosa con el Señor sin que nuestros sentidos externos perciban absolutamente nada de nada. En esta situación, los sentidos externos, sobre todo la vista y el oído, quedan prácticamente frustrados en su natural deseo de ver y de oír. Pueden tratar de romper el bloqueo que se les impuso: las famosas distracciones en la oración. Nuestros sentidos son realmente insaciables. Siempre están al acecho en busca de nuevas imágenes visuales o auditivas, hasta el punto de no dejar espacio libre para que la inteligencia pueda elaborarlas a nivel de las ideas.

Ésta es la explicación de la escandalosa superficialidad en el lenguaje del hombre medio en este fin de siglo. El mundo actual padece un lamentable vacío de ideas. Los estudios, en todos los grados de la enseñanza, son de bajo nivel. Son relativamente pocas las personas que todavía gustan de estudiar, de pensar, de inventar. El hombre de hoy se satisface tristemente de las sensaciones epidérmicas de la vida. Esto explica también la relativa escasez de personas -incluso entre sacerdotes y religiosos- que se sienten atraídas por una vida de oración más profunda.

La quietud y el reposo necesarios para estar con el Señor exigen una buena disciplina de los sentidos. El principiante deberá contentarse con un saber estar (modestia y recogimiento), dejarse llevar por el deseo y el amor de Dios. Importa mucho también el sentirse absolutamente pobre. El Señor no se muestra a aquellas personas que le buscan ocupadas con otros intereses. Tampoco se puede poseer a Dios con el solo conocimiento intelectual. Mirar a Dios con el conocimiento que de él tenemos no nos basta para poseerlo. Únicamente el amor puro da la sensación de posesión, de pertenencia. El rico y el apegado a las cosas materiales no tiene espacio para recibir al Señor ni puede poseerlo. A lo sumo, los que así buscan al Señor sólo consiguen verlo vagamente y de lejos, a distancia.

El que posee a Dios no puede verlo. Es imposible explicar a los demás lo que es poseer a Dios. Pueden saber lo que eso significa únicamente los que prueban el gusto refinado de esa experiencia personal. El contemplativo que ha encontrado a Dios sabe que se trata de una experiencia muy oscura, inexplicable. La sensación de oscuridad y de incertidumbre que experimenta en la presencia de Dios vivo es debida en realidad al ofuscamiento que produce el brillo de la luz espiritual que es el propio Dios. Estar en esa misteriosa oscuridad permite comprender la realidad total del hombre y de todas las cosas creadas, en presencia del Dios creador.

El vacío interior de que el contemplativo se reviste cuando trata de ir en busca de Dios es una experiencia sin par, capaz de transformar por completo al hombre. El amor puramente humano se transforma en algo extraordinariamente grande y bello. El primer efecto espiritual que brota de esa sorprendente experiencia es una espectacular visión interior de la hediondez de sus pecados. Ese aspecto despierta un profundo y sincero arrepentimiento. Tan arrepentida se siente la persona que contempla y tan amargamente llora sus pecados, que, al final, acaba por vislumbrar con toda claridad que Dios, en su infinita misericordia, le ha perdonado todo, absolutamente todo.

Principiantes de la vida contemplativa hay que, cuando comienzan a sentir la dificultad del camino a recorrer, se asustan, se dejan invadir por el pánico y huyen.

Nadie puede vivir por mucho tiempo tenso, angustiado o ansioso sin procurarse instintivamente un alivio. Lo que más rápidamente calma cualquier dolor es la experiencia de un placer. Cuanto mayor es el placer, tanto más mitiga el dolor o el sufrimiento.

El cristiano comprometido en el seguimiento de Jesucristo sabe que la búsqueda de los placeres de la vida es incompatible con ese ideal.

El cristiano en general, y lo mismo el contemplativo en particular, saben muy bien que no viven para sufrir. Cristo, nuestro maestro, no vino al mundo para sufrir. Vino para salvar a los hombres. Todos sabemos que el sufrimiento y las dificultades de todo orden son ingredientes naturales de la propia vida. Lo importante siempre es saber tolerarlos. Incluso hasta pueden ser espiritualmente valorados para el crecimiento en unión y a imitación de Cristo, que salvó el mundo por su pasión y muerte en la cruz.

Aquel contemplativo que no quisiese nada con el sufrimiento tomaría el camino equivocado de la falsa mística. Principiantes en la vida de oración que abandonan el camino iniciado por miedo a sufrir y padecer, se entregan a veces a escandalosas desviaciones de orden moral. Diríase que expresamente buscan embriagarse en los placeres para ahogar el miedo, la ansiedad y la angustia que les atormentan.

Todo eso les pasa porque no tuvieron la paciencia necesaria para esperar.

El descubrimiento de la oración contemplativa requiere generalmente tiempo y una buena dosis de paciencia. El principiante que aprendió a trabajar con tranquila insistencia no se verá frustrado en los frutos. Acabará recogiéndolos preciosos y abundantes; entre ellos, un gozo y una alegría que no se pueden comparar con los más refinados placeres de la vida. "El que la sigue, la consigue", dice un refrán de los cazadores, refiriéndose a la pieza perseguida.

Creemos que esta comparación viene muy bien al caso de la constancia en el campo de la oración contemplativa.

Todo el que se esfuerza con buena voluntad y sigue el camino indicado en la doctrina sobre la espiritualidad, no se verá desilusionado en su esperanza. Será confortado. A cada momento se renovará la confianza en su destino. Poco a poco será curado de sus pecados, hasta el punto de que éstos ya no constituyen obstáculo alguno para su crecimiento en la vida espiritual.

El dolor que siente por los pecados cometidos es constante, pero se siente profundamente comprendido y perdonado por el Señor.

El sufrimiento es parte inevitable en la vida espiritual, como, por otra parte, lo es en la vida de cualquier persona. El contemplativo procura transformar el sufrimiento natural de su vida en su purgatorio. Se trata de una ocasión de mayor purificación, muy útil al contemplativo; es también muy agradable a los ojos del Señor.

Como ya queda explicado en páginas anteriores, en la medida en que el contemplativo avanza en su camino de unión con Dios por el amor, desaparece la noción de pecados particulares o propios. Entonces comienza a fijarse objetivamente en la noción de pecado como un mal global trágico que ofende vilmente a su

Señor, amado sobre todas las cosas. Entonces comienza a pensar en las ofensas y manchas que hieren a su amado. El mayor sufrimiento del hombre de oración está en el hecho de tener consciencia muy clara de que él es precisamente participe de eso tan asqueroso que es el pecado. Sabe que la raíz del pecado brota dentro de él, que él mismo forma parte de ese pecado.

Hay momentos en la vida del contemplativo en que llega a experimentar plenamente la dicha de vivir en profunda intimidad con Dios. En ese momento se siente plenamente compensado por los sufrimientos que le afligen en su constante búsqueda de una intimidad cada vez mayor.

A causa de esas inefables alegrías espirituales, el contemplativo vive ya aquí, en la tierra, períodos concretos de paz y de felicidad sólo comparables con la inefable bienaventuranza de los santos en el paraíso. Hay una gran diferencia entre esta felicidad humana y aquello que debe ser la bienaventuranza eterna del cielo. Aquí, en la tierra, todo transcurre en la oscuridad de la fe, en cuanto que allí, en la eternidad del cielo, todo es visión clara de esa maravillosa realidad.

La realidad espiritual comienza en el punto en que termina la realidad material. El conocimiento y una cierta comprensión de Dios se sitúa en la cima de la espiritualidad.

Para penetrar en el ámbito de la mística religiosa es preciso partir de nada que sea material y sensible. Cerrar a cal y canto los sentidos del cuerpo y desprenderse de toda percepción. La oración contemplativa se sitúa más allá de los sentidos externos y de las percepciones. Los ojos están hechos para ver objetos, líneas, colores y movimientos. Los oídos, para escuchar sonidos y ruidos. El tacto está hecho para darse cuenta de la contextura de las cosas. El sentido cenestésico conoce la temperatura y el peso de los objetos que pueden tocarse. El olfato es para darnos cuenta del olor de las cosas, y el gusto, en fin, experimenta el sabor de cuanto metemos en la boca.

En Dios no existe nada que podamos percibir con los sentidos externos. Cantidades y cualidades son propiedades de las cosas materiales. Únicamente los sentidos internos de la fe y de la consciencia del hombre son lo suficientemente sensibles para constatar la realidad sobrenatural.

Aplicar a Dios los sentidos externos en general y los internos de la fantasía y de la impresión sensible es violar la naturaleza de las cosas. Los cinco sentidos, la razón, la fantasía, etc., son para conocer las cosas del mundo material. Las realidades íntimas del espíritu no pueden ser vistas por ellos.

El autor anónimo de La Nube del No-Saber afirma con razón: "... el hombre conoce las cosas del espíritu más por lo que ellas no son que por lo que son". Cuando nos encontramos con hechos que nuestros sentidos externos no pueden escudriñar, existe siempre la posibilidad de hallarnos ante realidades espirituales. Entre tanto, por más potentes que sean nuestros sentidos internos, jamás podremos, por medio de ellos, conocer a Dios tal como realmente es.

Un buen método para descubrir algo de lo que Dios es consiste en comenzar a afirmar de todo lo que se conoce: "Esto no es Dios". Si sigues con esa relación de cosas que conoces y que sabemos no son Dios, llegarás a un punto en que tu conocimiento se agota. Por eso san Dionisio afirmaba que el conocimiento más divino de Dios es aquel que consiste en conocer por el no-conocimiento.

Esto es un poco difícil de entender. Pero, de acuerdo con otros peritos en materia de espiritualidad, es la pura verdad.

No obstante, las lucubraciones filosóficas no nos deben preocupar. Al aprendiz de la oración contemplativa le basta saber que no debe perder el tiempo en raciocinios intelectuales, teológicos o filosóficos para comprender a ese nivel la naturaleza y los atributos de Dios. Le interesa saber que basta abrirse totalmente a Dios con gran generosidad y mucha constancia para que él, de algún modo, se le descubra.

 

 

LOS TRES CAMINOS

Algunos contemplativos a veces experimentan fenómenos espirituales extraordinarios.

Otros hay que viven una estrecha unión con Dios en medio del trabajo a lo largo de sus ocupaciones ordinarias.

En ambos casos puede tratarse de gracias especiales del Señor, sin que ello quiera decir necesariamente que se trate de una recompensa especial por méritos personales. Todas las gracias son siempre gratuita manifestación de la misericordia infinita del Señor.

Es muy importante saber que tales manifestaciones, un tanto excepcionales, de la bondad de Dios no constituyen un elemento esencial de la vida contemplativa.

Ser contemplativo no significa ser capaz de llegar a tener éxtasis o arrobamientos extraordinarios. Si únicamente fuese contemplativo aquel que es capaz de experimentar en su persona tan singulares vivencias, los verdaderos contemplativos serían rarísimos.

En verdad, éxtasis o rapto espiritual son aspectos nada comunes, pero meramente accidentales en la vida de oración. Dios mismo se encarga de orientar la vida espiritual de aquellos que se le entregan con gran amor y simplicidad. Dios da a cada cual según su capacidad innata o según la generosidad de amor y entrega devota a él.

La vida de oración de cada uno no es un privilegio que Dios hace únicamente a algunos de sus amigos. Es un don que ofrece a todos por igual. Pero para que ello se concrete en la vida de todos y cada uno de los llamados es necesario colaborar con la gracia. Es precisamente aquí, en el grado personal de generosidad y de esfuerzo, donde se decide el sí o el no de la cuestión. Ahora el lector podrá comprender por qué algunas personas tienen que esforzarse tanto para conseguir algún resultado positivo, mientras que otros da la impresión de que lo tienen singularmente fácil.

La realidad es que algunos andan tan perezosamente por el camino de la espiritualidad que apenas si se nota progreso alguno, mientras que otros, en cambio, rápidamente recogen el delicioso fruto de la experiencia mística, ciertamente extraordinaria. Hay quien, en un espacio breve de tiempo relativamente corto, logra alcanzar una intimidad mística profunda con el Señor. Consigue entrar en unión íntima con él en cualquier momento, en cualquier circunstancia y, aparentemente, por cuanto tiempo desea. Y todo ello sin alterarse, sin perder el control y el uso de todas sus facultades naturales y espirituales. El hombre en oración o en contemplación se convierte en un precioso joyero, cuyo contenido es el propio Dios. Un templo transformado en morada de Dios vivo.

El camino que lleva a la oración contemplativa es arduo y, por lo general, bastante largo. Recorrerlo con perseverancia exige esfuerzo y puede cansar. Son pocos los que logran alcanzar la cumbre de la contemplación. Pero más reducido aún es el número de los que llegan a disfrutar en plenitud la maravillosa experiencia de una profunda e íntima unión con Dios.

Existen también los amigos privilegiados del Señor. Éstos, por su sabiduría en las cosas de Dios y por su fidelidad a la gracia, consiguen gozar de los frutos de la contemplación tantas cuantas veces quieren.

Precisamente por esa diversidad de dones y de experiencias personales el director espiritual no debe nunca proponer su propia experiencia mística como modelo a seguir por los demás.

Todo el que quiera aprender a contemplar debe saber que tiene que abrirse y preparar su propio camino. El conocimiento previo de la experiencia ajena puede, sin embargo, ser muy útil para la orientación general en esa búsqueda. Pero es totalmente correcto pensar que no hay dos contemplativos cuya vivencia en la experiencia mística sea idéntica. Por eso es siempre peligroso comparar la experiencia espiritual de los demás con la propia. Si tal cosa hiciéramos, podríamos incurrir en un grave error de apreciación.

Es también necesario estar prevenidos contra equívocos y engaños al leer libros que tratan de asuntos o de biografías de ciertos santos. No todo debe ser tomado al pie de la letra en esos ejemplos. No todo lo que allí se dice se puede aplicar a un caso particular. Lo más fácil es que cada uno trate de hacer su descubrimiento personal de la oración contemplativa. Después de este personal descubrimiento, resulta generalmente más fácil repetir la experiencia.

Existen tres caminos distintos de la gracia, para que el contemplativo se decida a elegir según su propia disposición. El primero es un camino de lucha: para vencer los numerosos obstáculos que se interponen entre Dios y quien le busca. Pero, al final, Dios acaba siempre por desvelarse a quien, con sincero y ardiente deseo, procura estar con él.

Conviene, sin embargo, tener presente que la revelación que Dios hace de si mismo a quien lo busca no quiere decir que se trate de una recompensa por el esfuerzo hecho. El resultado que sigue a ese esfuerzo no es nada más que un precioso don totalmente gratuito del Señor. Sucede que ni la intensidad ni la frecuencia de gozo en la contemplación son necesariamente relativos al esfuerzo realizado para procurarla.

Son muchos los casos de contemplativos que tuvieron mucho que trabajar y sufrir para descubrir ese precioso don de Dios y, desde luego, sólo raras veces consiguieron gozarlo verdaderamente. Todo esto es absolutamente normal y no hay motivo para extrañarnos de ello. La gratuidad es siempre un acontecimiento atípico en cuanto a su frecuencia y en cuanto a su intensidad. El Señor merece siempre respeto y gratitud por todo cuanto hace por nosotros. En realidad, no merecemos nada por nosotros mismos. Él no está obligado a darnos nada de lo que le pidamos. Mas porque él nos ama más que a cualquiera de sus criaturas, nos colma constantemente de innumerables beneficios.

El segundo camino para llegar a descubrir la contemplación puede pasar también por el esfuerzo personal de penetración en el mundo espiritual ayudado por la gracia omnipotente de Dios. Ocurre que algunos descubren la contemplación al final de un esfuerzo concentrado y persistente de investigación y búsqueda. Muchos se valen para esto de una metodología bastante racional, indicada en libros más o menos especializados, como, por ejemplo, éste que ahora lees. Los que descubren la oración contemplativa por este camino tienen, generalmente, cierta facilidad para entrar en contemplación siempre que lo deseen.

Existe, en fin, un tercer camino. Consiste en una especie de contagio espontáneo, que sufren personas predispuestas para la vida contemplativa cuando viven en contacto, más o menos intimo, con alguna persona verdaderamente contemplativa.

El contemplativo es, de hecho, como un fuego que arde en amor a Dios. Todo el que se aproxima a ese fuego no puede menos de recibir también luz y calor. Y es muy raro que esa persona no acabe por incendiarse igualmente de amor a Dios. Cuando eso ocurre es siempre seguro que estamos delante de una espléndida obra de la gracia.

Para la mayoría de las personas interesadas en aprender a contemplar es sensato pensar que el segundo de los caminos arriba indicados es más seguro. Para obtener algo no muy fácil es mejor actuar en el sentido propuesto por la sabiduría popular: "Ayúdate, y Dios te ayudará". Te felicito, querido lector, por tu voluntad y por tu decisión, que tal vez tomes, para lanzarte con ánimo en busca del precioso tesoro de la contemplación escondido en tu generoso corazón. Un gran deseo de aproximarse más a Dios, que te llama incesantemente para el amor, garante de tu noble empresa.

Con todo, si la lectura de este libro no llegó a sensibilizarte y a despertar en tu corazón cuando menos un vago deseo de hacer la experiencia de la vida contemplativa, no te perturbes, no te asustes. Nadie está obligado a ser contemplativo. Un gran amor a Dios puede expresarse de muchas y diferentes maneras.

Hay cristianos muy sencillos que andan por las altas cumbres de la contemplación, sin que jamás hayan oído esa palabra siquiera. Más importante que saber rezar contemplativamente es amar de manera sencilla y auténtica a nuestro Señor Jesucristo. El que de veras ama a Dios y a sus hermanos en Cristo vive prácticamente de modo mucho más cristiano que aquel que no ama. Quien dice que ama a Dios y al mismo tiempo maltrata a los hombres es un mentiroso, un hipócrita. Quien ama a Dios no puede dejar de amar a sus hermanos. Todos somos llamados a amar...

Así como hay muchas y diferentes maneras de amar, así también hay modos muy distintos de comunicarse con Dios. Quizá no sea muy fácil para todos captar el sentido de todo cuanto se lee en este libro. Habrá quien sólo llegue a comprender esos textos después de una segunda o tercera lectura atenta de los mismos. Si de veras estuvieras interesado en aprender a rezar mejor, a rezar contemplativamente, tal vez intentes profundizar y comprender este libro. El ha sido escrito precisamente para ayudarte a descubrir lo que deseas.

Quienes ya viven la gracia de la contemplación podrán encontrar en la lectura de este libro la confirmación de algunas de sus ideas, tal vez un poco vacilantes, respecto del asunto. Se sentirán más seguros y proseguirán con mayor entusiasmo por el camino de su santificación. Probablemente muchos de ellos se encontrarán descritos en estas páginas.

A quienes hubieren leído este libro rogamos no aconsejar su lectura a cualquier persona. Es conveniente aconsejarlo únicamente a personas que tengan fe y que buscan sinceramente progresar en la virtud. Las mentalidades mundanas, más preocupadas en buscar satisfacción, nada de esto pueden entender. Incluso pueden ridiculizar a las personas que tratan de ir adelante en la vida de oración.

Pseudoapóstoles perdidos en el activismo alienante de las cosas de Dios podrían incluso afirmar que eso de la oración y de la contemplación es cosa del pasado, cosa de contemplativos clásicos, encerrados voluntariamente en conventos de clausura. No pueden entender que la oración y la contemplación constituyen el alma de todo apostolado.

Mas la verdad es que trabajo social o agitación en medio de los "pobres", en fin, acción sin oración, es algo apostólicamente estéril. Puede ser filantropía o acción social, cosas que tienen ciertamente su utilidad social, pero que no deben confundirse nunca con el apostolado. El verdadero contemplativo es siempre apostólico, porque todo lo que viene de él, actitudes, palabras, acciones, etc., lleva un mensaje evangélico a todos aquellos con los que él entra en contacto.

Para comprender este libro es necesario leerlo del principio al fin. Leer solamente algunas partes extrapoladas de su contexto puede inducir a equívocos de interpretación.

Repetimos que este libro se escribió pensando exclusivamente en personas interesadas de veras en profundizar en su vida de oración. Sólo ellas pueden entender correctamente el sentido de su contenido. Para un materialista, este texto no tiene sentido. Simplemente, no dice nada. Por eso no debe leerlo. Interpretaría el sentido del mismo de manera totalmente equivocada.

Para saber con mayor certeza si Dios nos llama explícitamente o no a la vida contemplativa basta consultar algunas señales que ordinariamente indican una llamada inequívoca del Señor. El interés o la curiosidad no siempre significan atracción ejercida por la gracia. En todo caso, es necesario examinar esa atracción y discernir con cuidado su origen. A continuación, nos fijamos en tres señales o indicios fiables de verdadera vocación a la vida contemplativa:

1) Conciencia purificada de cualquier pecado deliberado. Aquí no se habla de caídas involuntarias en infidelidades objetivas o materiales cometidas por pura fragilidad humana, a pesar de una comprobada buena voluntad. Se trata, pues, de una conciencia firmemente probada de adhesión a Dios, al menos en cuanto a la intención y la simple y decidida voluntad de seguirlo.

2) Deseo muy claro de preferir la oración contemplativa a cualquier otra devoción personal.

3) Una especie de inquietud interior por buscar algo más... Inquietud y deseo que no se calma con una devoción exterior o interior, sino que desea algo más, que deje en el fondo de su alma un vago sentimiento de unión más íntima con Dios.

La existencia simultánea de estos tres signos o indicios es señal suficientemente segura para comenzar el camino de iniciación a la oración contemplativa. El que uno no tenga ese impulso inicial de amor a Dios no es señal de que no tenga vocación para este estilo de espiritualidad. El sentimiento de amor a Dios no siempre es continuo y permanente. Cualquier persona sinceramente entregada a Dios puede dejar de experimentar sensiblemente ese amor por algún tiempo y por diversos motivos.

Conviene recordar aquí que el amor de Dios es siempre un don gratuito. Dios puede impedir que lo sintamos para que el hombre no caiga en la tentación de pensar que es cosa de él, porque eso sería orgullo. Para que el hombre no caiga en esa tentación, Dios a veces nos abandona a la aridez espiritual. De esta manera protege a sus amigos de la ruina espiritual a que los podría llevar el orgullo.

Cuando Dios ama a alguien con un amor especial, no lo conduce por un camino fácil y trillado, sino que, si él lo estima necesario, lo purifica, lo corrige, lo arrastra si es preciso... Dios hace con nosotros algo así como hace la madre con su hijito asustado: además de los gratos momentos de cariños y carantoñas, están los del baño y la limpieza cotidiana, la corrección, los cachetes... Todo ello por exigencias del amor. Mas no todos entienden así el amor de Dios. Él no nos ama para divertirse a nuestra costa. Nos ama, sencillamente, porque quiere vernos felices para siempre.

Puede suceder también que Dios retire el don de su amor. Esto ocurre cuando el aprendiz de contemplación comienza a pensar que todo cuanto acontece con él en la oración son fenómenos puramente naturales o psicológicos. Hay casos en que Dios puede esconderse, de manera que el contemplativo deja de verlo más. Es como si Dios no existiese ya para él.

Si tal ocurre, el aprendiz de contemplación debe saber que su amable Señor se esconde para que esa persona que desea amarlo se vea obligado a insistir en su búsqueda. Todos tenemos experiencia de cuánto sobrestimamos lo que habíamos perdido, una vez que lo hallamos o recuperamos.

Pues ese reforzado amor hacia aquel que, perdido, lo recupera el contemplativo principiante es, por otra parte, señal inequívoca de la llamada de Dios a una mayor intimidad con El. La alegría sentida por encontrar, al fin, lo que buscaba es la respuesta a su deseo y al sufrimiento sentidos durante la aflicción que necesariamente lleva consigo la anhelante búsqueda. Cuanto mayor es la alegría del reencuentro, tanto mayor es la señal inequívoca de la voluntad del Señor de atraer a esa alma toda para si.

Dios nunca toma en cuenta el pasado del pecador arrepentido. Tampoco nos exige que seamos perfectos.

Él mide nuestro valor por nuestro deseo de amarlo, de vivir íntimamente unidos a él. Afirma elocuentemente san Gregorio: "Todos los deseos santos aumentan de intensidad según la demora en que éstos se cumplan. El deseo que se desvanece con la tardanza en cumplirse nunca fue santo".

El deseo episódico de encontrar al Señor en la oración no siempre corresponde a un deseo verdaderamente santo. Puede no pasar de un deseo natural de practicar el bien o que aún no es propiamente un leseo santo. El esfuerzo constante en evitar el pecado y practicar el bien constituye un terreno favorable para hacer surgir un deseo, verdaderamente santo, de vivir más unido al Señor. Si ese deseo aparece en el corazón le la persona que se encuentra en esas condiciones, esa persona debe saber que se encuentra ante el camino abierto a la experiencia de la oración contemplativa auténtica.

 

SOY Y EXISTO

La oración más perfecta es aquella que brota espontáneamente del corazón. La oración solamente nace en un clima psicológico de pasividad-receptividad. Nos sumergimos en ese estado cuando no tenemos nada que hacer, y realmente nada hacemos, sino que estamos atentos y dispuestos a abrazar lo que queremos que venga. Nuestra mente es, en si, extremadamente activa y fértil. Continuamente produce algo. Cuando hacemos producir voluntariamente pensamientos, imaginaciones, fantasías, raciocinios, etc., la mente produce de modo espontáneo imágenes, ideas, pensamientos, etc., relacionados con nuestras tensiones y con nuestros intereses más vivos, quizá muy secretos.

El contemplativo debe conocer la manera de funcionar que tienen nuestro cerebro y nuestro corazón de hombre.

Siempre que trates de hacer oración personal, procura aislarte lo más posible del mundo que te rodea y trata de permanecer totalmente inactivo. Pasividad completa de cuerpo y de mente. No decir nada, no hacer nada, no pensar voluntariamente en nada, no recordar nada, no imaginar nada...

Decir nada significa aquí omisión de todo aquello que sea voluntario. Fijar tu atención serenamente en Dios y concienciarte del estado físico y mental en que te encuentras, sin dejarte envolver por ninguno de esos aspectos o de esos movimientos espontáneos de tu cuerpo y de tu mente. Debes asistir a todo lo que acontece contigo y dentro de ti, como cuando asistes a las escenas de una película. Sólo ver, darte cuenta, tomar conciencia de tus reacciones delante de Dios, a quien ves con los ojos de tu alma. Permite que de tu corazón nazca únicamente un puro impulso dirigido a Dios.

No se ha de entrar en ninguna idea particular al respecto, relacionada con Dios. Debemos dejar que él sea como es. No pretender percibirlo de una manera particular u otro modo cualquiera. Cuando no estamos en compañía de alguien ni nos ocupamos en nada, absolutamente desnudos de todo, nuestro ser reacciona poderosamente, en el sentido de clamar por alguien.

Nuestro ser se abre y dama por algo o por alguien cuya presencia nos dé la sensación de que existimos y de que existimos para alguien.

Comenzamos a tener conciencia clara de que nuestra vida tiene un sentido. Ésta es la situación del hombre en el que tiene lugar el encuentro personal con Dios. Es precisamente en ese momento cuando el contemplativo experimenta la sensación íntima de comunicarse personalmente con Dios y de decirle cosas semejantes a ésta: "Señor, yo me entrego enteramente a ti, tal como eres, y yo, tal como soy".

Para contemplar a Dios es necesario tener de él una idea muy pura y muy simple. Él es la misma pureza y la simplicidad personificada. Es preciso que aquel que trate de aproximarse a Dios, tome igualmente una aptitud de gran simplicidad y pureza. Se trata de la unión del hombre con Dios o de Dios con el hombre.

El contemplativo en oración ve a Dios de la misma manera como se ve a si mismo, esto es, ve a Dios tal cual es, y a si mismo tal como es y no le gustaría ser. Al actuar así, el pensamiento del hombre se unifica en Dios. Dios es realmente el ser del hombre, pero el hombre no es el ser de Dios. Todos los seres creados existen en Dios como en su fuente y Dios existe en todas las cosas creadas como su causa y su ser. Nada, ni el mismo Dios, puede existir sin él. Únicamente él es separado y diferente de todas las cosas creadas.

Pero saber cómo es Dios no es lo más importante en la vida de oración contemplativa. Es, pues, absolutamente necesario que la gracia consiga unir el pensamiento y el amor del hombre a Dios.

Por tanto, el contemplativo evita indagar respecto de las cualidades particulares, ya sea de si mismo, ya sea de Dios. Se esfuerza únicamente por ser simplemente como salió de las manos del Creador. Las personas simples tienen siempre mayor facilidad para conocer experimentalmente a Dios tal como es. Pero ese conocimiento permanece siempre oscuro y parcial. Nunca satisface totalmente el deseo de conocerlo y de amarlo.

Las personas sencillas, buenas y puras tienen muchas veces mayor facilidad para entender esto que algunas personas eruditas en las ciencias teológicas.

El autor de La Nube del No-Saber se ríe de aquellos que discuten de altas filosofías y complicadas ciencias naturales y no entienden esa sencilla práctica. Afirma que hasta el analfabeto puede hallar en esa práctica el camino para la unión con Dios en la simplicidad de un amor sincero y más perfecto.

Dice también que esa actitud toca la cumbre de la perfección espiritual y llama al conocimiento de ese estado de la mente o del espíritu como de "la más alta sabiduría humana". Se trata, pues, de no pensar en lo que soy, sino simplemente que soy y existo. Relativamente, es fácil experimentar y tener una conciencia clara de que soy y existo.

Para que eso funcione en la contemplación es necesario recordar la propia miseria y los pecados personales ya perdonados por el arrepentimiento o por el sacramento de la penitencia. Nada de complicaciones. Contemplar es, en el fondo, tan sencillo como aplicar una cataplasma en el cuerpo de un enfermo: "Me bastará tocar la orla de su vestido y seré curada" (Mt 9,21; Mc 5,28). La mujer del evangelio quedó físicamente curada por el simple contacto con la vestidura del Señor.

¡Con cuánta mayor razón el simple contacto con Dios en la intimidad de nuestra alma cura nuestras enfermedades espirituales!

Lo que venimos diciendo es tan sencillo en sí, que personas piadosas acostumbradas a rezar mediante largas fórmulas de oración pueden tener la impresión de estar perdiendo el tiempo. La mentalidad de que vivir realmente es hacer cosas útiles y concretamente aprovechables constituye un muro insuperable que no les permite penetrar en la vida contemplativa.

Contemplar no es hacer lo que se quiera. La recitación de piadosas fórmulas es una oración excelente, recomendada por el mismo Jesucristo. Pero la oración más sublime de Jesús y de su santa madre fue, sin duda, la silenciosa contemplación de las realidades divinas. Ningún ejercicio físico o mental puede aproximarnos tanto a Dios nuestro Señor y apartarnos del mundo. El simple conocimiento de nuestro pobre ser y de la alegre entrega del mismo a Dios es, sin duda, la oración más perfecta. Muchos piensan que vivir verdaderamente es vivenciar constante y profundamente las sensaciones de aquello que puede percibirse directamente por los sentidos.

Únicamente el ser completo del hombre -alma y cuerpo unidos- permite el encuentro profundo con Dios. La clara conciencia de nuestro ser y la simple entrega de nosotros mismos a Dios producen esa unificación. La oración vocal y la meditación, sin duda útiles y necesarias, tienden, sin embargo, a romper la unidad del ser humano. Por eso oración vocal y meditación discursiva son generalmente insuficientes para realizar un encuentro verdaderamente profundo con Dios.

El contemplativo se ofrece directamente a Dios tal como es, sin pensar en nada en particular. De esta manera entrega a Dios todos los dones naturales con que fue agraciado por él, así como también todos sus fallos, pecados e infidelidades.

El primero y más precioso don que recibimos del Creador es la existencia, la vida. Todo el que se ofrece a Dios como un ser salido directamente de las manos divinas rinde al autor de su vida el mejor de los homenajes. El ser lo comprende todo. Hablar a Dios de detalles particulares de ese ser, de sus atributos, puede ser una necesidad personal del que se ofrece. Pero eso no ayuda a crecer en el sentido de una perfección humana mayor. Por eso es mejor que los dones personales no integren específicamente el contenido de la oración contemplativa.

El conocimiento de mi ser global atiende mejor a mí necesidad existencial de unidad. Este conocimiento ayuda también simultáneamente al crecimiento humano y espiritual. Cristo me impele con su ejemplo a darme, a entregarme totalmente a él, hasta el punto de llegar a formar con él una unidad tan perfecta de amor como su misma unión con el Padre.

Cuando, junto al pozo de Jacob, los apóstoles invitaron a Jesús a sentarse para comer, él respondió: "Yo tengo una comida que vosotros no conocéis... Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra..." (Jn 4,32-34). El alimento natural sirve para unir el espíritu a la materia que constituye nuestro cuerpo fisiológico. La vida de que Jesús hablaba en sus predicaciones evangélicas no era una vida natural, que es el resultado de la unión del espíritu con el cuerpo. Él se refería a su propia vida resultante de la unión de su espíritu con el Padre. Así el contemplativo promueve su vida (espiritual) en la medida en que realiza la unión de su propio espíritu con el de Jesucristo.

La salud y el vigor físico son algo muy bueno. Pero la salud física no es condición para salvar el alma. La salvación eterna se asegura mediante el vigor del espíritu, aun cuando éste habite en un cuerpo frágil y enfermizo. El principiante en la vida de oración se entrega ordinariamente a piadosas reflexiones o meditaciones que, ciertamente, ayudan a conocer mejor a Dios. Cuanto mejor conoce uno a Dios, infinitamente bueno y hermoso, tanto más se siente atraído por él. Así es como nace y se desarrolla el amor a Dios. Esa manera de rezar ya produce, por si misma, una cierta unión con Dios. Pero el contemplativo no se contenta con esa medida, sino que aspira a una unión más íntima, más estrecha y más constante con su amado. Y esto lo consigue gracias a la oferta de la conciencia ciega, constante, de su propio ser, tal como lo percibe, sin considerarlo como propiedad personal alguna y sin buscar ningún atributo particular de Dios. Simplemente, lo percibe como la realidad más real -valga la redundancia- de su existencia.

Cuando Dios se apareció a Moisés en medio de la zarza ardiente para comunicarle su misión divina de sacar de Egipto a los hijos de Israel, Moisés preguntó al Señor cuál era su nombre... Y Dios dijo a Moisés:

"YO SOY EL QUE SOY" (Éx 3,13-14). Este nombre, Yo soy, que Dios se da a sí mismo compendia todos sus atributos de eternidad, de bondad, de poder, de ternura, de sabiduría... Esta breve palabra: soy, expresa toda la esencia de Dios en toda su pureza. No hay ninguna otra que la iguale. Él se definió simplemente con el soy, y basta. Yo, como hijo que tiene su origen más remoto en él, participo de esa esencia divina. Todos mis atributos vienen de él. Yo existo en él desde toda la eternidad. Por eso, en el fondo, en cierta manera mi ser se identifica con el ser de Dios, a pesar de que yo no lo sea. Somos semejantes porque él me hizo a su imagen y semejanza, pero también somos diferentes.

Si tengo un parentesco tan próximo con Dios, mí Creador y mi Padre, con Cristo, mi hermano, prorrumpo espontáneamente en gritos de júbilo y de gratitud. Ahora puedo comprender también por qué mi corazón anda tan inquieto y parece no hallar reposo en las vanas promesas de este mundo.

Ahora comprendo también por qué hay hombres y mujeres que abandonan todo cuanto poseen o podrían poseer y se retiran en torno a los tabernáculos del Señor. A la luz de esos hechos, la consagración religiosa adquiere contornos de resplandor que la hacen plenamente comprensible. El gesto de tantos cristianos que abandonan el mundo con todas sus riquezas y con todos sus placeres adquiere un significado revelador del inmenso poder de seducción de Dios.

El contemplativo goza místicamente esa sabiduría espiritual como un maravilloso convite de ternura con Dios trascendente. Todo eso es obra de la gracia. Salomón cayó en la cuenta también de esa prodigalidad de Dios para con su criatura. Afirma también que la correspondencia del hombre a tamaña generosidad de Dios es la suprema sabiduría a la que el hombre puede aspirar:

"Bienaventurado el que alcanza la sabiduría y adquiere inteligencia;

porque es su adquisición mejor que la de la plata y es más provechosa que el oro.

Es más preciosa que las perlas y no hay tesoro que la iguale;

lleva en su diestra la longevidad y en su siniestra la riqueza y los honores.

Sus caminos son caminos deleitosos y son paz todas sus sendas.

Es árbol de vida para quien la consigue; quien la abraza es bienaventurado"

(Prov 3,13-18).

Sabio es el hombre que consigue realizar la importante obra de su propia unificación y de su unión con Dios. La consecución de ese objetivo es existencialmente más importante de lo que es el conocimiento científico de las cosas, que puede ser adquirido por el juicioso empleo de los sentidos y por la razón. El conocimiento de Dios y el amor que le profesamos brotan no de nuestros sentidos o de nuestra inteligencia discursiva, sino que nacen de la esencia humano-divina que constituye nuestro ser. Los sentidos no consiguen captar la verdad total de las cosas. Generalmente, hay mucha ilusión en las cosas que aprendemos única-mente por medio de los sentidos. El amor percibe cosas y aspectos de las cosas que los sentidos no alcanzan. El amor penetra en el interior del objeto y toca su esencia. Por eso la sabiduría suprema está en el amor y no en la inteligencia.

No siempre existe una perfecta concordancia entre lo que se percibe por la inteligencia y lo que se percibe en lo que se ama. Por eso san Pablo afirma categóricamente que "la perfección de la ley es el amor" (Rom 13,10).

El que ama cumple la ley. Quien ama a Dios vive internamente tranquilo. Esta es, justamente, la mejor disposición para vivir siempre de acuerdo con la ley o con la manera de vivir que corresponde a quien el Creador tenía previsto llamar a la existencia. Es por ello precisamente por lo que se dice que el cristianismo es amor. El contemplativo vive permanentemente en una escuela de aprendizaje y de perfeccionamiento del amor.

Vivir en el amor que nos une estrechamente con Dios no lleva al contemplativo a desentenderse por completo de la realidad que le rodea. Un profundo desarrollo amoroso con su Señor no le impide participar plenamente de la vida junto a las personas con las que convive.

En efecto, el contemplativo trabaja, lee, pasea, viaja, hace compras, reza, visita a sus amigos, etc. Mas en el centro de todas sus actividades está siempre aquel sentimiento precioso de íntima unión con su amado. Hasta cuando duerme, el contemplativo no interrumpe esa vivencia reconfortante de estar en los brazos del Padre. Ese pensamiento, más o menos inconsciente, transmite tanta tranquilidad y tanta seguridad, que el sueño se hace verdaderamente reparador, acaparando energías físicas, mentales y espirituales.

El amor es vida y salud no sólo para el espíritu. Mejora también la salud física. No cabe duda de que si la vida contemplativa se vive como en este libro se describe, puede ser también una buena protección para el equilibrio psicosomático-espiritual.

No estará demás llamar de nuevo la atención del principiante sobre la necesidad de establecer una vigilancia continua sobre si mismo. Durante los ejercicios de aprendizaje de la oración contemplativa pueden ocurrir sentimientos de toda especie. Algunos de ellos están destinados a motivar la voluntad del principiante para animarse a proseguir la búsqueda de la contemplación. Otros, en cambio, son más bien negativos y tratan de llevar al desánimo. Por eso conviene muy mucho permanecer vigilantes para no caer en la tentación de desaliento. Es bueno recordar con frecuencia la amonestación del Señor: "El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es apto para el reino de Dios" (Lc 9,62).

Aptos para una vida de oración más profunda, y por tanto más perfecta, lo son únicamente las personas perseverantes en sus iniciativas tomadas con lúcida generosidad. Tomar buenas resoluciones en la vida espiritual y abandonarlas a la primera dificultad que se presenta es prueba de cierta superficialidad, que hace al hombre inepto para empresas y realizaciones de envergadura.

Para ayudarse en la fundación y consolidación de la Iglesia que vino a establecer en el mundo, Jesús escoge a discípulos sencillos, puros, generosos y decididos a sacrificarse por el éxito de la misión. El joven rico, dispuesto a seguir a Cristo, pero incapaz de renunciar a sus riquezas por falta de generosidad, es un ejemplo de hombre flojo, no apto para la importante obra de la contemplación.

Animoso y plenamente capaz de corresponder al amor del Señor es aquel que, al oír "Ven y sígueme" (Mc 2,14), se levanta, deja todo lo que trae entre manos y sigue al maestro. Semejante gesto de amor es siempre recompensado por Jesucristo. El, que es amor, protege, defiende y socorre a quienes le siguen y confían en él.

No es fácil de entender la realidad mística vivida por el contemplativo. Únicamente los iniciados en los misterios más profundos de Dios pueden comprender algo de aquello que acontece en el corazón de la persona totalmente entregada a su Señor, amado sobre todas las cosas. Por eso es un loco quien se dedica a criticar la experiencia trascendental del contemplativo que él mismo nunca conoció. Es por eso también que la persona inteligente y sensata no se atreve a discutir asuntos de los que no tiene la más mínima noción, por el sencillo hecho de que los ignora. Conocemos realmente en profundidad sólo los hechos en que estuvimos personalmente envueltos. Quien nunca vivió un auténtico fenómeno interior de verdadera mística no sabe lo que es. Por tanto, sus juicios a este respecto corren el riesgo de ser erróneos o, cuando menos, sospechosos de error.

La vivencia interior y el comportamiento exterior del contemplativo auténtico están por encima de la comprensión del común de los mortales. El contemplativo -si es verdadero- no debe extrañarse de las impiedades y barbaridades que las malas lenguas dicen de él. Debe saber que no a todos les es dado comprender el sentido profundo de los textos bíblicos que tratan de la relación del hombre con Dios.

Una fe superficial e intelectualizada no llega a penetrar el sentido auténtico de la palabra de Dios. La interpretación de la Biblia únicamente a base de la razón corresponde al teólogo. Su interpretación a base del corazón es competencia del místico. ¿Cuál de los dos conoce mejor a Dios? Marta trabaja a la luz de su propia inteligencia. María no trabaja. Solamente ama. ¿Cuál de las dos eligió la mejor parte?

La actividad de Marta es importante y útil. Es necesaria... La actitud de María no es de utilidad práctica, porque no produce nada. Sin embargo, la función de María es la más sublime, la parte mejor, que nadie le quitará. No es cierto que aquel que conoce a Dios únicamente por el estudio también ama. Ha habido teólogos ateos. Pero es imposible amar a Dios fuera del ámbito de la fe. Quien ama cree. Lo contrario no siempre es verdadero. Un cierto conocimiento de Dios puede llevar a creer intelectualmente que, efectivamente, existe, y a experimentar únicamente un gran temor de él.

Cuanto más crece el contemplativo en su amorosa unión con Dios, tanto menos su razón interfiere en ese proceso vital-espiritual. Así como en el hombre el cuerpo y la mente funcionan de cierto modo sincrónico, así también, de modo semejante, funcionan la razón y el afecto, con una cierta implicación de simultaneidad dinámica.

Con todo, el hombre tiene la capacidad de enfatizar su movimiento existencial más o menos libre o sistemáticamente en uno de estos cuatro polos funcionales: 1) Cuerpo: deportista, trabajador manual (bracero)...; 2) Mente: artista, comerciante...; 3) Razón: intelectual, filósofo...; 4) Afecto: actor, poeta, músico y... místico. Para tener éxito en la vida contemplativa, el principiante debe superar una primera dificultad: habituarse a pensar y a obrar en cualquier circunstancia en un clima densamente afectivo en el que el foco de afectividad vaya dirigido directamente a Dios.

Está claro que eso supone una actitud existencial firmemente anclada en una fe sencilla e inquebrantable. El fundamento para desarrollar cualquier proceso de crecimiento y perfección espiritual, a cualquier nivel, lo constituyen siempre la fe, la esperanza y, al menos, un comienzo de amor.

SER SENSIBLE Y DÓCIL A LA GRACIA

Épocas hubo, en la historia de la Iglesia, en que la gracia de Dios tocaba de modo especial el corazón de muchos hombres. Notable fue el periodo de las grandes persecuciones por el gran número de cristianos que buscaban el martirio por confesar a Cristo.

Es evidente que ese fenómeno socio-religioso tuvo su origen en un auténtico y profundo amor a Jesucristo. Millares de hombres, mujeres y niños abandonaban voluntariamente una vida de alegrías y de bienestar para dar testimonio, derramando su sangre, de su amor a Cristo. Fenómeno admirable de la gracia, prácticamente imposible de repetir por arte puramente humana.

La psicología del comportamiento humano consigue provocar y controlar conductas individuales y de masas mediante una inteligente manipulación de condicionamientos humanos. Mas los mártires cristianos entregaban la vida por un auténtico amor a Dios nacido de la gracia.

Existen también comportamientos humanos individuales y colectivos que son el resultado del cultivo personal y común de valores de orden espiritual. La fe, la esperanza y el amor pueden, efectivamente, despertar con el estudio del mensaje salvífico de Jesucristo. Ciertos valores humanos y espirituales, debidamente reconocidos, pueden también desencadenar comportamientos originales, poco comunes en la vida ordinaria, de individuos de determinados estratos sociales.

Muchos martirios de los primeros siglos de la Iglesia tienen su explicación precisamente en ese conocimiento de Cristo que genera la fe, la esperanza y el amor.

Dios puede, efectivamente, tocar los corazones de los hombres a través de la actuación especial de su gracia. El movimiento preconciliar de renovación de la liturgia y de la vida de oración parece favorecer actualmente la explosión de un nuevo ímpetu de santidad. Existe hoy en día una particular sensibilidad difusa en extensas capas de la sociedad -sacerdotes, religiosos consagrados, cristianos laicos- para profundizar en la vida de oración. El ejercicio de la contemplación representa, sin duda, lo más refinado de los medios a disposición de esas personas para el desarrollo de su potencialidad espiritual.

Muchos hombres y mujeres de hoy, sensibles a esa misteriosa pero insistente llamada de Dios, deciden responder con gran generosidad. Los hay que procuran sacar un tiempo libre en sus ocupaciones profesionales o domésticas para poder atender al convite amoroso del Señor. Basta comenzar con entusiasmo y continuar sin desfallecimiento. El Señor mismo se ofrece para acudir en socorro de las almas generosas en las dificultades con que se encuentren en el camino. Él protege a sus amigos y les infunde seguridad y confianza durante el viaje.

La función contemplativa tiene lugar de forma semejante al sueño. Tanto en éste como en aquélla los sentidos externos se apagan y el pensamiento deja de ser controlado por la voluntad. En ambos casos el cuerpo permanece totalmente en reposo. En la contemplación el espíritu se abandona también a un tranquilo reposo en Dios y se dispone a gozarlo amorosamente tal como él es. Entre tanto, el mismo hombre interior se renueva maravillosamente.

En esa situación de profunda intimidad contemplativa con el Señor es fácil comprender que contemplar no es una actividad intelectual o puramente racional. Por eso el proceso de búsqueda o investigación en la oración contemplativa sigue un método preciso. Consiste, fundamentalmente, en aprender a purificarse de cualquier idea o pensamiento activo respecto de algún atributo particular cualquiera de Dios o de sí mismo, o de cualquier otra criatura.

Todo cuanto se dice en este libro referente a la contemplación puede dejar a ciertos lectores un poco asustados. Hay quien se pregunta perplejo si el intento de recorrer este camino para llegar a Dios podría, eventualmente, exponer a esa persona a un riesgo de gran fracaso.

Preciso es reconocer que esa duda es comprensible. La vida de oración, en la mayoría de las personas, depende generalmente sólo de las facultades de la inteligencia y de la voluntad. La vida espiritual de no pocos cristianos se lleva adelante a fuerza de voluntad, como una tarea ardua que hay que cumplir. Cambiar de método y de estilo de vida religiosa, al cual ya se está habituado, requiere una gran generosidad y la suficiente capacidad para modificar unos hábitos a veces profundamente arraigados.

Se trata nada menos que de adoptar un nuevo estilo de vida espiritual. En algunos aspectos, ese cambio de costumbres puede hacerse muy difícil. Tan difícil como a un nuevo rico adaptarse al modo de vivir y de relacionarse con las personas de la nueva clase social en que acaba de ingresar.

Hay quien comienza a dudar incluso de si la oración contemplativa es realmente tan agradable a Dios como se dice. En este caso, una explicación racional de la problemática basta generalmente para desterrar la duda. Una buena comprensión intelectual del problema permite una decisión con pleno conocimiento de causa y con gran confianza.

Si sin Dios nada podemos, con él todo nos es posible. Una buena comprensión de lo que es la vida contemplativa se puede adquirir mediante la atenta y reposada lectura de este o de otros libros que traten de la materia. Para conocer mejor el asunto es también de gran utilidad tener algunas entrevistas con la persona que conozcamos impuesta en el tema.

Para salir con éxito en nuestro empeño del aprendizaje en la vida contemplativa existen dos condiciones básicas:

1ª Decisión personal, libre y firme, de profundizar en la vida espiritual por la vía contemplativa.

2ª Entera docilidad a un sabio y experimentado director espiritual.

Un director espiritual de confianza posee, cuando menos, estas tres características personales: 1) inteligencia; 2) prudencia humana y evangélica; 3) experiencia personal de profunda espiritualidad.

La actitud básica del "dirigido" ante su "director" debe ser la de apertura, de confianza y de docilidad. La relación interpersonal de estas dos personas en situación se debe desarrollar a modo de diálogo. Y, ya se sabe, el diálogo es posible únicamente entre personas que se aman, es decir, que llevan a cabo funciones y actitudes recíprocas: de aceptación, de respeto, de perdón, de confianza, de ayuda...

El conocimiento de la biografía de grandes contemplativos puede despertar el entusiasmo por este estilo de vida de oración. Entre otros muchos, recomendamos la lectura meditada de la vida de santa Teresa de Jesús; las biografías del santo cura de Ars, de san Juan de la Cruz, de san Ignacio de Loyola... Los que hacen la experiencia de vida contemplativa dan a entender que el lenguaje humano no es capaz de describir todo lo que la experiencia y profunda contemplación de Dios es en realidad. No se puede describir con exactitud la experiencia personal de Dios. Pero si es posible hablar de un modo aproximado.

La lectura atenta de los libros que arriba se indican y aconsejan, o bien una conversación íntima con una persona auténticamente contemplativa, dan una idea bastante clara de la maravilla que supone la vida de unión con Dios.

El grado de perfección del hombre se mide por el grado de intimidad y de solidez de su unión con Dios, consumada en el amor. Esto sólo puede entenderlo convenientemente aquel que lo experimenta personalmente. La autenticidad de tal situación se mide por los frutos que ella produce en la vida práctica del contemplativo. La síntesis de esos frutos es el amor sencillo, generoso y directo del contemplativo en relación con Dios, con los hombres y con la naturaleza.

El amor, síntesis de todas las virtudes, aparece de manera muy clara en la vida de san Francisco de Asís. Este amor en acción lleva al contemplativo a limitar la divagación de su pensamiento y de su palabra. Él habla poco, pero vive intensamente el amor. Es también por eso que el contemplativo no es amigo de largas oraciones vocales y de morosas meditaciones discursivas. Su oración es más bien sencilla, breve y frecuente. Su permanente unión con Dios le dispensa de muchas palabras.

A los que quieren seguir al Señor en amorosa intimidad, él mismo les recomienda con severidad: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24). Negarse a sí mismo, porque nadie puede seguir a Jesús por propia iniciativa. Quien sigue a Jesús no lo hace por libre voluntad. Es el Señor quien toma la delantera y le llama, le convida, le invita a seguirle con la cruz. El hombre es o no llamado. Responde o no responde a la invitación.

¿Y cómo podremos saber si Dios nos llama a la vida contemplativa? La llamada, la invitación a ir a su encuentro, puede explicarse por una atracción interior, un misterioso anhelo y un deseo de aproximación. Los motivos de esa reacción del hombre a la misteriosa manifestación de Dios están siempre relacionados con cierta sensibilidad natural del hombre frente a los diferentes valores existenciales.

Esos valores pueden ser muy variados: para uno será el deseo de conocer a Dios; otro se sentirá atraído por él como si fuese su padre, su hermano, su amigo... Habrá quien se interese por el misterio de la luz interior... La gracia es esa fuerza de atracción, ese deseo, esa necesidad que impele, que atrae.

Tienen éxito en la vía contemplativa únicamente las personas que se dejan conducir en ella con fidelidad, siguiendo los impulsos de la gracia. A pesar de toda orientación metodológica, aconsejada a quienes se proponen vivir la vida contemplativa, en definitiva, Dios es siempre el agente principal en todo ese proceso. Cabe al hombre ser totalmente receptivo, ser sensible a la gracia y seguir sus impulsos. El deseo y el anhelo de Dios son una apertura constante a la acción divina. Además, el contemplativo va poco a poco aprendiendo por experiencia personal.

Todos tenemos, al menos, una cierta sensibilidad de Dios. El Creador toca el corazón de los hombres directamente o por circunstancias, las más de las veces inesperadas. Algunos se sienten tocados por Dios después de la lectura de un buen libro, como, por ejemplo, éste. Sin embargo, ni libros ni personas nos pueden enseñar a rezar y a contemplar como enseña de hecho la propia experiencia personal. La más elevada y más significativa experiencia de que el hombre es capaz es la experiencia de Dios. Pero ésta sólo es posible mediante el total olvido de uno mismo. No olvidemos que para seguir a Cristo es necesario negarse a sí mismo.

Para aprender a contemplar es necesario seguir un método, que no es otra cosa que un proceso de desarrollo del aprendizaje. Ese proceso sigue varias etapas. La primera de ellas es el desnudarse uno de si mismo, olvidarse de todo nuestro saber con respecto a nosotros mismos y de los demás, olvidarse también de las cosas, y hasta del conocimiento de los atributos particulares de Dios. La segunda etapa consiste en sentir un ardiente deseo de experimentar a Dios. Ese deseo se transformará poco a poco en un gran anhelo de experimentar únicamente a Dios. Finalmente, si perseveramos en esa búsqueda en que el ansia de experimentar a Dios aumenta, crece también la soledad del corazón. Esta soledad lleva a destruir el conocimiento personal de todas las cosas, incluso del propio yo. Entonces, sí habrá lugar para experimentar a Dios tal cual es.

Éste es el proceder de la persona que ama. El que ama de verdad se olvida de sí mismo y se concentra totalmente en el objeto de su amor. El fijar su atención y sus intereses en la persona amada no intenta arrebatar al otro para apropiárselo todo para si. Esto sería un amor egoísta. La esencia del amor es el inmenso deseo del amante de entregarse a la persona amada. Configura, por tanto, una actitud y un gesto de donación gratuita de si al otro. A ese deseo de donarse le acompaña el de un total olvido de si mismo. Ese proceso mental-espiritual puede ser perfectamente entendido única-mente por el que lo experimenta.

La percepción de la experiencia de sí mismo es la negación de la experiencia de Dios. Con eso no pretendemos decir que la experiencia de uno mismo sea algo indeseable. Sabemos que el conocimiento del propio ser es condición de la normalidad de la persona. Con la afirmación arriba dicha se quiere dar a entender únicamente que, en la contemplación, la preocupación y la ocupación no deben tener por objeto al propio sujeto, sino únicamente a Dios.

En el fenómeno de la contemplación, el conocimiento de Dios presente se sobrepone totalmente al conocimiento de sí. Y en tanto este proceso no es completo, no existe contemplación propiamente dicha. Ésta es una vivencia profunda y única de Dios, que excluye la simultaneidad de otra vivencia cualquiera. En la medida en que la gracia toca al principiante en la vida contemplativa, éste ve más claro y aprecia cada vez más el valor de la oración contemplativa.

Las facultades de la inteligencia, de la memoria y de la voluntad no ayudan realmente mucho para alcanzar el amor contemplativo. Tampoco ayudan mucho, que se diga, las meditaciones imaginativas y especulativas por si mismas, para despertar el amor a Dios. Más vale el simple conocimiento del propio ser, aun cuando ese conocimiento pueda significar un doloroso peso para el propio yo. Mientras yo me ocupo de mi propio conocimiento, lo único que consigo obtener con eso es una paupérrima experiencia de mi yo. Y esto es sumamente doloroso para quien trata de buscar sólo a Dios. El sufrimiento de no encontrar a quien con tantas ansias se busca termina en una explosión de lágrimas, inflama el deseo e intensifica la búsqueda: "Maria estaba junto al sepulcro, afuera, llorando... Han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto... Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?... ¡Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo pusiste, y yo le tomaré!" (Jn 20,11-15). El dolor de la pérdida y de la consiguiente soledad constituye el clima favorable para la eclosión de un gran deseo de sentir a Dios tal cual es.

La oración vocal de salmos y de otras preces tiene un gran valor, sobre todo para los principiantes en el camino de una espiritualidad más profunda.

También la meditación de textos bíblicos ayuda a descubrir el valor espiritual de uno mismo y de Dios. Por lo demás, no es fácil tener una auténtica experiencia de uno mismo sin ejercitar antes las potencias de la imaginación y de la razón para reconocer la condición personal de pecador. La capacidad de llorar los propios pecados y de alegrarse con la grandeza y hermosura de Dios son los frutos de ese reconocimiento.

Por tanto, el primer paso que hay que dar para penetrar en el reino de la contemplación es la oración vocal y la meditación discursiva muy bien hechas. Son dos maneras de relacionarse con Dios muy preciosas.

La mayoría de los cristianos alimenta su espiritualidad mediante esas prácticas de piedad. La contemplación lleva a una espiritualidad más elevada, capaz de unir al hombre con Dios de manera más sólida. La oración contemplativa supone una gran capacidad de amar y de donarse plenamente. Permite al hombre "saborear las inefables delicias del Señor". Existe solamente una puerta para poder entrar en ese misterioso reino de las delicias del Señor. Esa puerta no es el conocimiento racional de técnicas psicológicas. No es tampoco el conocimiento de la historia de la Iglesia o de la biografía de algunos grandes místicos que podrían servir de modelo. La única puerta de entrada en ese misterioso templo de la mística es el Señor: "... Yo soy la puerta. Quien entra por mí se salvará; entrará y saldrá y hallará pasto..." (Jn 10,9). Entrar por la puerta -el Señor- es, ante todo, meditar la pasión de Jesucristo. Por esa piadosa reflexión se llega a comprender la maldad del pecado y a arrepentirse de él.

El arrepentimiento sincero incluye siempre el firme propósito de no volver a ofender a un Señor tan amable y tan misericordioso. El sentimiento de compasión por el Señor, tan injustamente maltratado, que llegó incluso a morir en la cruz por nuestras infidelidades, mueve nuestro corazón a acercarnos a él. Fue precisamente este sentimiento de dolor y de piedad el que llevó a Maria Magdalena a aproximarse a la cruz y, arrodillada, postrada, romper en dolorido llanto. El dolor hace llorar. ¡Benditas lágrimas de arrepentimiento, porque ellas nos redimen de nuestras culpas!

Hay quienes intentan entrar en la tierra prometida de la salvación por otra puerta que no es la del Señor Jesús. Son los que apuestan por una reflexión especulativa, por hipótesis imaginativas y de fantasías como camino para una eternidad feliz... Pero todos los que siguen este camino, generalmente acaban por decepcionarse profundamente. Refiriéndose a estas personas, Cristo dice: "El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir" (Jn 10,10). A veces, esas personas tratan de justificar su mala conducta, su situación oscura y pecaminosa. De lo que no cabe duda es que la meditación es necesaria, ya que ella es la puerta de entrada en la vida devota, que viene a ser el vestíbulo de la vida contemplativa.

Si Cristo es la puerta, lo primero que hay que hacer para entrar en el reino de la intimidad contemplativa es tratar de encontrar a Cristo y de permanecer junto a él. No se entra por la puerta de un rico palacio sin antes limpiarse bien los zapatos. La vida de pecado mancha al hombre y lo hace indigno de entrar en el santo de los santos. Toda la purificación personal se hace de rodillas, con sentimiento de profundo dolor, delante del Señor. El pecador arrepentido se purifica, entonces, más y más y, humildemente, espera a la puerta hasta que le inviten a entrar. La invitación viene del Espíritu Santo. Él es la señal evidente de la llamada y quien mueve a la persona que espera esa llamada a iniciar una vida espiritual más elevada.

Muchas personas devotas, sinceramente ocupadas en lecturas piadosas, pueden sentir el deseo de vivir una mayor intimidad con el Señor. Ello es, ciertamente, una señal de la gracia, que toca su corazón. Pero no todos los que leen esas cosas se sienten movidos por ella de la misma manera.

Parece que la diferencia de esos efectos podría explicarse por una sensibilidad mayor o menor a la llamada de la gracia de unos y otros. Sería actitud de gran sabiduría, por parte de los que se sienten llamados, el seguir ese impulso de la gracia y decidirse con todo entusiasmo a iniciarse en la oración contemplativa. Los demás deberían continuar fielmente a la puerta de entrada -el Señor- que conduce al reino de la salvación eterna.

Están, efectivamente, aquellas otras personas llamadas simplemente a salvarse. Y ya hemos visto que otras están llamadas por Dios a una perfección mayor. Todo ello es cosa de la misteriosa y arcana voluntad de Dios respecto de los hombres, sus criaturas predilectas. No es importante esa diferencia de vocaciones. Dios tiene sus designios, que no siempre son claros para nosotros. Por otra parte, es muy importante que cada cual siga la llamada que Dios le hace.

Todas las vocaciones son buenas, preciosas y santas. Cada llamada particular de Dios implica, para el respectivo elegido, obligaciones, compromisos y trabajos personales. Es necesario pedir constantemente a Dios el auxilio de su gracia para serle siempre fiel y dócil a su llamamiento.

Nadie debe decirle a Dios a qué clase de vocación le gustaría ser llamado. Seria igualmente erróneo forzar la contemplación. Todo lo que en la vida espiritual es forzado, nunca produce buenos resultados.

Un fracaso es siempre un pequeño o un gran desastre, capaz de llevar al desaliento. Y ya sabemos: de una persona desanimada, nada bueno podemos esperar. Nos basta con escuchar atentamente, ya que Jesús nos llama a todos, y seguirle fielmente. Quien se sienta llamado a una unión más íntima en la vida contemplativa, debe agarrarse con toda confianza al Señor. Ha de recordar también continuamente la severa amonestación del Señor: "Sin mí nada podéis hacer" (Jn 15,5).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

COLABORAR CON LA GRACIA

No pocas personas mantienen el grave error de pensar que el hombre es el agente principal de todo cuanto acontece en el mundo. Hay también quienes se juzgan víctimas de fuerzas misteriosas y ocultas, sobre todo cuando les sucede algo malo. Existen incluso falsos contemplativos que están convencidos de ser capaces de producir, por sí mismos, aparentes fenómenos místicos extraordinarios. Afirman que Dios les permite hacer, a ellos mismos, esto o aquello, y lo de más allá, sobre todo cuando se trata de fenómenos más o menos maravillosos. El papel de Dios se reduciría, según ellos, a un simple conocimiento.

Es necesario saber que, con respecto a la contemplación auténtica, sucede exactamente todo lo contrario.

En una vida espiritual auténtica y verdaderamente profunda, Dios es siempre el agente principal. Cuando el hombre intenta hacerse santo por sus propias fuerzas, por su propia inteligencia, Dios se retira, porque ya no tiene nada que hacer. "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no permanece en mí, es echado fuera, como el sarmiento, y se seca... (Jn 15, 4-6).

Todo el bien que somos capaces de hacer es siempre fruto de la gracia. Ésta obra en nosotros si la acogemos y si colaboramos con ella mediante nuestra docilidad y nuestra buena voluntad. Nuestra buena voluntad y nuestra colaboración decidida con la gracia se manifiesta por actitudes y gestos, como, por ejemplo, estudio asiduo de la palabra de Dios, empleo de nuestro sentido crítico, fidelidad a los deberes de nuestro estado y lectura de los signos de los tiempos en las más diversas circunstancias de nuestra vida. La capacidad de interpretar correctamente los signos de los tiempos y de orientar la propia conducta espiritual por esa comprensión es una cuestión de la responsabilidad personal del hombre. Aquí entra no sólo la inspiración personal, sino que influyen también los criterios de la razón. Cuando el hombre es temeroso de Dios, la gracia divina fecunda también las iniciativas humanas basadas en la razón.

Para formar al hombre contemplativo, la más refinada sabiduría humana es insuficiente. Aquí sólo Dios es el agente principal. Sólo él toma la iniciativa. El hombre puede únicamente colaborar con la gracia. En la actividad común del hombre, Dios la respeta y, por así decirlo, le permite actuar por propia iniciativa, de acuerdo con los criterios personales de la propia razón.

En la contemplación y en el aprendizaje de la misma, la iniciativa pertenece a Dios. El hombre no tiene que hacer más que asentir y dejar hacer. Sin la participación directa o indirecta de Dios, el hombre nada bueno o malo puede hacer. Es evidente que Dios no coopera con el hombre cuando éste obra mal. Muy a su pesar y con gran disgusto, él respeta nuestra libertad cuando nosotros tomamos la triste iniciativa de pecar. Dios respeta incluso, con inmenso dolor de Padre, el libre albedrío del hombre a condenarse eternamente. En las buenas acciones, Dios ayuda al hombre con su gracia. En la contemplación él lo hace todo, incluso estimula continuamente al contemplativo para que sea dócil a la gracia y colabore gustoso.

Por tanto, cuando Cristo dice que "sin él nada podemos hacer", esta afirmación vale para todos: pecadores, apóstoles activos y personas contemplativas. A unos, Dios les permite que hagan lo que quieren; a otros, les asiste y ayuda y, en cuanto a los contemplativos, él lo hace todo. El pecador usa únicamente sus propias facultades cuando peca. Dios así lo permite. Al apóstol activo, Dios le ayuda y suple con su gracia lo que le falta al hombre. El contemplativo es llevado por Dios como el barco de vela es llevado por el viento.

La vida de la gracia se vive, por consiguiente, de dos maneras, de acuerdo con la vocación de cada uno: la vida de oración común a todos los cristianos y la vida contemplativa. Tanto unos como otros pueden también ejercer la actividad apostólica, más o menos intensa, en diversos sectores de la Iglesia. Algunos contemplativos se encierran en conventos de clausura rigurosa para favorecer al máximo su intimidad con el Señor. Pero ésta no es una condición indispensable para ser contemplativo. Hay también religiosos consagrados verdaderamente contemplativos, y que al mismo tiempo desarrollan una intensa actividad apostólica.

La vocación a la vida contemplativa se manifiesta más claramente por unas señales características. De entre ellas, citamos las siguientes: un particular toque de Dios, experimentado intensamente y que persiste de noche y de día; al dormirse, en las interrupciones del sueño, y al despertar, por la mañana; un misterioso pero intenso y persistente anhelo de intimidad mayor con Dios vivido durante el día y que, en los momentos de oración, se hace particularmente claro. A veces, la persona experimenta ese deseo vehemente sin saber exactamente cuál es el objeto preciso del mismo.

Quien así se siente, envuelto por esa misteriosa vivencia, comienza a vivir una paz y serenidad interior que difícilmente se altera con los acontecimientos negativos que pueden sobrevenirle. Su relación o trato social se vuelve también más dulce, más reposado y sereno. Al mismo tiempo, siente un deseo muy grande de hablar de lo que él siente con otra persona que se halle en circunstancias parecidas a las suyas, pero no se decide a hacerlo. Semejante experiencia interior es, de hecho, muy difícil de traducir en palabras. Una real y profunda experiencia de Dios sólo puede comunicarse parcialmente a otros, más con actitudes, con gestos y con exclamaciones que con palabras. Son cosas del corazón inexplicables por la razón.

La persona verdaderamente empeñada en buscar a Dios porque se siente irresistiblemente atraída por él, se vuelve progresivamente silenciosa, pacífica y profundamente devota y, al mismo tiempo, infantilmente alegre. Manifiesta también una cierta búsqueda de soledad para estar a solas con el que ama. Cuanto mayor es el deseo de contemplación, tanto más desaparece la necesidad de leer, de estudiar, de trabajar y de moverse.

En todos los diversos caminos de la espiritualidad se dan períodos de falta de entusiasmo y de aridez, de inspiración. Se entibia el fervor y disminuye la capacidad de reflexión y de meditación. Incluso puede haber momentos de desaliento por no saber qué camino seguir. Se trata de una fase muy valiosa en el aprendizaje de los caminos de la contemplación. Es una oportunidad para darse cuenta de que por si solo es imposible contemplar. El aprendiz puede hasta confundirse. Puede tener la impresión de estar extraviado. En este punto es muy importante mantener los ánimos. La actitud interna ha de ser la de aguantar, de sufrir y de perseverar en la búsqueda.

Es un momento muy delicado. Diría incluso que decisivo. En él el aprendiz tiene la posibilidad de transformarse de hombre carnal en hombre espiritual. Lo importante es no tener miedo y proseguir con gran confianza en el Señor. Es cierto que Dios asiste muy de cerca a todo el drama. En cualquier momento podrá encontrarse de nuevo con toda la gracia contemplativa. El estar seguro de la presencia de esa gracia trae consigo la certidumbre de la curación. Aunque la crisis de aridez puede volver. Y puede volver más de una vez, pero a cada nueva dificultad habrá una recuperación maravillosa de fervor. A cada reencuentro de la gracia contemplativa habrá una fiesta de reencuentro. Todo ese vaivén de fervor y de aridez forma parte de la pedagogía del Señor para introducir a sus amigos más íntimos en los arcanos de su insondable grandeza y de su inconmensurable amor.

El camino para llegar a la contemplación requiere mucha paciencia. Ésta es el ingrediente indispensable en todas las grandes obras del Señor. La falta de entusiasmo en la vida de oración no significa que el Señor se haya retirado. Dios puede retirar temporalmente las emociones positivas de la consolación y los deseos ardientes de amar; mas nunca retira su gracia de aquellos que le buscan con sinceridad.

Emociones positivas, deseos ardientes y consolaciones de todo orden no son la esencia de la oración contemplativa. No pasan de ser aspectos accidentales; útiles, pero no necesarios. Esto no siempre es fácil de entender. No se puede valorar la riqueza de la vida de oración por esos aspectos humanos de la misma. Pueden ser, si, señales de la gracia, pero no son la gracia propiamente dicha. Las delicias de fervor sensible jamás se pueden comparar con un suplemento de la gracia para mantener el esfuerzo del hombre por permanecer en el amor.

La perseverancia en el amor purificado conduce a la perfección del amor a Dios. Este amor será perfecto cuando el hombre se transforme realmente en una sola cosa con su Señor. Únicamente la perfecta unión con

Dios lleva a experimentar la presencia de Dios tal cual es. Experimentar o sentir a Dios no quiere decir comprenderlo en toda su extensión. Nadie puede entender a Dios tal como es. Mas cuanto mayor fuere la intimidad con él tanto más profundamente le adoraremos como a nuestro todo. Todo el que ve y experimenta a Dios, se unifica con él por la gracia.

El que tenga alguna experiencia de esas señales de la presencia de Dios puede ya discernir la naturaleza y el significado del despertar de la gracia que llama al alma. El que percibe esa llamada de Dios en el alma debe examinar ese fenómeno a la luz de la Escritura para verificar si esa experiencia no tiene nada de contrario a la revelación escrita. No es que haya nuevas revelaciones, aunque puede haber únicamente repetición o explicación de las mismas.

Una vez adquirida la certeza de que Dios se nos revela en la oración contemplativa, es hora de abandonar el raciocinio especulativo y la reflexión imaginativa. Se trata de estrategias que, a su tiempo, fueron útiles para alimentar el entendimiento y favorecer la conversión inicial. Cuando alguien comienza a escuchar la llamada del Señor en lo íntimo de su alma, reflexionar y raciocinar sobre las cosas de Dios no tiene ya sentido. La actitud que entonces se impone por si misma es la de una simple y total entrega al Señor.

Jesucristo fue el más perfecto contemplativo de todos los tiempos. Felices los que pudieron verlo con sus propios ojos, los que convivieron con él. Sin embargo, no tenemos motivos para envidiar a los apóstoles y demás discípulos. Nosotros, que somos también sus discípulos, podemos en realidad alcanzar una perfección cristiana que nada tiene que envidiar a la de muchos de aquellos que acompañaban a Cristo en la tierra.

El contemplativo que no tuvo la suerte de conocer físicamente al Señor siente, con todo, la dicha de conocerlo espiritualmente y de amarlo en su divinidad. Ya antes de su pasión, muerte y ascensión, Jesús hizo notar a los suyos la necesidad de desaparecer físicamente a su vista por el propio bien de ellos: "Os conviene [que yo me vaya]; mas si me fuere, os lo enviaré" (se refiere aquí al Espíritu Santo) (Jn 16,7).

De estas palabras se deduce que la contemplación de la divinidad de Jesucristo es posible mediante la fe, sin percibir nada de la realidad de Dios a través de los sentidos físicos. La contemplación es obra puramente espiritual. Tiene lugar únicamente por medio de los sentidos interiores de la fe.

La contemplación espiritual es la más alta de las gracias que puede alcanzar un cristiano que vive aún sobre la tierra. Quienes cultivan con esmero su vida de oración suspenden a veces la meditación discursiva, para entregarse con gran alegría a la experiencia puramente espiritual del amor de Dios.

Este libro indica el camino a recorrer a todos aquellos que, impelidos por la gracia, desean hacer esa experiencia de amor de Dios. Se trata de una experiencia maravillosa que sólo es posible mediante la entrega continua y absolutamente desinteresada del propio ser a Dios.

Exigencia fundamental de ese gesto es que se haga con total despego de uno mismo. Pero esto no es fácil. Implica la renuncia total al uso de los sentidos externos. El conocimiento contemplativo es puramente espiritual, sin punto de referencia físico perceptible por los sentidos externos. El conocimiento puramente espiritual de Dios permite la experiencia espiritual de Dios, lo que supone siempre un puro don de la gracia. En la oración contemplativa, la experiencia interior es más importante que el conocimiento intelectual. Este último puede engañar. Aquél, es decir, la experiencia del puro amor de Dios, no engaña nunca. Además de lo dicho, en el terreno espiritual sólo el amor manda.

Y todavía una advertencia final para prevenir contra el peligro del desánimo. La oración contemplativa no es precisamente un descanso, sino que se realiza en medio de luchas y sufrimientos de todo orden. La tentación de abandonarlo todo asalta con frecuencia. Mas aquel que ya degustó alguna vez la maravillosa experiencia de Dios, difícilmente sucumbirá a la tentación de desánimo.

El contemplativo vive en una lucha permanente contra su propia comodidad. No conoce descanso. El camino de la contemplación es siempre difícil, sobre todo a los comienzos, simplemente porque se trata de aprender algo totalmente nuevo. Nadie nace ya sabiendo contemplar espiritualmente. El valor espiritual de la contemplación no puede apreciarse inmediatamente sin la experiencia personal. Aprender a contemplar no es una tarea fácil que digamos. Mas, para aquel que la practica, la contemplación se convierte en un verdadero descanso para el espíritu, libre de cualquier ansiedad.

El tiempo de oración contemplativa propiamente dicha no debe extenderse, ordinariamente, más allá de la media hora. Se puede reducir incluso a veinte minutos. Orar de esa manera dos veces al día -por la mañana y por la tarde- sería, sin duda, un excelente ritmo de vida de oración contemplativa. (No se incluyen aquí el rezo de los salmos, la oración vocal y otros ejercicios de piedad que los religiosos consagrados hacen diariamente por prescripción regular).

Las personas que no conocen el método de la oración contemplativa se limitan generalmente a recitar vocalmente una serie de oraciones y a una cierta meditación reflexiva. Esto es extremadamente válido. Pero sucede que muchos no se sienten satisfechos con eso. El espíritu los impele a buscar algo más. A esas personas hambrientas de oración les aconsejamos seguir esa llamada interior y tratar de entrar por el camino de la oración contemplativa. Ésta es la más sublime, y por eso también el más perfecto de los ejercicios de oración.

Vale la pena perseverar en la oración contemplativa. Ésta es el comienzo de lo que será nuestra felicidad suprema por toda la eternidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RESPUESTA A UNA CARTA-CONSULTA

Apreciado Señor: Considero la oración contemplativa y la contemplación propiamente dicha como lo más avanzado de una auténtica vida de oración. Si el Papa no estuviese interesado en que los fieles aspiren a la contemplación, creo que deberíamos pensar que el jefe de la Iglesia poco o nada conoce de lo que es oración. Tengo pruebas de que Juan Pablo II es un verdadero contemplativo. Precisamente por eso es lo que es personalmente y lo que él significa para la Iglesia actual, por la gracia de Dios.

Lo que usted hace en su parroquia para iniciar a los fieles en los misterios de la oración contemplativa es seguramente lo mejor de su esfuerzo apostólico con sus hijos espirituales.

Con respecto al mecanismo psicológico que interviene en la contemplación, puedo explicarle lo siguiente:

Ante todo, es necesario considerar que la contemplación puede ser contemplación de Dios o contemplación de otras cosas, como, por ejemplo, las cosas bellas y grandiosas de la creación, una obra de arte, una música, etc. Hay contemplación cuando la toma de conciencia de esas cosas despierta en el sujeto sentimientos de maravilla, de entusiasmo, de sorpresa, de asombro... A mi modo de ver, en ambos casos contemplación de Dios o de realidades espirituales y contemplación de otras cosas el mecanismo psicológico que se mueve dentro de nosotros es el mismo.

Como Dios es una realidad sobrenatural y trascendental, no puede ser apreciado o contemplado sin la fe. Esta es un don ciertamente ofrecido a todos nosotros. Pero un don gratuito, ofrecido a todos por Dios, puede no ser acogido por algunos o por muchos. Por eso el contemplativo es fundamentalmente un hombre de fe profunda y radical.

La inteligencia como tal no es la capacidad principal para poder contemplar. Al contrario, la contemplación depende no tanto de la inteligencia como del amor. Personas excesivamente intelectuales tienden, muchas veces, a reflexionar y a raciocinar acerca de Dios y de sus atributos. La actividad de pensar, de meditar y de raciocinar acerca de cosas santas es, ciertamente, algo muy bueno y santo. Pero eso no es contemplar. Es estudiar.

Para el ejercicio de la actividad intelectual entran en acción unos centros nerviosos del cerebro que no son los mismos que los que permiten contemplar a Dios, las cosas santas o, simplemente, las cosas humanas.

En la verdadera contemplación son estimulados ciertos centros nerviosos que producen alegría, euforia, admiración, entusiasmo, maravilla, u otros sentimientos como de pena, de compasión, de tristeza... Aquí no hay lógica. Hay únicamente experiencia interior, experiencia de vida, de amor... Se trata de una reacción humana muy próxima a la sensación de naturaleza hedónica, placentera, gozosa... Pero, al contrario de lo que sucede con el placer puramente fisiológico, en la contemplación la experiencia placentera es percibida a nivel espiritual o del alma. Implica una expansión del estado anímico que, en psicología moderna, llamamos de experiencia culminante. Ésta lleva al sujeto a desear ardientemente que no termine jamás. "Señor, ¿quieres que levantemos aquí tres tiendas" (Tabor).

Tanto en el sentido estricto de "oración" como en un sentido más amplio psicológico, únicamente el hombre puede contemplar. Ningún animal irracional puede experimentar esa vivencia. También los niños y las personas simples pueden contemplar en sentido natural. Pero la contemplación de Dios es sólo prerrogativa de las personas que viven una fe muy simple, muy humilde, muy auténtica y muy sincera.

En mis libros describo algunas técnicas apropiadas para crear un estado físico y mental el estado alfa favorable al ejercicio de la contemplación natural para el reposo y para el gozo interno de un sentimiento artístico. Para el ejercicio experimental de la contemplación sugiero las mismas técnicas que para la preparación de un estado exterior e interior favorable a la oración profunda. Personas habituadas a contemplar entran espontáneamente en el "estado alfa", fuera del cual, a mi modo de ver, no existe verdadera contemplación ya sea natural ya sea espiritual.

En la contemplación-oración los hechos psicológicos son muy semejantes a los que se dan en la contemplación natural: poesía, música, vivencia de sentimientos artísticos en general. Mas los efectos son de naturaleza espiritual. La gran diferencia entre los efectos de la contemplación natural y los de la contemplación-oración está en el objeto contemplado. En la contemplación natural el objeto de la misma son cosas percibidas a nivel de los sentidos externos. En la contemplación-oración, el objeto Dios es percibido únicamente por los sentidos internos: la fe, la intuición, el amor, la imaginación, la fantasía, la impresión, la representación, la iluminación interna, etc.

Usted me pregunta: "¿Cómo explicar el hecho de poder entrar voluntariamente en contemplación siempre que se quiera, si la contemplación es infusa, gratuita, dada por Dios cuando él quiere?"

Aquí debemos distinguir entre ejercicio de contemplación o estado contemplativo. Por el contexto de su carta, supongo que usted ya es una persona contemplativa. Vea, señor, que orar es lo mismo que amar. El que ama verdaderamente, ama siempre, incluso cuando trabaja o cuando duerme. La palabra amar expresa el estado del alma de quien vive estrechamente unido a otra persona en un nivel afectivo. El estado interior tiende a ser permanente. El ejercicio de contemplación es el encuentro concreto entre las dos personas que se aman. Son unos momentos de intimidad en los que ambos no hacen otra cosa que ponerse enteramente a disposición mutua.

Por parte del Señor, los momentos de encuentro explícito con él son siempre de su libre elección. Dios no obliga jamás a nada. Él está siempre a nuestra espera y nos llama, pero respeta siempre nuestra libertad. Por eso, para contemplar, basta con que nos recojamos junto al Señor, con que tratemos de verlo con los ojos de la fe, con que lo escuchemos con atención en lo más profundo e íntimo de nuestra conciencia y con que nos dispongamos a permanecer enteramente a su disposición. Nada más.

El verdadero contemplativo está ya acostumbrado a hacer eso, ya descubrió el camino. Por eso es capaz de entrar en estado de contemplación cuando quiere.

Quiero explicar también que existen dos tipos de contemplación: la contemplación infusa y la contemplación aprendida. La primera viene dada gratuitamente. El feliz agraciado sabe contemplar sin tener que aprender a hacerlo. Mas todos los que lo deseen pueden aprender a contemplar.

Muchos tienen dificultad para aprenderlo sin el auxilio eficaz de un director espiritual especializado. Hoy sabemos que la contemplación no es privilegio reservado a unos pocos. Al contrario, todos los cristianos están llamados a una vida de oración contemplativa. Creo que una persona profundamente cristiana y, más aún, un religioso consagrado, no pueden sentirse realizados plenamente en tanto no alcancen un cierto grado, al menos, de profundidad en la oración contemplativa.

 

CONTEMPLACIÓN Y APOSTOLADO

En los años ochenta daba yo un curso intensivo sobre el tema Vida de oración, invitado por una comunidad religiosa masculina en el norte de Italia. La comunidad estaba compuesta por unos cuarenta hombres, todos ellos religiosos consagrados, la mitad de los cuales eran también sacerdotes. Constituían una comunidad de trabajo. Su actividad estaba relacionada con la edición y distribución de libros.

El motivo de invitarme a darles aquel curso intensivo de formación permanente fue la necesidad que sentían de mejorar la vida de oración. El superior me decía que, en una autovaloración que la comunidad hiciera, se pudo constatar el bajo nivel de vida de oración de aquellos hombres, intensamente ocupados en actividades manuales y administrativas. Por eso habían llegado a la conclusión de que algo deberían hacer para no acabar perdiendo el significado de su intensa actividad verdaderamente apostólica. Reconocían, preocupados, el gran riesgo que corrían de perder su propia identidad de religiosos consagrados.

De muy buena gana acepté la invitación que me hacía aquella comunidad para darle un curso sobre la esencia, la necesidad y el valor de la vida de oración. Las razones alegadas en la invitación que me hicieron eran, para mí, la prueba evidente de unas condiciones óptimas para asegurar el éxito del curso en cuestión. En efecto, un curso sobre la oración sólo puede producir efectos positivos en personas suficientemente motivadas para acogerse a la gracia.

La oración no es cosa para materialistas. "No se arrojan las perlas a los cerdos". Todo religioso auténtico, que no esté deformado por una mentalidad contaminada por ideologías extrañas en desacuerdo con el evangelio de Jesucristo, conserva siempre una profunda estima por la oración, ya que ésta constituye el único medio eficaz para lograr y mantener la unión con Dios. El religioso entregado a actividades apostólicas, tal vez muy intensas y aparentemente de extrema utilidad para el pueblo de Dios, si no ora, no puede hacer verdadero apostolado. ¿Y por qué no? La respuesta es sencilla: únicamente el apóstol es capaz de hacer apostolado.

Expliqué a aquellos religiosos italianos que un gran amor a Dios se descubre, a nivel psicológico, por la frecuencia con que una persona se acuerda de estar en presencia de Dios durante el día. Les expliqué también que el amor a Dios no consiste en pensar continuamente en él. El recuerdo de un gran amor no exige esfuerzo alguno. Es una reacción espontánea del corazón apasionado.

Para ayudarles a comprender mis explicaciones, les cité el ejemplo de la madre.

Toda madre normal ama instintivamente al hijo, acordándose de él con tanta mayor frecuencia cuanta mayor es la dificultad que tiene de verlo. Incluso de noche se desvela pensando en su hijo, del que no puede olvidarse. Sueña con él. De algún modo, el objeto de su amor maternal está permanentemente presente en su mente, en el consciente y en el subconsciente. Cierto que no siempre tiene consciencia muy clara de esa presencia, sobre todo mientras trabaja o se ocupa de otras cosas. Pero sus distracciones ordinarias, cuando está ocupada, consisten casi siempre en pensamientos relacionados con su preocupación maternal por el hijo que en ese momento no puede ver.

Este es el modelo de lo que acontece en el interior de la persona íntimamente ligada al Señor con estrechos lazos de amor.

Cuando terminé de explicar esto al grupo, un sacerdote anciano levantó su mano y pidió la palabra. Explicó con sencillez su caso particular: "Cuando trabajo o cuando converso con alguien -dijo-, mi atención está puesta en lo que hago. Mas cuando interrumpo mi trabajo, cuando no estoy conversando con alguien o cuando voy de un lugar a otro, siempre me viene el recuerdo de la presencia del Señor. Entonces me ocupo con él; por la noche, antes de dormirme, me encuentro en la presencia de Dios. Al despertar, durante la noche, mi pensamiento se va con el Señor".

Cuando hubo dicho esto, el viejecito miró en su derredor y continuó con la ingenuidad de las personas transparentes: "Yo supongo que esto mismo ocurre con todos nosotros, sacerdotes y religiosos. Conmigo siempre fue así

Vi cómo alguno de los presentes abría unos ojos como platos, tal vez de admiración o quizá de duda. Respondí discretamente al anciano sacerdote que eso mismo era lo que yo trataba de explicar: que él había comprendido muy bien lo que es la vida espiritual.

En mi interior, di muchas gracias a Dios y me sentí exultante de gozo al comprobar aquel elocuente testimonio de elevada espiritualidad, que venía a confirmar providencialmente lo que yo me esforzaba en explicar.

En otro momento, cuando ese santo sacerdote no estaba en la sala de conferencias (llegó luego, un tanto rezagado), aproveché para retomar brevemente el asunto, y añadí: "He aquí un vivo ejemplo de lo que es un verdadero contemplativo en acción". Todos los presentes comprendieron.

Alguien del grupo comentó: "¡Qué extraño! ¡Si no se ve nada de extraordinario en ese sacerdote, nuestro compañero de comunidad!..."

Otro de los presentes añadió: "¡Ya...!, pero no se puede criticar nada en su vida. Es hombre sencillo, se lleva bien con todos... Pero yo no pensaba que su vida espiritual fuese tan profunda. ¡Ahora lo entiendo!..."

Para saber si una actividad desarrollada con gran entusiasmo en beneficio de los pobres es de hecho apostolado, no basta con verificar los resultados materiales de esa benemérita labor. Éstos pueden no pasar de unos benéficos resultados, fruto de un esfuerzo filantrópico que incluso un ateo puede llegar a producir. El verdadero apostolado produce siempre, directa o indirectamente, consecuencias de naturaleza espiritual para los beneficiarios de esa actividad apostólica.

¿De qué depende, entonces, el fruto apostólico de la actividad pastoral de un religioso o de otros cristianos comprometidos? El fruto realmente evangélico de la actividad apostólica depende mucho más del ser de aquel que desempeña esa actividad que de lo que dice o hace. Hay mucho activista en el campo social que coge excelentes frutos de naturaleza económica, política y organizativa, sin que los atendidos crezcan en el conocimiento y en el amor de Dios. Es muy de elogiar y de celebrar tal cometido, altamente meritorio desde el punto de vista social. Pero. no se diga, sin embargo, que se trata de apostolado.

Voy a permitirme ilustrar aquí lo arriba apuntado con la historia que me fue contada por un colega marista.

Un vicario de cierta parroquia del interior de Río Grande do Sul resolvió emprender la restauración económica y social de la población de su área de influencia. La población estaba formada, en su casi totalidad, de pobres minifundistas, moral y socialmente hundidos en un bajo nivel de miseria.

El celoso sacerdote tenía razón al pensar que la simiente de su predicación evangélica en la iglesia no caía en terreno fértil. Permanecía más bien estéril. Aquellos corazones, excesivamente maltratados por toda suerte de miserias humanas, ya no eran sensibles a la palabra de Dios. Esto era tristemente evidente.

El inteligente párroco, después de analizar seriamente la situación, llegó a la conclusión de que urgía resolver aquello. En efecto, escuchó, juzgó y se resolvió a actuar. Llamó a técnicos agrícolas entendidos en análisis del terreno, cooperativismo, artes domésticas, etc.; pidió y obtuvo la debida asistencia de agrónomos y veterinarios; recurrió a todo cuanto de bueno y mejor existe a nivel estatal y municipal para la importante obra de asistencia social y de recuperación que tenía intención de realizar en su territorio de influencia eclesiástica.

Recibió también apreciables ayudas de las arcas públicas para la realización de su maravilloso y bien elaborado proyecto social. Decidió aflojar un tanto la formación propiamente religiosa de su pueblo para liderar personalmente el movimiento de recuperación económica.

Poco a poco consiguió hacerse con la adhesión cada vez más numerosa de la pobre gente, tímida y desconfiada, que habitaba aquellas tierras depauperadas. En menos de cinco años la región estaba desconocida. Las míseras tierras, ahora plenamente productivas, rendían cosechas abundantes, que compensaban generosamente a sus colonos. El rumor de los tractores, multiplicado por el eco, resonaba casi incesante en el valle, las vacas lecheras mugían en los establos, las trojes -tantos años vacías- se henchían ahora de abundante grano e, incluso, algunos automóviles de segunda mano comenzaban a circular por los polvorientos o embarrados caminos vecinales del lugar.

Varias cooperativas de producción y consumo abrían ahora sus tiendas repletas. El viejo hospital fue reformado y la asistencia sanitaria funcionaba a satisfacción de todos. El dinámico vicario, en fin, proyectaba también la promoción de los escasos artesanos del contorno, así como la electrificación e incluso una modesta red telefónica rural.

Todo iba viento en popa. De pronto, el victorioso vicario despertó de su maravilloso sueño, ahora espléndida realidad. Al hacer el balance y comprobar los resultados finales, cayó en la cuenta de que su modesta iglesia aparecía casi desierta. El pueblo apenas la frecuentaba. Todo esto le hizo reaccionar rápidamente. Comenzó por volver a su abandonada predicación pastoral. Los escasos asistentes a la misa dominical comparecían, eso si, muy bien vestidos, pero no parecían mostrar mucho interés por las cosas de la religión. El pobre religioso casi perdió la cabeza y, con ella, su fe, antes tan robusta.

Resolvió, entonces, reflexionar seriamente sobre todo lo ocurrido en los últimos años. En su imaginación volvió a ver la vieja iglesia rebosante de gente desarrapada, de niños llorando asidos al cuello de sus madres, hombres cansados y somnolientos durante sus sermones. La gente era realmente mucho más pobre, pero todos iban a la iglesia. La frecuencia a los sacramentos era buena. Incluso notable. Pero ¿y ahora?... ¡Qué triste transformación...! ¿Qué había sucedido?

Al comentar el hecho, medio desalentado y embotado, con un colega de sacerdocio, ambos resolvieron profundizar en el estudio de la situación y ver el modo de poner remedio. En efecto, los dos sacerdotes se reunieron varias veces para discutir juntos el problema. Nuestro vicario estaba realmente preocupado por la situación religiosa de sus feligreses, que parecían haber perdido la fe.

Bien, analicemos ahora lo que esta historia -realmente ocurrida- nos enseña. Veamos.

Esta historia no es una novedad. En muchos lugares del mundo se ha visto ya la misma "película". Al menos en mi país (Brasil) hay una insistencia muy grande, por parte de los religiosos, en afirmar que los pobres son el pueblo de Dios. Que Dios ama a los pobres y aborrece a los ricos. Que los religiosos deben ocuparse de los pobres y sólo de los pobres, porque de ellos es el reino de Dios. Son muchos los religiosos y sacerdotes que se ocupan en un cien por cien de los pueblos pobres. Hay una gran insistencia también para que los religiosos abandonen sus actividades tradicionales en escuelas y en otras obras asistenciales para que se ocupen exclusivamente de la pastoral popular.

Hay institutos dedicados a la formación y a la preparación de líderes religiosos y laicos para que se enrolen en las luchas populares por la "liberación". La queja de uno de esos institutos de formación de líderes es que, una vez formados, la mayoría de ellos no son aceptados por las iglesias para el trabajo específico para el que fueron formados. Otro se queja de que los líderes de las CEB (Comunidades Eclesiales de Base), cuando podrían ser lanzados a la acción en áreas más amplias de la Iglesia, son "pescados" e incorporados a alguno de los partidos políticos de izquierda. ¿Por qué ocurre todo esto?

La explicación más plausible parece ser la de aquel párroco que justificó su negativa a aceptar uno de esos líderes: "Al parecer -dijo-, estos líderes actúan únicamente a nivel político, lo desorganizan todo y siembran la subversión en la Iglesia". Cuanto a la queja de que, apenas salen de la institución, ingresan espontáneamente en un partido político de signo izquierdista, baste recordar lo que afirmó el presidente del partido comunista del Brasil cuando dijo: "El partido comunista del Brasil va muy bien. No tiene mucho que hacer, porque la Iglesia católica trabaja por él".

Es realmente muy fácil trabajar con el pobre en tanto es pobre. Es también relativamente fácil evangelizarlo, sobre todo si se le promete la "liberación". El pobre es generalmente muy sensible a las promesas, a la esperanza y al cariño que la religión le ofrece. Cuando comienza a mejorar su situación material y, más aún, cuando comienza a enriquecerse, las cosas cambian.

El bienestar material y, más todavía, la relativa riqueza disminuyen la necesidad de ayuda, incluso de la ayuda de Dios. El nuevo rico se siente como embutido en otra piel. Cambia también su manera de pensar y de sentir. Desaparece espontáneamente su natural solidaridad con sus hermanos más pobres. Tiende a aproximarse a los ricos y no tarda en copiar sus usos y costumbres. Y ya se sabe, el rico es generalmente muy poco sensible a la palabra de Dios, porque vive materialmente satisfecho. ¿Por qué habría de preocuparse de las cosas de "otra realidad", si su realidad material le hace humanamente feliz? Por lo menos, mucho más feliz que en los años anteriores, cuando prácticamente le faltaba de todo...

¿Estaríamos realmente en el buen camino si, de repente, todos los sacerdotes y religiosos nos entregásemos, en cuerpo y alma, a la lucha por la liberación económica y política del pueblo doliente de la América Latina?

¿No correríamos, más bien, el riesgo de perseguir objetivos por demás utópicos y descabellados?

Lo cierto es que no habría contingente humano suficiente en número ni en energía para forzar esa transformación política y económica. Además, ¿quién libertó al pueblo de Dios de la esclavitud de Egipto? Ciertamente, no fue Moisés ni ningún otro hombre cualquiera. Fue obra únicamente de Dios. Para hacerlo podría haberse valido de cualquiera mediación humana. Pero, en su eterna sabiduría, quiso servirse de Moisés y de otros hombres elegidos por él para ser sus instrumentos, los vehículos de comunicación entre él, el pueblo y el faraón.

Moisés fue el elegido para los planes de Dios. Fue el intermediario entre Dios y su pueblo, entre Dios y el faraón... Fue Dios quien desencadenó las plagas bíblicas para convencer al faraón de su voluntad divina. Él fue quien orientó directamente a Moisés -y sólo a él- en cada paso que el pueblo tenía que dar para la gran operación libertadora.

El pueblo sabia y reconocía públicamente a Dios como a su libertador. Para convencerlo de que era realmente él y no el líder Moisés ni ningún otro, obró constantemente maravillas y prodigios de todo orden. En ninguna circunstancia el pueblo prestó homenaje a Moisés en reconocimiento de los prodigios que misteriosamente acontecían. A cada nueva señal milagrosa, el pueblo cantaba y danzaba de alegría y de gratitud a Dios.

Si para la liberación del pueblo oprimido de América Latina hubiera de producirse un nuevo éxodo, éste no sería ciertamente obra de algún osado innovador en el modo de interpretar la teología. Tampoco seria obra de legiones de pastoralistas comprometidos en la lucha contra los poderes constituidos y en el esfuerzo por desmantelar el sistema vigente. Todo esto es una gran ilusión. No hay organización eclesial capaz de operar por sí misma para llevar a cabo la liberación del pecado, de la opresión y de la miseria económica del pueblo latinoamericano. Esta obra es tan ingente que sólo Dios puede obrar ese milagro.

¿Qué es lo que la Iglesia puede hacer, pues, para socorrer a esa ingente masa humana pisoteada por la prepotencia de los poderosos?

La afirmación de que la Iglesia debe desarrollar una acción política, a pesar de todo cuanto se dice a ese respecto, no es defendible a la luz del evangelio de Jesucristo. Jesús nunca fue jefe político. Tampoco fue guerrillero, como algunos quieren hacer creer. La misión de Cristo fue otra, clarísima y enfáticamente afirmada, y siempre reafirmada por él a lo largo de su vida pública: "Todo fue hecho por él y, sin él, nada fue hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz resplandece en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron" (Jn 1,3-5).

Corresponde a la Iglesia la misión de ser luz que brilla en las tinieblas. Los pastores, los religiosos, los catequistas, todos los apóstoles han de ser luz para los hombres que caminan en las tinieblas del pecado y de la miseria humana.

Esta es nuestra misión específica en las actividades de pastoral junto a los pobres. Todo lo que hacemos en concreto para ayudarles a superar sus inmensas limitaciones derivadas de la pobreza, como hambre, enfermedades e ignorancia, es obra de misericordia obligatoria, no sólo para los cristianos, sino también para todos los hombres en general. Esto constituye también, sin duda alguna, una importante ayuda para la liberación a que todo pobre aspira. Pero es una ilusión pensar que en esto consiste la liberación como tal.

Ilusión también seria -mucho mayor- pensar que nosotros, CNBB, CRB y cristianos comprometidos libertaremos al pueblo oprimido de América Latina. Ilusoria es también la esperanza de que el propio pueblo podrá, algún día, liberarse sólo por las armas de sus opresores nacionales y extranjeros.

La liberación necesaria para que el pueblo de América Latina pueda liberarse de la esclavitud en que vive sumido y gozar en plena libertad de sus derechos naturales es una labor tan enorme que sólo Dios puede realizarla. A nosotros, la Iglesia católica, y al propio pueblo oprimido nos compete orar y suplicar:

Hubo entre los judíos gran desolación, y ayunaron, lloraron y clamaron, acostándose muchos sobre la ceniza y vestidos de saco" (Est 4,3).

Si trabajamos directamente con los pobres, ante todo habremos de revigorizar su fe. Hemos de ayunar con ellos, de llorar con ellos, de hacer penitencia con ellos. Hemos de vestirnos de saco y dormir con ellos sobre la ceniza.

"Ve y reúne a los judíos todos de Susa y ayunad por mi, sin comer ni beber por tres días, ni de noche ni de día. Yo también ayunaré igualmente con mis doncellas, y después iré al rey, a pesar de la ley, y si he de morir, moriré" (Est 4,15-16). Y Mardoqueo, el poderoso ministro del rey Asuero, "oró al Señor, recordando todo lo que había hecho: Señor -dijo-, rey omnipotente, en cuyo poder se hallan todas las cosas, a quien nada podrá oponerse, si quisieres salvar a Israel..." (Est 13,8-9). Y continúa: "Ahora, pues, Señor, mi Dios y mi rey, Dios de Abrahán, perdona a tu pueblo cuan-do ponen en nosotros los ojos para nuestra perdición, con el ansia de destruir tu antigua heredad. No eches en olvido esta tu porción, que para ti rescataste de la tierra de Egipto. Escucha mi plegaria y muéstrate propicio a tu heredad; torna nuestro duelo en alegría para que viviendo cantemos, Señor, himnos a tu nombre, y no cierres, Señor, la boca de los que te alaban" (Est 13,15-17). Por su parte, la reina Ester, "despojándose de sus vestidos de corte, se vistió de angustia y duelo, y en vez de los ricos perfumes, se cubrió la cabeza de polvo y ceniza, humillándose..." (Est 14,2).

Ester oraba al Señor con palabras verdaderamente conmovedoras. Invito al lector a que lea la Biblia (Libro de Ester, 14,1-19), para que aprenda de la reina Ester a suplicar a Dios que remedie la aflictiva situación de todo un pueblo amenazado de exterminio. La historia que en ese libro sagrado está tan maravillosa y tan elocuentemente descrita, debería ser leída y releída por todos aquellos que se preocupan por la aflictiva situación del pueblo latinoamericano.

Mediante la oración, el ayuno y la penitencia, el destino del pueblo judío, exiliado y terriblemente oprimido, se cambió. El pueblo, amenazado de exterminio por poderosos enemigos, suplicaba la intervención del Señor por todos los medios a su alcance.

Sensibilizado por tan insistente súplica, el Señor más de una vez salvó a su pueblo de la ruina total. Ésta es, sin duda, la estrategia indicada también para otros elocuentes "sinaíes" de los tiempos actuales para que Dios intervenga y salve al pueblo de la América Latina.

También la historia reciente de Alemania, Italia y Japón puede enseñarnos algo positivo. Después de la inmensa tragedia de que esas tres naciones fueron autores y víctimas, hundiéndose en un mar de miseria, se volvieron en bloque, con gran fe y profundo arrepentimiento, al Señor de la vida y de la muerte. Todo indica que Dios escuchó el clamor unánime de su pueblo arrepentido. Hoy los tres países están de nuevo entre las naciones económicamente más adelantadas del mundo.

Y sería ingenuo pensar que se trata únicamente de un problema económico o político. Es extremadamente dudoso que los políticos o los técnicos en macroeconomía sean capaces de resolver el problema de la pobreza en América Latina.

Todo indica que, en el fondo, se trata de un problema de religión. A lo largo de los quinientos años de historia de estos pueblos americanos, la Iglesia fue muchas veces más política que formadora de conciencias y de corazones. En el pasado, la Iglesia estuvo políticamente más de parte de las "personas de bien". Fue un error. Hoy, en cambio, parece posicionarse, incluso políticamente, más "del lado de los pobres". Todo lleva a la conclusión de que, entonces como ahora, la actividad apostólica de la Iglesia latinoamericana, globalmente considerada, asume actitudes excesivamente políticas.

Es una actitud apostólica que siempre se caracterizó por estar a favor o en contra del poder secular. Pero en política no se puede ser humanamente neutral. O se está con los gobiernos de turno o se está en la oposición.

Jesucristo, en sus predicaciones de amor y de justicia, no se posicionó nunca ni a favor ni en contra de facción política alguna. Se limitaba, sencillamente, a anunciar a todos la buena nueva del reino. Jamás hacía acepción de personas en lo referente a una posición política o económica. Eso si, la mayoría del pueblo que le seguía era de clase económicamente pobre, discriminada y oprimida. Por otro lado, el pobre está generalmente más dispuesto a novedades.

Está abierto a los acontecimientos, como si esperase, de un momento a otro, la redención de sus miserias. Por eso los necesitados son más sensibles a la novedad del reino de Dios, que significa la redención de todas las miserias humanas ligadas al pecado personal y colectivo.

La gran mayoría del reino de Dios es la doctrina del amor. Os pido que os améis los unos a los otros... (Jn 15,17). La evangelización que emerge de la opción preferencial por los pobres debe, por tanto, preocuparse sobre todo de ser fiel a las enseñanzas de Jesús:

"Perseverad en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, seréis constantes en mi amor, como también yo guardo los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor... Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando" (Jn 15,9-14).

El nuevo evangelizador ha de predicar, por tanto, el amor y no la lucha. La lucha contra los poderes constituidos, en la que no pocos evangelizadores de América Latina están comprometidos para hacer justicia, es muy desigual. El poder de la Iglesia y de los pobres es incomparablemente menor que el de los poderosos de este mundo. La "injusticia institucionalizada" está fuertemente anclada en el dinero y en las armas. No existe una organización de la Iglesia que sea capaz de desmantelaría. Su poder de destrucción del Reino sólo por Dios puede ser aniquilado.

Nos cabe a nosotros, los religiosos, ponernos del lado de los pobres con toda suerte de obras de caridad, corporales y espirituales, para aliviar su gran sufrimiento. Al mismo tiempo, imploremos todos la misericordia del Padre celestial con oraciones, con ayunos y penitencias, para que mande un nuevo Moisés capaz de guiar al pueblo esclavizado y sacarlo del nuevo Egipto.

El nuevo Moisés, que todos esperamos, vendrá ciertamente, porque Yavé no abandona jamás a su pueblo elegido -los pobres que le temen y esperan en él-, aun cuando ahora no tengamos ni idea de cómo ocurrirá la esperada liberación.

A nosotros, que vivimos en medio del pueblo oprimido, nos cabe animar a los pobres y oprimidos a no desfallecer en la fe. Y es nuestra misión estimularlos y animarlos a su conversión, a que se purifiquen y se fortalezcan constantemente en su vida de relación con Dios.

Para salvarlos de la inmensa injusticia de que son víctimas y de la opresión a que son sometidos por hombres prepotentes y por organizaciones nacionales e internacionales perversas, muy poco verdaderamente eficaz es lo que podemos hacer. La liberación integral de que hablamos es labor muy por encima de nuestras fuerzas, y sólo Dios la puede realizar.

Está claro que Dios se sirve generalmente de personas por él designadas o surgidas de providenciales acontecimientos históricos para influir en el mundo. No hay duda de que, mientras esperamos ese anhelado momento, debemos purificarnos constantemente y hacer penitencia para obtener la intervención de Dios en favor de su pueblo. La salvación vendrá, pero esa salvación vendrá únicamente de lo alto. Dios siempre fue, y continúa siéndolo, Señor de la historia. Él nunca falló, ni tampoco esta vez fallará en sus intentos de venir en socorro de su afligido pueblo, que, penitente, a él recurre con sentimientos de arrepentimiento y de amor.

La afirmación de que "los pobres y sólo ellos" son los amados de Dios no pasa de ser un vano sentimentalismo, que no sirve para nada. Dios es Padre de todos y a todos nos gobierna. De poco o nada nos vale lamentarnos con los que sufren y estallar en cólera contra los opresores. Mejor seria solidarizarnos con los "pobres" en la oración, en la penitencia, en el ayuno, en la esperanza, en la conversión sincera y en la vuelta al Señor. La salvación sólo viene de Dios.

El contemplativo en acción, con su palabra y con su ejemplo de vida, lleva a los "pobres" a redescubrir la fe y, consiguientemente, su esperanza en Dios. Dios les inspirará también caminos nuevos para superar sus dificultades. Si los pobres se amasen y viviesen más unidos en la fe y en el amor, encontrarían también mejores soluciones humanas para sus problemas humanos. El contemplativo se esfuerza por llevar la luz de la fe y el calor de la esperanza y del amor de Dios a los hombres, a fin de prepararlos para la venida salvadora de nuestro Señor Jesucristo.